A pocos metros de la avenida General Paz, se encuentra la casa museo de Ernesto Sabato, que refugia la esencia del escritor
La vereda es una secuencia de plátanos y casas bajas, una herrería y un club deportivo. Se respira barrio en el clima de fin de semana. Una reja oscura irrumpe el cotidiano de la cuadra. Nada tiene de especial en su estética, sí en lo que contiene, en el sentido de contener; la fuerza que el hierro aplica para encerrar una selva en su interior que ahoga los rayos del sol y refresca la temperatura. El caos se ordena en una pérgola natural que nutren una araucaria, un gomero y enredaderas que trepan los árboles. El jardín delantero está alfombrado por costillas de adán verdes que son la recepción de una casona granulosa pintada de blanco y franjas color maíz que rodean las celosías. Erguido sobre hojas secas y crujientes, un letrero, en una rueda de madera que alguna vez perteneció a un sulky, anuncia a los visitantes: “La casa de Ernesto Sabato”.
En Santos Lugares, a pocos metros de la avenida General Paz, se refugia la esencia de lo sabatiano, la casa que moldeó al escritor que abandonó los dogmas, primero el del comunismo y más tarde el de la ciencia. El intenso y contradictorio Ernesto. El científico y el místico, heredero del nombre de un muerto. Sabato, que fue el cúmulo de la obsesión y el orden como única matemática a la que se aferró. En el remanso de un pueblito ferroviario que tragó el conurbano está el hogar en el que pintó sus pesadillas y donde vivió otras como miembro de la Conadep. Está su máquina de escribir, de la que salieron asesinos, un general desmembrado por lealtad en la puna y una parricida incendiaria.
Cada sábado, Guido y Luciana, sus nietos, abren las puertas y cuentan su historia. Cada sábado es un encuentro con el escritor. Mantienen el legado del centenario literato a través de sus objetos, un museo con un perchero en el que cuelgan un sobretodo gris y un sombrero bordó. Una sala de estar que es un panóptico de bibliotecas. Para encontrar sus anteojos negros insignia hay que alcanzar el escritorio en un experiencia que bien podría haber parafraseado su amigo Borges con ironía: “Las cosas duran más que las personas”.
El recorrido
“Tenemos que manejar las emociones para no cargar la casa”, advierte Guido Sabato, músico, a los visitantes en el preludio al recorrido. Viste bermudas y una camisa con dibujos de plumas rojas y verdes. Se sienta a la sombra de los árboles y lo rodean 25 participantes, entre vecinos del barrio, turistas y apasionados de la obra del escritor, que comparten qué los convoca al encuentro. “Su escritura me llegó al alma”, “venimos a respirar su historia”, se puede escuchar de los testimonios. El momentum se produce en el jardín frontal que una vez fue objeto de discusión entre Sabato y Matilde Kusminsky Richter, su mujer, poetisa y cuentista. Ella quería tenerlo cuidado y armónico, él que la naturaleza desplegase una aleatoria inspiración en movimiento. El orden quedaría reservado para el interior de la casa, se impuso el escritor. Asuntos de una convivencia que nació en la Universidad de La Plata donde se conocieron, los inseparables Matilde, judía de familia conservadora, y Ernesto, goy, ateo y comunista luego devenido en espíritu religioso.
Un patio de baldosas blancas y negras, que recuerdan a un tablero de ajedrez, rodean la casa. Donde las celosías se vuelven una curva, por el contorno de la casa, se forma un pasillo techado por la vegetación hasta la puerta de entrada. Al ingresar, en una repisa hay un gramófono, una corneta metálica que sobresale de una caja marrón y que reproduce discos. Sonaba Brahms en las solitarias madrugadas de escritura de Sabato y Corelli y Schubert para animar a Matilde los días que la invadía la tristeza. Se mudaron a Santos Lugares en 1945, una peculiar casona construida por el histórico cineasta Federico Valle y donde una vez se reposó el zorzal, Carlos Gardel, a cantar.
Sabato, entonces, transitaba la génesis de su carrera literaria con un pasado encima. Atrás quedó su joven afiliación al Partido Comunista, la que comenzó conmovido por la miseria de los obreros en los frigoríficos de La Plata y terminó cuando cometió el mayor tabú para sus camaradas: hablar de la contradicción del materialismo dialéctico, la base del pensamiento marxista. Fue una falta que los comunistas no perdonaron y El Partido lo excomulgó dos años, lejos de su familia, a una escuela leninista en Moscú para curarse de las ideas racionalistas bajo la amenaza de terminar en un campo de trabajo forzoso. Todavía debería llegar a pisar las baldosas de Santos Lugares para dar el gran paso a la literatura. Antes seguiría su carrera en la ciencia, como físico matemático, una trayectoria que lo llevó con una beca que le otorgó Bernardo Houssay, Premio Nobel de medicina, a trabajar en el laboratorio Curie, en París, una cumbre para cualquier científico, pero el lugar donde más vacío se sintió.
