Un terraplén que se convirtió en la isla de la resistencia
SANTA FE.- Paradójicamente, a medida que baja el agua quedan más aislados. Para los que se mudaron al terraplén de las vías que dividen los barrios San Lorenzo y Santa Rosa, todavía inundados, la incomunicación se mide en proporciones inversas a la cantidad de agua que los rodea.
Al lugar se accede únicamente en lanchas o canoas, pero la bajante del agua complica la navegación: sólo llegan al terraplén las naves de poco calado.
Cuando el agua avanzó, algunos vecinos del barrio Santa Rosa se refugiaron en una construcción abandonada, al costado de las vías. Llegaron a ser 14 en unos cuatro metros cuadrados. No tiene techo. Sólo posee una pared lateral y la losa de un primer piso.
Con plásticos y mantas viejas improvisaron unas paredes. El frío que arrecia por las noches es el principal enemigo. Porque comer algo se come y el tiempo se mata entre mates y organizar un poco la tienda.
En la construcción viven seis hombres. El reglamento de la convivencia tiene una única regla: nada de chicos ni de mujeres.
Es inquebrantable. Con tan pocas comodidades sería un problema. De todos modos, las familias los visitan durante el día.
Nicolás, de cinco años, corría esquivando trastos y colchones húmedos. Tiene en el terraplén a media familia: es el hijo de Jorge, el sobrino de Carlos y el nieto de Fidel. Todos son Cejas. Y todos se quedaron para defender lo poco que tenían, que todavía está sumergido.
"Los primeros días tomábamos agua de ahí", dice Jorge señalando el enorme mar de agua marrón que tapizó el barrio. "Ya no aguantaba más la sed", se justifica. "Recién el jueves (de la semana última) nos descubrieron y empezaron a traernos comida y agua. Igual nos faltan colchones y frazadas. Los pocos colchones que salvamos están mojados y llenos de perros", agrega.
Fidel tiene 73 años y alcanzó a escapar con lo puesto. Un calzoncillo, un short y una camiseta son todas sus pertenencias. Su casa está intacta. Pero sólo se ve el techo. Supone que podrá recuperar todo lo que está adentro. "Aunque vengan a sacarme no me voy. Que me maten -desafía-. Una vez que baje el agua, van a salir las cosas."
Eduardo Arias tiene 45 años y estaba desocupado cuando llegó el agua. Hace diez días que perdió contacto con su mujer. Los vecinos que llegan le traen noticias de que ella está bien, pero él no sabe en qué centro la evacuaron. "Acá somos todos vecinos y nos conocemos desde hace añares. Nos organizamos bien entre nosotros", cuenta Eduardo.
El espacio de tierra está plagado de perros. Cada quien fue con los suyos y en estos días llegaron muchos más escapando del agua. "Hace unos días contamos 22. Ahora debemos andar por los 40", asegura Fidel. Las sobras de lo que ellos comen las reparten entre los perros. La radio los mantiene informados. Y los ayuda a distraerse. Estar confinados en ese reducido espacio de tierra es toda una prueba para la salud mental de cualquiera.
A unos 50 metros de la "casa" de ellos está el triángulo de chapas donde viven otros cuatro hombres. Casi no hay relación entre ambos grupos, a pesar de la enorme soledad que los invade cuando cae el sol.
Pablo Block, Joaquín y Laureano Navarro y Mateo Almirón comparten el monoambiente donde apenas entran tres colchones.
Algunas ollas, papeles y ropa se amontonan en los rincones. Apenas se descubre la frazada que oficia de puerta, se ve la guitarra de Laureano: un antídoto para las noches frías.
"Sacamos agua del tanque que está arriba de un techo. Para tomar y para bañarnos", dice Pablo. Casi todos los días intentan entrar en sus casas para ir sacando lo que ya esté visible. Hay que zambullirse, pero el agua está helada y más de cinco minutos no se puede nadar. "Todavía no hago pie en mi casa", afirma Mateo.
Asustados por los robos
Los dos primeros días los pasaron en una escuela con otros evacuados. Pero decidieron volver, asustados por los robos. "Las familias quedaron allá. Nosotros estamos cuidando lo poco que nos queda", agrega Joaquín.
Tres maderas y un plástico blanco hacen de baño. Faltará bienestar, pero ingenio hay de sobra.
Marcelo Piedrabuena tiene 26 años y poca memoria. Cuando se le pregunta cuántos hijos tiene, se mete corriendo en la habitación. Y sale con una bolsita transparente llena de documentos.
"Walter Aguiar, de 13; Luis Ayala, de 12; Soledad Ayala, de 7; Alexis Ayala, de cinco; Mauro Córdoba, de cuatro, y Marcela Piedrabuena, de dos", enumera abriendo y cerrando cada documento. Menos la última, son todos hijos de su mujer, Rosana Ayala, que llegó con una dote numerosa.
Esperan un mañana mejor
Se fueron corridos por el agua y con lo puesto. Vivían en los barrios periféricos de la ciudad y la inundación les sacó gran parte de lo poco que tenían. Ahora forman una nueva comunidad. Algunos se refugian en lo que queda sobre el terraplén de una vieja estación de tren; otros se mudaron a la banquina de la cortada autopista que une la capital santafecina con Rosario.
Allí pasan las horas. Aguardan, simplemente, que las aguas bajen.
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