Marina Lassen no tiembla, pero sus movimientos son rígidos. Revuelve el café lentamente y con paciencia se lleva la taza a la boca. Son las 16 en el bar de la librería y editorial Notanpuan, en pleno centro de San Isidro. El mismo lugar que le permitió publicar su primer libro El cuerpo no calla, un relato lleno de observaciones de una enfermedad que llevó a Marina a la escritura a los 36 años, un año después de haber sido diagnosticada con Mal de Parkinson.
En aquellos tiempos, llevaba una vida común. Vivía en Olivos con su familia, trabajaba como arquitecta junto con su marido, Santiago; y soñaba con tener una familia numerosa. A pocos días del nacimiento de su segundo hijo, Juan, comenzó a notar un ralentizamiento de su brazo izquierdo y que arrastraba los pies al caminar. A partir de estos síntomas y varios estudios, la diagnosticaron. Según fuentes oficiales, solamente el 10% de los pacientes que son diagnosticados con esta enfermedad se encuentra por debajo de los 50 años.
En ese momento, Marina comenzó a sentir su cuerpo con Parkinson como un país que no era el suyo: con sus propios habitantes y un idioma diferente, donde tendría que, poco a poco, aprender a vivir. "Lo peor siempre es al principio, el balde de agua", recuerda. Después, hace silencio para tomar un medicamento, una de ocho pastillas que consume diariamente.
Sobre la mesa hay un libro -Stoner, de John Edward Williams-, una libreta y su teléfono. A sus 51 años, está casada y tiene dos hijos; es delgada y alta, de pelo crespo rubio y ojos claros. Su rigidez corporal no se percibe en su sonrisa que se esboza reiteradas veces ancha durante la conversación. Habla pausado y el volumen de su voz es casi un susurro. Durante la charla, no hay gestos de enojo o resentimiento, sino mas bien de aceptación y de calma.
En El cuerpo no calla, realiza un paralelo entre su adaptación a su cuerpo enfermo y la de sus abuelos extranjeros, que viajaron de Rusia a la Argentina. "Mientras escribía, todo para mí tenía relación con el exilio". Se sentía desterrada, viviendo en el extranjero, y encontraba que sus sentimientos se asimilaban a aquellos que habría sentido su abuela Esperanza al momento de partir de su país natal.
Antes de volcar su historia al papel, Marina se había obsesionado con Rusia y con la historia de Esperanza. Y hasta llegó a visitar Moscú y San Petersburgo. Ella dice que buscaba respuestas a todo lo que le tocaba vivir y, en ese tiempo, se sintió muy identificada con la figura de su abuela materna y los recuerdos que tenía de ella.
En el proceso de aceptación de su enfermedad también atravesó un período de adicción a la computadora. "Lo que no quería era estar conectada conmigo. Se me cortaba internet y era una desgracia", recuerda. Visitaba un foro de Parkinson en español donde se encontraba con otras personas enfermas, con las que se sentía comprendida, pero pasaba mucho tiempo delante del monitor descuidando sus vínculos cercanos.
Ese encierro y su lucha interna por aceptar su enfermedad cambiaron cuando comenzó a escribir. "Este libro significa mucho para mí porque fue como un puente, me abrió y me sacó del aislamiento en el que estaba". Lo dirigía a sus seres queridos, a los que no les podía expresar lo que sentía.
El hogar que formó junto con Santiago, al cual tanto le costaba acercarse, hoy es el centro de su vida. Cuando piensa en lo que aprendió con la enfermedad dice que entendió que los acontecimientos más importantes no se pueden organizar. "Quedar embarazada, los nacimientos, las muertes", enumera. "A mí el Parkinson me vino a enseñar a no querer controlarlo todo". Su otro gran cobijo, además de la familia, es el mundo de la fe.
- ¿Cuestionaste tu religión?
-Primero estaba enojada, sí, y me preguntaba por qué a mí. Pero después gradualmente cambié la pregunta y empecé a pensar por qué no me tendría que tocar a mi. ¿Qué clase de Dios tengo yo? Uno no está tocado por una varita que lo protege de estas cosas.
El Parkinson es considerado una enfermedad degenerativa, progresiva y que aún no tiene cura. Todos los tratamientos que existen hasta ahora son paliativos de síntomas, incluso la neurocirugía, que suele ser socialmente confundida como una intervención que revierte la enfermedad.
-Lo que más me molestan son las disquinesias [movimientos involuntarios] y lo más curioso es que son un efecto adverso y no un síntoma. Cuando vienen hacen lo que quieren, te sacuden un brazo, una pierna y son totalmente arbitrarios: no lo manejas y no lo podés parar.
Hace tres años, varios médicos vieron que Marina era candidata a realizarse la operación, que es indicada cuando los medicamentos no surten más efecto en los pacientes. Aunque la intervención fue exitosa, recién hace dos meses logró ver resultados positivos.
Ahora las palabras la mueven más que los músculos y no quiere dejar de escribir. Aunque dice que no le teme al futuro, no piensa tanto a largo plazo. Está sorprendida de que su historia haya traspasado el círculo familiar y que si bien no busca posicionarse como una referente de la enfermedad, disfruta cuando los lectores le acercan algún comentario.
Marina cita a su neurólogo, quien según ella dice que las investigaciones sobre el Parkinson están en curso pero que faltan años para que una cura pueda salir. "Asombrosamente, a mí me parece bueno saber eso", expresa. Y vuelve a sonreír una vez más.
-Hablaste de exilio, ¿cómo definirías hoy al Parkinson?
-Por mucho tiempo lo sentí como una invasión, como que estaba tomada. Ahora no sé, un poco así, -duda-, como un límite.
El paso del tiempo. Hay una diferencia con los primeros años: de sentirse extranjera a creerse invadida. Y pese a esto, se repatrió. Su cuerpo hoy es su país, lo fue siempre.
El cuerpo no calla
Autora: Marina Lassen
Editorial: Notanpüan
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