Con mal de altura, un intenso circuito por los Andes peruanos
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Diana Weyland . Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
Deslicé mi dedo sobre el papel. Un mapa de la zona de Concepción servía de protector para la mesa sobre la que estaba el desayuno que con dificultad, acababa de terminar. Sobre la hoja, estaba dibujada una ruta que salía del hotel bordeando un río. Pasaba por campos cultivados, alguna aldea. Más allá, un avioncito. Dejé mi dedo allí. Jauja, decía.
Me incorporé con la ayuda de los brazos sobre la mesa, disimulé el tambaleo de mis piernas sobre el adoquinado inca y no sin esfuerzo alcancé la recepción del hotel con el papel en mis manos.
–¿Este avioncito es real? ¿De este lugar, Jauja, sale un avión?, pregunté a la mujer detrás del escritorio.
–Tiene que alquilar una avioneta, respondió.
Podía ser mi salvación para escapar de la altura de los Andes peruanos que había afectado cada órgano de mi cuerpo. Horas antes había estudiado las posibilidades de bajar a Lima en un remis o un taxi. Siempre había que transitar por algún paso a más de 4800 metros y no había seguridad respecto de las rutas al borde de precipicios inconmensurables y salpicadas de rocas puntiagudas.
Ya habíamos roto una cubierta. No quería verme en la misma situación sola, en manos de algún conductor loco o con una estructura mental que imposibilitara la comunicación. Lo había sufrido.
Habíamos recorrido caminos de cornisa por la cordillera central peruana, laderas profundísimas, escarpadas, con andenes incaicos construidos en lugares imposibles de acceder para nosotros. Algunos, como manchones verdes en medio de la nada o junto a un pueblito servían todavía para plantaciones de papas o quinoa, otros, estaban abandonados desde hace siglos.
Al fondo, cada tanto, algún lago azul o verde. Un tordo emitía un grito aislado, muy fuerte, sus plumas brillantes azuladas reflejaban el sol andino. Al rato se le unió una hembra. ¿O un rival? De vez en cuando nos cruzábamos con algún nativo con burros o vacas imperturbables, cruzados frente al precipicio.
Nunca vimos un amanecer o una puesta de sol.
Nuestros guías, Mark, vestido con campera verde militar y una boina con la leyenda: Comandante Che. Su cabellera más allá de los hombros, ni una sonrisa escapaba de sus labios y Juan, con chaqueta y gorra Mao, algo más risueño. También José que sin una palabra me tiró su campera cuando yo yacía temblando y vomitando con la cabeza partida por el dolor a 5000 metros de altura.
En condiciones no tan extremas, me habían explicado que para saber qué etnia había construido determinados andenes era necesario analizarlos porque el estado inca organizaba las cosechas y almacenaba los granos previendo años de escasez y permitía que cada grupo lo hiciera de acuerdo a su saber.
Una noche dormimos en un alojamiento de la municipalidad de Huachupampa. Habitaciones con camas mellizas y con suerte, sábanas. Al frente de mi cuarto, desde la puerta siempre abierta de mi vecino se oían sus gritos interminables que, en quechua, se propagaban por todo el pasillo. A la noche, un burro rebuznaba.
La dieta de la avena
Más tarde, en el comedor estaba el indio, siempre hablando, con 5 o 6 encapuchados que escuchaban, o parecía que lo hacían, con sus sombreros y gorros ocultando sus caras. Me intrigó saber cómo embocaban el arroz o la avena en la boca entre tanto abrigo. Recordé los frailes con voto de silencio de alguna película vieja. Solo que el líder en vez de leer la Biblia o cantar un salmo, verboteaba con estridencia.
Nos avisaron que, a partir de aquí, este engrudo de avena iba a ser nuestro alimento diario por sus cualidades energéticas. Yo no lo pude tragar. Leche ya no conseguiríamos más. Sólo coca o una esencia de café fría y espesa para diluir en agua tibia.
Afuera, rodeando la plaza, el calabozo, una "casa del adulto mayor" en desuso y la municipalidad, desde dónde se emitían por altoparlantes mensajes para los pueblerinos.
"A la señora Marcela Rodríguez, que se comunique con Leonora". Y otros. Dos o tres mujeres coyas pasaron arriando vacas y terneros adornados con cintitas de colores. Nos saludaban sin mirarnos, con sus sombreros, pantalones y polleras largas de colores. A nosotros, nos costaba no mirarlas o reprimir el deseo de fotografiarlas.
Esa noche muchos durmieron poco y mal, yo mucho, pero ambas manos me hormigueaban en forma alternada.
El ascenso a la puna fue largo. Paramos varias veces en busca de especies endémicas, unas a 3500 metros, otras a 4100, la remolinera de vientre blanco a 5000, en medio de una nevizca escasa. Una meseta muy amplia se extendía a la izquierda del camino, salpicada por vacas flacas y esparcidas a mucha distancia unas de otras. Mucha paja y piedras. Al fondo, lejos, montañas altísimas terminaban en el valle sin una arruga. Alguna laguna con una gallareta gigante, guayatas y siempre, instalaciones de mineras. Los cuervillos puneños posaron para las fotos con sus galas nupciales.
Me dieron hojas de coca que de inmediato me produjeron arcadas. Los demás, con la mejilla deformada por el acullicu.
De allí, seguimos hasta La Oroya, pueblo minero que en su momento fue el segundo lugar más contaminado del mundo después de Chernobyl. Les pagan sueldos altos a los trabajadores, que no pasan de los 40 años de vida. No podíamos salir del caserío porque estaban pavimentando la ruta y hacía ya dos horas que habían dado mano a los que venían.
Por fin, tarde a la noche, llegamos a Concepción, en donde gracias a unos polvitos hidratantes recuperé parte de mi identidad. Allá, donde a la mañana siguiente posé el dedo sobre el mapa del desayuno.
Un conductor loco y muy apurado me llevó hasta Jauja. Quedé en el aeropuerto, entré a la sala de espera adónde no se permitía salir o entrar una vez pasada la Inspección de las maletas de cabina. Muchos hacían caso omiso de la prohibición.
En medio de un vendaval trepamos a un avión de hélices comandado por una mujer y sobrevolamos la cordillera raspando las cumbres. Un paisaje magnífico de montañas y lagos ocasionales, con algún caserío perdido en las soledades andinas me despidió del Perú central.
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