Se cumplen mañana cinco meses de la muerte de la mujer que protegió la obra del mayor autor argentino
Era el 25 de marzo de este 2023. María Kodama y un reducido grupo de amigos y colaboradores tomaban té en la confitería del hotel de la calle Vicente López casi Junín, donde se alojaba por aquellos meses. Hay fotos de aquella tarde, con ella vestida de blanco. Apenas un día después, la muerte. Como siempre le gustaba decir, había llegado el momento de transitar hacia el Gran Mar. Allí se encontraría con Jorge Luis Borges y la Eternidad los cobijaría para siempre.
Su muerte no pudo calificarse de súbita y, mucho menos, de inesperada. Tuvo una larga, morosa declinación. Lentamente, en el último año había sufrido un cambio notorio; la voz, casi inaudible; las energías, desfallecidas; desmayos, internaciones continuas. Algunas veces, en el Hospital Alemán; otras, en el Sanatorio Otamendi. Todo constituía un indicador inequívoco de que la vida se apagaba. Pero del ocaso evidente nunca se hablaba e
ntre los amigos.
Silenciosa, reservada, y por demás discreta, nada de lo personal se movía en sus últimos tiempos del eje invariable en su existencia. Gratificaciones, viajes laborales, charlas de trabajo, proyectos, lecturas, teatro o cine, seguían presentes en la conversación de María como si la agenda hacia adelante se mantuviera abierta. No había lugar para la frivolidad, nunca había habido. Activa, hasta el fin con lo que restaba de las fuerzas.
Al promediar 2022, su natural independencia se sometió al requerimiento de una asistencia personal indispensable, continua. Eso determinó que dejara el viejo domicilio de Rodriguez Peña y se instalara en un hotel próximo, también ubicado en Recoleta. La última vez que compartimos un almuerzo fue en Proa. Estaba para acompañarnos Adriana Rosenberg, presidenta de la Fundación. La agasajó e impulsó a retratarse junto a distintas obras con imágenes de Borges, de sus laberintos y de recuerdos por ambos compartidos. Casi no comió esa vez. Regresamos sin perder el hilo de la conversación. María estaba feliz por su relación con Proa y los momentos que allí había compartido con evocaciones que la conmovían. Apenas llegamos de vuelta al hotel tuvo un desmayo. Se la trasladó rápidamente a su cuarto, donde al rato recuperó la conciencia. Fue renuente a cualquier comentario sobre ese infortunio.
María se abstenía de visitar enfermos. Evitaba, en su prudencia extrema, que pudiera ser causa de alguna molestia. Enviaba, en cambio, cartas, tarjetas, y hacía, en tal o cual ocasión, una llamada para interesarse por la suerte de una persona de sus relaciones. A veces delegaba la tarea en colaboradores que expresaban la solidaridad del caso e inquirían qué podía realizar por un amigo, por una amiga doliente.
El mundo de María era el de la mirada optimista, del tono positivo que rehuía abandonar. Los domingos los reservaba para estudiar japonés con una amiga. Desconocía lo que llamamos descanso.
Su muerte no fue una sorpresa para los amigos íntimos. Como dice Cicerón, la vida en nuestro cuerpo es como un inquilinato en el que no se sabe la fecha del comienzo, y menos, la conclusión del contrato. Ocasionalmente recordaba que tenía todo ordenado para cuando ella no estuviera. Hasta se permitía advertir a los colaboradores más entrañables que quien la sucediera en los bienes culturales por los que velaba debería ser más exigente de lo que ella había sido. En una nota con LA NACION confesó a Daniel Gigena que aquellos bienes serían compartidos entre una universidad japonesa y otra de los Estados Unidos de América.
La ausencia de un testamento, con inmediatez al fallecimiento, generó sorpresa e incertidumbre en el mundo que de verdad la rodeaba a diario. La idea sobre su condición de hija única, tantas veces comentada, se evaporó cuando cinco sobrinos, hijos de un hermano fallecido antes que ella, surgieron como legítimos herederos, e invocaron ante la Justicia títulos hereditarios. El magistrado interviniente dictó la declaratoria correspondiente. Matías, María Victoria, Mariana, Martín y María Belén se presentaron así en sociedad. Sobrios, cautos, con una suerte de timidez bien perceptible, se fueron conectando de tal modo con el sorpresivo presente que ya viven y los proyecta hacia el futuro. Serios, profesionales, afrontaron cinco meses de inventarios, testimonios, declaraciones ante la Justicia, y rechazaron la publicidad vacua e innecesaria en un caso familiar de por sí resonante. Han trasmitido, la fuerte sensación de constituir un clan cohesionado.
María conoció a Borges como alumna. Vivió años con él años como compañera y esposa, y su viudez se prolongó más tarde por treinta y siete años. Fue no sólo una incansable protectora de su legado como heredera universal, sino también como infatigable difusora de su genio en el mundo. Administradora inflexible de los derechos sobre la obra borgiana, y estricta, férrea en la decisión de que nada alterara las piezas literarias de su creatividad. Un comportamiento como ese debía provocar críticas acérrimas, hasta aviesas y despiadadas, unas veces por envidias y otras por intereses contrariados, pero soportó los ataques con absoluta entereza, rigurosa al máximo en todo aquello que fuera violatorio de la obra de Borges.
Sobre finales del año pasado, había presentado el libro La divisa punzó, en coautoría con la historiadora Claudia Farías Gomes. Muestran a Juan Manuel de Rosas como un personaje distante del estereotipo del dictador. Fue un esfuerzo casi titánico por conciliar aspectos antinómicos de la historia y estudiar a quien fue gobernador de Buenos Aires, y amo absoluto de la provincia, desde una óptica distinta de la cual se lo ha juzgado desde una perspectiva democrática y republicana. Fue como una rebeldía insolente con el pensamiento de Borges. Así lo hicieron notar no pocas de las críticas del libro. Veo, en cambio, en ese gesto un primer atisbo de su libertad siempre pregonada. No fue la primera vez que había hecho algo así en público.
La falta del testamento anunciado, que colocó desde el silencio a sus sobrinos como únicos y legítimos herederos, ¿no habrá sido al final otro gesto libertario después de una larga vida consagrada a cuidar a Borges, a proteger a su memoria? Una reacción meditada, estudiada, elaborada en lo más recóndito de esa personalidad como expresión, no de fatiga, y mucho menos de revancha, sino desde la más auténtica develación de un yo genuino.
Resta ahora saber ahora la suerte de algunos inventarios en Ginebra y en París, pero todo indica que la voluntad de María Kodama no fue prisionera de un olvido o víctima de un descuido notarial. Que las cosas han sido como quiso que fueran. Faltan algunos puntos para conocer el final de esta historia. Por lo sabido hasta aquí hay no pocos matices que acaso Borges hubiera celebrado en la obra de cuentistas que admiraba.
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