Para Robin Williams, Buenos días, Vietnam fue el primer gran personaje que interpretó en el cine y a la vez el que configuró su estilo como actor de manera definitiva
El primer gran personaje de Robin Williams en el cine también fue el definitivo. Pocos actores tienen esa cualidad. Configurar las líneas centrales de una carrera completa a partir de una sola película, y que con ese título además haya comenzado todo, es una verdadera rareza reservada para un puñado de figuras muy especiales. Ese momento inaugural y decisivo lleva el nombre de Buenos días, Vietnam (Good Morning, Vietnam), estrenada a fines de 1987 en los Estados Unidos y en mayo del año siguiente en nuestro país.
Williams fue uno de los legítimos representantes de ese privilegiado club. Para pertenecer a él solo tiene que cumplirse una sola condición: que su presencia en el cine resulte intransferible. La mayoría de las películas protagonizadas por Robin Williams no llaman la atención por contar con ese nombre y ese apellido en el lugar más destacado de los créditos. Lo más importante de todo, como explicó en 2019 un crítico estadounidense, es que todas ellas funcionan casi como un género propio y único. Son las películas de Robin Williams y de nadie más.
La filmografía de Williams tiene momentos muy destacados. Allí están tres de los cuatro títulos reconocidos con nominaciones al Oscar: La sociedad de los poetas muertos, En manos del destino (el único que ganó como mejor actor de reparto en 1998) y Pescador de ilusiones. Y varios más: Moscú en Nueva York, Despertares, Hook, Jumanji, Jack, Papá por siempre, Patch Adams, El hombre bicentenario, Retratos de una obsesión, Noches blancas.
Todo esto se explica, adquiere sentido y se entiende a partir de Buenos días, Vietnam. El estilo que identificó a Williams aparece allí por primera vez y en todo su esplendor, llegando inclusive más lejos de todo lo que hizo después. Tan influyente resultó esta aparición que hasta logró instalar la idea de que esta película alumbró un nuevo tipo de género cinematográfico. Hasta ese momento nadie en Hollywood hablaba de dramedy. De la mano de Williams se puso en marcha un nuevo modelo narrativo que permite el salto casi instantáneo, sin transiciones, de un momento gracioso a otro mucho más serio.
Un duelo inmenso
Con el paso del tiempo se fortaleció la idea de que algo así solo podía ser posible gracias a Williams. Mucho más desde que se conocieron las trágicas circunstancias que rodearon a la muerte del actor, en 2014. “¿Cómo puede alguien tan divertido estar tan triste?”, se preguntó Barry Levinson, el director de Buenos días, Vietnam, en medio del duelo que atravesó a toda la comunidad de Hollywood tras el suicidio de Williams. “Podemos reflexionar sobre ello, intentar comprenderlo, analizarlo, pero nada responderá realmente a la pregunta. La fragilidad del hombre, su sensibilidad, sus profundos sentimientos por la vida... Todo lo que le permitió tallar su sensibilidad cómica fue lo mismo que al final le quitó la vida. ¿Acaso sintió demasiado?”, quiso saber Levinson en ese momento.
Quizás no tengamos nunca la respuesta. Lo único que sabemos con certeza es que en Buenos días, Vietnam Williams ya se hacía ese tipo de preguntas. Su manera de abordar al extraordinario personaje central de esta historia lo demuestra, sobre todo cuando pasa en un microsegundo de la inspiración cómica que encuentra frente a un micrófono de radio a la tristeza infinita de comprobar que el probable amor de su vida se encuentra a una distancia inalcanzable.
Levinson recordó a Williams como “un hombre curioso que intenta comprender la locura de la humanidad”. La frase define el temperamento de su personaje en Buenos días, Vietnam desde más de una perspectiva. Los saltos emocionales de Adrian Cronauer, el locutor y DJ que anima a las fuerzas estadounidenses asentadas en el sudeste asiático en la década de 1960, reflejan el estado de ánimo de su intérprete.
La película es muy transparente en ese sentido y quizás con el tiempo haya quedado impreso en ella de un modo demasiado subrayado el componente sentimental. Pero el comportamiento del personaje (y de su actor) no abren ninguna duda. De la mano de Cronauer, Williams se pregunta sobre el sinsentido de la guerra y del caprichoso ejercicio de la autoridad por parte de algunos militares, sobre todo cuando lo obligan a callar frente a hechos de la realidad vetados por una férrea censura.
Más de un observador anotó muchas semejanzas entre este DJ y otro memorable personaje satírico que la ficción instaló dentro de un conflicto bélico: Benjamin Franklin “Hawkeye” Pierce, el cirujano en jefe de una unidad del ejército estadounidense durante la guerra de Corea inmortalizado por el gran Alan Alda en la serie M.A.S.H.