La sala de estar tiene piso de madera y se alcanza tras pasar un reloj de péndulo, el perchero y un hogar a gas. Las paredes son bibliotecas atiborradas con 3500 libros de lomo amarillento, en su mayoría subrayados y anotados por Sabato, “prácticamente intervenidos”, dice Guido junto a los sillones de cuero negro y la máquina de escribir de Matilde. Camuflado en el parquet se oculta una trampilla que dirige al sótano, un detalle que bien podría haber ingeniado un personaje de Conan Doyle. Guido menciona de pronto la ciencia y el surrealismo. Está hablando de la estadía de su abuelo en París, cuando el trabajo en el laboratorio Curie era, para el futuro escritor, mañanas de electrómetros y probetas y noches de copas con pintores surrealistas.
De allí volvió con una crisis vocacional y una publicación, un paper sobre rayos cósmicos. Al regresar, en Santos Lugares, su nueva casa, revalidó su decisión de seguir el llamado del arte, que le significó un segundo ostracismo, esta vez de la comunidad científica. Houssay consternado por el giró profesional de Sabato hacia una disciplina que consideraba “una charlatanería” le retiró por siempre el saludo.
Un enorme ventanal cuadriculado trasluce el verde del jardín interior de la casa. Acechada por las enredaderas está la estatua de Ceres, manca, la original que una vez estuvo en el Parque Lezama y que inspiró en su ficción el encuentro entre Martín, un joven atormentado por los abusos de la “madrecloaca” y Alejandra, destinada a la enajenación que heredó de su familia patricia decadente hasta que se prendió fuego en Sobre Héroes y Tumbas, la novela que Astor Piazzolla quiso convertir en ópera tanguera.
Otro salón dirige a la fragua del escritor. Primero un cuarto, lugar de encuentros de la familia Sabato en festividades y cumpleaños, donde en una biblioteca se acumulan ediciones de la revista Sur, la que publicó su ópera prima El Túnel, la única novela que quiso publicar en vida y que había sido rechazada por todas las editoriales. Un pasillo se bifurca entre la literatura, su escritorio, y la pintura, su atelier. En las paredes cuelgan sus miedos, las creaciones pintadas por el Sabato artista plástico que evocan los peligros de la radiación y el progreso, escenas de pesadilla con criaturas lovecrafteanas.
En su escritorio reposa un viejo teléfono negro a disco, su máquina de escribir y sus anteojos. Los lentes están apoyados bajo la ventana entreabierta con vista a la estatua de Ceres del jardín, como si apenas hubiera pausado un instante la escritura para ir a preparar una taza de té a la cocina. Está su archivero en el que catalogaba sus obras, producciones, ensayos, recortes y todo el material que pudiera ordenar y darle una lógica. El orden, la relación que mantuvo siempre con la matemática.
Los dedos sobre las teclas fueron espacio de sus cuestionamientos, las voces que solo pudo exorcizar con la escritura. Escribió: “el ser humano es esencialmente contradictorio”. Cuestionó a Dios, la estética y la muerte. Ernesto Sabato, nacido en Rojas en una familia calabresa, el décimo de once descendientes y heredero del nombre de Ernestito, una continuación, impuesta por sus padres, del hermano que murió antes que él naciera. Por ese escritorio caminó una vez un arañita que lo sacó de su letargo en un momento que recordaba a Jorge Federico, su hijo que murió en un accidente. El escritor envidió al insecto, su vida minúscula sin cuestionamientos y pensó sin dudarlo que utilizaría todos sus libros publicados, condecoraciones, éxito y prestigio como moneda de trueque a la entidad que le devolviese a Jorgito.
El atelier tiene un afiche pintado de “Y que patatín, y que patatán”, el film dirigido por su segundo hijo, Mario. Los bastidores se superponen al costado, mezclan estilos, aparecen Munch y Picasso, y hay pinturas que muestran la mirada de un Sabato secularizado de la ciencia tras los horrores de la bomba atómica. Una calavera floreada, entre acrílicos y pinceles se repite como ornamentación en otros puntos de la casa. Es inevitable pensar en el líder comunista Trotsky, los años de exilio en México y el funesto final del revolucionario con un piolet traicionero que le enterró en la cabeza un mercenario stalinista. La oscuridad se intensifica, en una en especial, un autorretrato en el que una arpía exhala una ventisca a un Sabato somnoliento, como si se tratara de un apócrifo homenaje a Goya en su pintura El Sueño de la razón produce monstruos.
