Empachados de información
Es increíble que la respuesta a la mayoría de preguntas cotidianas esté apenas a unos segundos de distancia en nuestros teléfonos. Ni siquiera hace falta tipearla: alcanza con dictarle la pregunta y nuestro asistente digital amablemente nos responderá la altura de aquel monumento, la fecha de nacimiento de fulano o ‘la respuesta al sentido de la vida, el universo y todo lo demás ’.
Hace algún tiempo, en alguna tira cómica cuyo nombre no recuerdo, leí un comentario sobre la nostalgia por las discusiones acerca de datos triviales. Aquellas conversaciones en las que la mesa entera se vuelca a discutir una fecha, un apellido, el nombre de una película o la actriz que hacía tal o cual personaje. Hoy por hoy, se lamentaba quien hacía el comentario, el calor de la discusión se disipa apenas manoteando el teléfono.
Internet es lo más grande que hay, al menos en lo que respecta al conocimiento humano. Entre sus miles de nodos, internet acumula la información que durante milenios la humanidad generó. No sólo guarda la respuesta a la pregunta por todas las referencias a la mecánica cuántica en Los Simpson, o las veinte cosas que no sabías de Natalia Oreiro, sino que internet hace las veces de la biblioteca más completa del mundo, el repositorio de conocimiento científico más amplio, el acervo cultural más diverso y rico, y la colección de fotos de gatitos más encantadora que podamos imaginar. Pero internet no sólo representa la acumulación de información, sino también la posibilidad de acceder a ella prácticamente desde cualquier lado y a un costo ridículamente bajo.
Sin embargo, es posible que en algún punto se nos haya ido la mano con la forma en que nos relacionamos con la información. En sólo un puñado de décadas, pasamos del acceso restringido por aquello que llegara impreso a nuestra ciudad; al acceso a internet con cuentagotas, usando conexiones incómodas y lentas para buscar en plataformas particularmente toscas; a tener acceso prácticamente instantáneo a lo que sea que se nos ocurra. Pero esta explosión del acceso también hizo insoportablemente obvio que cantidad no necesariamente implica calidad.
Nuestros cerebros nunca estuvieron más ocupados. Constantemente nos asedian datos, pseudo-datos, rumores y habladurías que se hacen pasar por información. Y todo esto a la par de lograr funcionar en el mundo. En un contexto de sobreabundancia informacional, el problema del acceso se convirtió en el problema del filtro. Lograr reconocer lo que vale la pena de lo que es inútil, lo verdadero de lo falso, o la que deberíamos recordar de lo ignorable es cognitivamente demoledor. Cada vez se nos hace más difícil distinguir la paja del trigo digital.
Alvin Toffler popularizó a principio de los años 70 la expresión “sobrecarga informativa”. Sin embargo, el concepto no era para nada nuevo. En el Siglo III o IV a. e. c., en el Libro del Eclesiastés, se hablaba de que “el hacer muchos libros es algo interminable” y, ya en el Siglo I, Séneca se quejaba de que la abundancia de libros podía ser una distracción. Esta sensación no hizo más que exacerbarse con la aparición de la imprenta en el Renacimiento: apenas unos años después de popularizarse la invención, surgió la preocupación de que los editores, imprimieran títulos a las apuradas sin atender a su calidad.
El peligro de la sobrecarga informativa es que repercute directamente en nuestra capacidad para tomar decisiones. Intuimos que para elegir correctamente necesitamos más y más datos pero, a partir de cierto punto, más información implica peores decisiones. Esto es porque tendemos a confundir información disponible con información relevante. El caso ejemplar es cuando nos obsesionamos por encontrar algún dato difícil. El tiempo y dedicación que invertimos nos hace valorarlo de más. Para prevenir esto lo mejor es procurar entender mejor lo que investigamos antes de volcarnos a la caza intempestiva de cuanto dato encontremos.
No es fácil lidiar con las opciones que abre la tecnología digital, ni con la ansiedad, la división ideológica, la angustia o el enojo que puede producir la sobrecarga informativa. En pos de aliviar la demanda de estímulos, algunos sugieren aflojar con el celular. Otros sugieren incorporar hábitos distintos de consumo de redes sociales, o incluso abandonarlas. Una vez que nos acostumbramos a la novedad constante nos sentimos perdidos sin ella. A esto hacía referencia Saul Wurman cuando escribía sobre “ansiedad informacional” hace casi treinta años.
Estos no son nuevos problemas. Las noticias falsas existen desde hace tanto como las noticias, y la sobrecarga parecería ser inherente a la aparición de nuevos soportes de información. Pero nunca antes estuvimos enfrentados a la velocidad con la que la información circula en la actualidad. Buscar ya no es el desafío principal, sino lograr la capacidad para enfrentar los datos con una actitud crítica.
Lo que está en juego esta vez no es nuestra capacidad para ganar una ronda de preguntas y respuestas, sino la de tomar mejores decisiones en un contexto informacionalmente abrumador. Si consideramos que la capacidad de tomar decisiones informadas es crucial para la democracia, es probable que nunca haya sido más indispensable la alfabetización informacional.