Buenos días, Vietnam hereda, aunque con notas un poco menos filosas, la costumbre que tiene el cine estadounidense de mirar con ojos irónicos algunas prácticas políticas cuestionables en medio de las condiciones extremas de un conflicto bélico librado lejos de sus fronteras. Son más sutiles que explícitas las observaciones que propone la película en ese sentido, pero una de ellas queda bien a la vista. Varios críticos y ensayistas se encargaron de hacerla notar a lo largo del tiempo: la gran pregunta que se hace Levinson en este film pasa por el control de la información en tiempos de guerra.
Cronauer no es un personaje ficticio. Fue un auténtico DJ de la red radiofónica militar de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos durante el conflicto de Vietnam. Williams elige representarlo desde el vamos marcando las diferencias con el resto de las tropas establecidas en Saigón en 1965, año en el que transcurre la acción.
Solo el birrete azul lo identifica como integrante de la Fuerza Aérea, porque el resto de su vestimenta parece propia de un civil que llega a una unidad militar que le es completamente ajena. Levinson elige para presentarlo un título (“airman”) que se presta hábilmente a más de una interpretación. Se aplica a los aviadores militares y también a quienes se dedican a las transmisiones radiofónicas.
No vemos aquí ninguna escena descriptiva de la cruenta guerra de Vietnam narrada desde el frente de combate o inspirada en los modelos de acción característicos del cine bélico. Lo que se retrata aquí es la vida cotidiana dentro de una ciudad ocupada por tropas foráneas y el funcionamiento, aplicado a ese objetivo, de la máquina burocrática militar.
A esos engranajes se suma Cronauer, pero con un espíritu explosivo que altera todas las previsiones y provoca unos cuantos cortocircuitos en el interior de todo este mecanismo. La primera y feliz comprobación de todo lo que el personaje de Williams viene a romper aparece a los 11 minutos, cuando se inauguran los shows matutinos unipersonales del DJ frente al micrófono de la radio militar.
Todo empieza con el “Goooood Morning Vietnam” que con el tiempo se convirtió en el sello identificatorio de la película. Un eufórico y verborrágico Williams pone en marcha desde ese impulso una batería interminable de ocurrencias, chistes, imitaciones, pantomimas, burlas y bromas que consiguen la inmediata complicidad de sus destinatarios, los soldados necesitados de entretenimiento poco antes de entrar en acción.
“Cada vez que Robin se sentaba en la cabina de transmisión para hacer sus escenas frente al micrófono, lo único que hicimos fue dejar que las cámaras rodaran. Él se encargó de sorprendernos y de crear siempre algo nuevo para cada toma”, contó años después uno de los productores de la película. Esto quiere decir que nadie, ni siquiera el propio Williams, podía anticiparse a lo que iba a decir en esos monólogos. Todo era allí el resultado del ejercicio de una improvisación pura y siempre regocijante.
Un genio sin explicación
Levinson contó que cada vez que Williams aparecía todo el equipo de la película estaba “frente a la versión humana de un gran espectáculo de fuegos artificiales” desde el cual viajaba en su cabeza a la velocidad de la luz una infinita cantidad de ideas divertidas y personajes ocurrentes. “Más de una persona me ha preguntado a lo largo de los años de dónde sacaba Robin esas largas y salvajes rutinas cómicas. No hay respuesta. El genio no se puede explicar”, agregó.
Podríamos reescribir toda la carrera de Robin Willams en el cine a partir de los intentos, renovados en cada nuevo proyecto, de atenuar y controlar de algún modo esa fuerza poderosa e incontenible que lo llevaba a descerrajar sin pausa toda clase de estímulos cómicos, no todos con la misma eficacia. Quienes se empeñaron en “contenerlo” deben haber imaginado que el costado más tierno, sensible y romántico del actor es el que debía destacarse.
Levinson hace equilibrio entre las dos caras de Williams, que son al mismo tiempo las dos máscaras clásicas de la actuación. El director de Buenos días, Vietnam, alguien que conoció muy bien al actor (más adelante lo convocaría para protagonizar otras dos películas, Juguetes y El hombre del año), dijo una vez que en él convivían una inteligencia de gran capacidad reflexiva y una inocencia muy poderosa. “Siempre tuvimos la sensación de que podía resultar herido muy fácilmente”, agregó.
Todo eso queda a la vista en Buenos días, Vietnam. La misma persona que era capaz de llevarse por delante a cualquier superior que abusaba de su autoridad y ejercía el mando sin otro fundamento que el desprecio hacia los demás se rompía anímicamente en pedazos cada vez que veía alejarse la posibilidad de estar con una joven vietnamita (interpretada por la tailandesa Chintara Sukapatana) de la que se enamoró a primera vista.
Alguna vez se dijo que Williams fue uno de los pocos actores de cine capacitados de verdad para darle ligereza a cualquier papel dramático y profundidad a cualquier papel cómico. Así lo hizo en Buenos días, Vietnam como nunca en toda su carrera. Fue su gran carta de presentación en el cine, reconocida con la primera de las cuatro nominaciones al Oscar que recibió. Pero sobre todo fue esta película la que definió para siempre su lugar en el mundo de la actuación.
Buenos días, Vietnam está disponible en Star+.
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