Diez amigos en busca de los mejores lagos y cielos del Sur
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Juan Maveroff. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
En nuestro grupo de diez, inexpertos y mal preparados salvo por un par de luces precavidas, había un fotógrafo. Niko había traído una cámara que, pasada la hora de comer la polenta a la luz del fogón y la ayuda de alguna linterna, sacaba a pasear por el lago Pichi Traful, buscando la lámina brillante que surge del golpe violento del flash contra el espejo tranquilo del agua. El resto, sin saber bien por qué, lo seguíamos. Yo me sentaba en la playa, con buzo, campera, bufanda y el gorro, a esperar el milagro. Niko plantaba su trípode y, soportando sin quejarse ni un poco del frío que mordisqueaba sus dedos (no se puede manejar una cámara con guantes), se tomaba los minutos necesarios para ajustar bien la lente, la altura de la cámara, esperar a que el viento dejara de soplar, que bajáramos un poco la voz, para encontrarse habitando, finalmente, el momento preciso.
Las más de las veces, sin resultado. Sin embargo, en la rara ocasión en la que todo daba lugar, el silbido del viento que amainaba dejando a su paso un silencio profundo, el vacío que se abría ante nosotros, completamente ciego salvo por la sal temblorosa de las estrellas, el cielo que a fuerza de mirar cobraba un tono anaranjado, adelantándose al sol, los diez nos hallábamos fijos en un tiempo que había pasado de ser como un río a ser como un lago, clavado en sí mismo, cambiando la fuga de un chorro constante por la redonda solidez de una pecera. Y de repente, un fogonazo. Así es como recuerdo este viaje de diez amigos durante 20 días por la Patagonia norte, entre San Martín de los Andes y Bariloche, un circuito trazado por dos viajeros frecuentes de la zona y seguido ciegamente por el resto.
Justo en la mitad de nuestro itinerario, emprendimos el séptimo tramo del sendero de la Huella Andina, el que va del camping Cataratas a La Angostura. Un viaje de dos días, el primero cuesta arriba, cuesta abajo el segundo. Llegamos jadeando a Tapera del Lago, el punto de descanso justo en medio del camino (un semicírculo de árboles sin hojas empotrados en el bosque con una parrillita y, valga la redundancia, una tapera hecha de troncos), después de cinco horas y media de cruzar el mismo río pedregoso, enlazado al sendero como el cordón a la zapatilla. Eran alrededor de las tres de la tarde.
Armamos las carpas, juntamos leña y buscamos agua en el centro frío del arroyo para dejarnos estar hasta la noche. Yo me tumbé sobre el pasto mullido a la sombra, con los ojos abiertos.
El cielo protector
Cuando me acuesto en mi cama a la espera del sueño y paso horas viendo el mismo cielo raso, puedo sentir cómo estoy perdiendo mi tiempo. En la Tapera, el cielo plano y uniforme no era distinto al de todos los días sin nubes y sin embargo no podía apartarle los ojos. Me es imposible decir si fue producto del cansancio que me trajo caminar catorce kilómetros sinuosos con once kilos en la espalda o si fue un golpe de euforia repentino, pero mi vista se había inundado de cielo. Estaba viviendo con la mirada.
Después de bajar a La Angostura empecé a notar el contraste entre lo que había visto allá arriba y el otro cielo que había visto dos días antes de empezar el trayecto, todavía en el camping de Espejo Chico. Para ese entonces ya nos habíamos habituado a amanecer a dos metros de un acantilado frente a un lago que parecía un inmenso arrozal y a ver los atardeceres a diario. Presenciamos –a la hora en que va entrando la noche (serían las ocho y media)– una tormenta de lejos. Fuimos a treparnos con esfuerzo entre las piedras lo más alto posible, bordeando la orilla del lago, para tener una imagen amplia de esa masa apretadísima de nubes violetas cargando contra un valle escondido, lanzándole rayos de a intervalos cortos junto a una lluvia precisa y certera que casi parecía premeditada. Mi amigo Fede nos dijo: "Hace bien sentirse chiquito de vez en cuando".
En todo este viaje saqué exactamente dos fotos (malas) con mi celular. Ambas para mostrarle a mi familia que no me habían secuestrado. Llevé un cuaderno de notas que ahora reviso y sobrevuela incansable el mismo puñado de ideas: experiencia, vida, intensidad, etcétera. Recordé la escena climática de la película La increíble vida de Walter Mitty, en la que Sean Penn en el rol del fotógrafo Sean O’Connell le dice a Walter (Ben Stiller), en el momento en que el elusivo leopardo de las nieves surge de entre las piedras del Himalaya: "A veces, cuando me gusta mucho un momento, prefiero no tener la distracción de la cámara".
Es difícil elegir entre la foto o la vivencia. Hay personas, como Niko, que son capaces de ver cuándo es más conveniente elegir entre ambas. No es mi caso. Por eso decidí no preocuparme por dar constancia con el celular y al final de cada día ponerme a escribir lo que saliera, sabiendo de antemano que no sería suficiente. Solo después, ya de vuelta en Buenos Aires, se me ocurrió que es importante olvidar y aún más importante traspasar los recuerdos para hacer de ellos carne, como el fotógrafo olvida la regla de los tercios o el espacio negativo porque tiene fe en que los va a encontrar si se presentan. Hay un hambre que genera visitar estos recuerdos mojados de olvido. Pensé al instante de empezar esta nota: "Hay que vivir todo esto de nuevo".