El sótano, a través de los años, cumplió diversas funciones. “Ernesto con el tiempo se volvió esotérico”, cuenta Guido. La escalera por la que no se puede tomar el barandal para descender dirigió en un momento a la gente a sesiones de espiritismo. La creencia del escritor en las señales de la vida, sincronicidades y la casualidad se volvió profunda. Fue tanta la convicción que por el barrio de Santos Lugares conducía temerario su Dodge, confiado de sus aptitudes automovilísticas por haber nacido el mismo día que Fangio, el piloto de Fórmula 1. No hay anécdota que se conozca, pero también compartió la fecha de cumpleaños con Lionel Messi.
Más avanzado en la historia, los peldaños al sótano fueron un descenso al infierno, como Sabato describió el rol que tuvieron los integrantes de la Conadep, la comisión de civiles que publicó en 1984 un informe de 50.000 páginas que registró los secuestros y la torturas de la última dictadura militar. La casa fue el lugar donde se realizaron las primeras reuniones y el sótano, donde Sabato y su familia se refugiaron en varias oportunidades por las amenazas de muerte recibidas por el contenido de la investigación.
Custodios de un legado
Guido Sabato nació en una familia no convencional. Cuando recuerda a sus abuelos, frente a los visitantes, los despersonaliza. Se refiere a ellos siempre como Ernesto y Matilde, necesita una distancia suficiente. De chico sufrió la carga de la herencia cultural, la expectativa de sus maestras de que el portador del apellido Sabato fuera un alumno ejemplar. Sentía que le exigían más que a sus compañeros. Se sacó un cero cuando se negó a leer El Túnel para una asignatura. Dice que valió la pena que lo reprobaran, quería leer la novela cuando él quisiera y no cuando lo obligaran en el colegio. De joven viajó a París para encontrar su identidad, separar y poner límites a su familia probando suerte en la música. Tocaba bossa nova bajo un puente y alcanzó un éxito que le permitió performar por varios años hasta que empezó a temer en convertirse en un gitano callejero.
“Volví a Argentina con otra cabeza. Un mes después de volver murió Ernesto. A los dos años pudimos con Luciana hacer realidad el sueño de que su casa quede como un museo. Ahí me despersonalicé de mi abuelo, me refiero a él como Ernesto, una forma de que sea el abuelo de todos y el ícono de una persona muy comprometida, independiente y polémica porque nunca fue políticamente correcto”.
Para el músico, la recorrida de cada sábado es volver a revisitar la vida del escritor, conocer la complejidad y las contradicciones de la historia argentina, pero “entenderlas sin tanta rispidez sino reflexionando”, dice.
“Veníamos a esta casa los veranos que nos dejaban nuestros padres y era muy especial todo, los cuentos que nos contaba mi abuelo de chico, todos personajes especiales, veía a las otras familias y no era así. Esta era una familia distinta, yo me daba cuenta. Con el tiempo entendí lo personal y cotidiano de él, las cosas que tuvo que atravesar, como su pelea y reconciliación con Borges. Es interesante la mirada distinta que tenía cada uno sobre Dios, la estética y la muerte. La gente quiere venir a su casa a ver lo cotidiano de Ernesto, pero vamos un poco más allá”.
Un aspecto infranqueable es el costo emocional que conlleva la tarea. Guido no esquiva el tema. “Para mí, cada encuentro es hablar de mi abuelo fallecido, lo que tiene una carga emotiva muy fuerte. Es lo que discutí con María Kodama en su última visita, cuando vino el año pasado un mes antes de morir. Le pregunté cómo sobrellevaba la carga de sostener un legado y ella, sorprendida, me contestó con una frase en clave borgeana ´me encanta, me divierte”, contestó desde lo lúdico, cuando obviamente tiene que haber un peso. Cuando estás siempre en lo lúdico y no te posicionás en ningún lugar, sea el dolor o una pasión no controlable, uno termina la vida estando de paso, sin habitar los lugares realmente. Pero son formas de vivir la vida, no la juzgué, pero son visiones muy diferentes. En ese encuentro me di cuenta de lo borgeana que era Kodama y que yo sigo siendo sabatiano”.
Para el turista de ocasión, la visita a La Casa Museo de Ernesto Sabato en Santos Lugares despierta las ganas de leerlo, a quien ya sucumbió una vez en su prosa, las ganas de releerlo. El magnetismo es inevitable, un efecto inmediato de pisar las baldosas de tablero de ajedrez. Es conocer historias de transformadores, aquellos que fueron un pasado como nadie los recuerda. Dostoievski, el ingeniero. Sabato, el científico.
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