Ganó en 1995 el Oscar al mejor guion por la adaptación al cine de Sensatez y sentimientos, pero también merecía con creces llevarse ese año el premio a la mejor actriz protagónica para el que estaba nominada.
El Oscar todavía no fue del todo justo con Emma Thompson. Reconocer con ese premio a los dos mejores personajes que la actriz londinense le dio al cine en algo más de tres décadas de carrera hubiese sido lo más cercano a la verdad.
Merecía largamente coronarse como la mejor actriz protagónica en 1994 por la personificación de Miss Kenton, el ama de llaves que se enamora de un impasible mayordomo (Anthony Hopkins) antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial en Lo que queda del día (The Remains of the Day), de James Ivory. Y dos años después todavía más, gracias al inolvidable retrato de Elinor Dashwood en la espléndida adaptación que la propia Thompson hizo de Sensatez y sentimientos (Sense and Sensibility), la novela de Jane Austen, dirigida por Ang Lee. Logró quedar nominada en las dos ocasiones, pero la destinataria del premio en ambos casos al final no fue ella.
A pesar de esa derrota, en esa noche del 25 de marzo de 1996 Thompson entró definitivamente en la historia del Oscar. Por primera vez una misma figura se convertía en ganadora como actriz y como guionista. Había sido coronada como mejor actriz en 1993 por su labor en La mansión Howard (Howard’s End), también dirigida por Ivory. Y el segundo le llegó en 1996, esta vez como autora de la adaptación al cine del libro de Austen.
Vista hoy de nuevo, 28 años después de su estreno, la película conserva intactas todas sus virtudes. Como señaló Paula Vázquez Prieto, toda la obra es atravesada por “esa tenue ironía que subyace al universo de Austen, en el que sus mujeres combinan el arrebato y la reflexión en la conquista de su resistente autonomía”. Podemos apreciarlo ahora gracias al streaming, aunque con un curioso matiz. La película aparece en el catálogo de Netflix con el título original, pero cuando la vemos se lee todo el tiempo otra cosa en la parte inferior de la pantalla: “Sentido y sensibilidad”. Con esas palabras se estrenó en los cines españoles a fines de febrero de 1996, una semana antes de su lanzamiento en la Argentina.
Se cuenta que la productora Lindsay Doran salió con esa inspiración y ese propósito a buscar un autor para la adaptación al cine. Y la encontró en Thompson, una actriz ya consagrada que nunca hasta entonces se había probado como guionista. Doran buscaba alguien capaz de darle igual fortaleza a la adaptación en dos facetas: la ironía y el romance. “Los satiristas suelen ser demasiado amargos para alcanzar el romanticismo y los autores románticos suelen ser demasiado sentimentales para llegar a la ironía”, decía la productora, que encontró finalmente en Thompson a la única figura en condiciones de capturar lo mejor de esos dos mundos. “Además ella cree en la virtud”, recuerda Doran en el minucioso perfil de Emma Thompson publicado por el semanario The New Yorker en noviembre pasado.
Thompson ya era en ese momento una estrella consagrada, que además cargaba en su intimidad con el dolor de la ruptura definitiva de su historia de amor en la vida real con Kenneth Branagh. Nada de eso se había revelado públicamente. A la distancia, tres décadas después y con el registro completo de aquellos hechos ya definitivamente impreso en la biografía de su protagonista, podemos encontrar en la interpretación de Thompson toda esa energía guardada y escondida detrás de una máscara construida a partir del recato, el retraimiento y la reserva.
Como toda gran actriz, Thompson tiene el don de hacer creíble, verosímil y transparente cualquier rol. Si algo la caracteriza es el virtual certificado de completa autenticidad que transmite desde el rostro, la voz y el movimiento corporal. En manos de Thompson, Elinor Dashwood es un personaje de la Inglaterra del siglo XIX que nunca nos resulta lejano, distante o extraño. Descubrimos en ella una muy actual necesidad (siempre contenida, siempre reservada) de autonomía y poder de decisión, una conducta que aparece mucho más a flor de piel en su impulsiva hermana menor Marianne (Kate Winslet, antes de Titanic).
“Amor es arder”, le dice Marianne en un momento a Elinor, que en cambio es pura discreción. Podemos empezar a intuir todo lo que ocultan sus sentimientos mientras observa junto a una puerta a su hermana menor tocando en el pianoforte la pieza predilecta de su recientemente fallecido padre. Cuando la vemos también lo hace Edward Ferrars (Hugh Grant), que atento y ceremonioso le entrega un pañuelo para que la mujer limpie las lágrimas de su cara.
Ese momento es extraordinario porque anticipa buena parte de lo que nos espera. A través de una expresión siempre refrenada y discreta, Thompson es todo un libro abierto de sentimientos profundos de amor hacia Ferrars. Desde aquí, con una paciencia que el espectador disfruta y agradece, el cortejo entre ambos refleja tanto los estados de ánimo de los personajes como la sujeción a las reglas sociales dispuestas en aquel tiempo para el mundo aristocrático que ambos integran.
Desde esa perspectiva, la presencia de Thompson en la película resulta cada vez más portentosa. De su inspiración como autora nacen palabras y diálogos magníficos al servicio de un grupo de personajes que en cada nueva aparición se reconoce cada vez más en términos de identidad. Y frente a la siempre sensible cámara de Lee, la Thompson actriz va abriendo de a poco ese corazón acostumbrado a acallar pasiones y guardar impulsos. “Si mis sentimientos fuesen triviales los ocultaría como tú”, le dice en un momento Marianne.
A lo largo de la película, vemos a Elinor recorrer un largo camino que la lleva de la cautela y el cálculo del comienzo al formidable ejercicio de revelación que adopta en el final la forma literal de un estallido emocional, con un llanto en el que se mezclan el alivio, la furia, la emoción, la alegría y la purificación. Ese momento de gracia alcanza para apreciar en plenitud la altura interpretativa alcanzada por Thompson en esta película.
Por fin Elinor comprende que sus sentimientos y los de Edward son los mismos. Pero el desahogo se había iniciado poco antes, cuando la mayor de las Dashwood parecía resignada a aceptar que el objeto de su amor y su deseo se desvanecería para siempre. “¿Qué sabes de mi corazón y de otra cosa que no sea tu propio sufrimiento?”, le dice a Marianne elevando la voz por primera vez.
Ninguna de esas muestras finales de agitación hubiese resultado creíble sin el equilibrio aportado por Lee desde la puesta en escena. Hay una distancia prudente y sabia entre la cámara y los personajes (sobre todo de Elinor) para alejar cualquier riesgo de énfasis o subrayado. Tampoco hay aquí pretensión alguna de sostener exageradamente un estado de ánimo a través de comentarios musicales sobrecargados. Podría decirse que la eterna contención de Elinor se transfirió a la perfección desde el guion y la actuación de Thompson a la mirada del realizador. También ese proceso hace que todo el relato resulte verosímil.
Hay un momento dentro del largo y revelador texto que el New Yorker le dedicó en noviembre pasado a Thompson que relata lo que ocurrió en la filmación de la escena decisiva, cuando en el tramo final Elinor hace catarsis al comprender que finalmente su idealizado Ferrars no se casó con Lucy Steele (Imogen Stubbs). La actriz cuenta que en ese momento no pudo contener el desborde de su emoción y tampoco el de sus palabras. “Es un gran momento interpretativo y un gran momento de comedia”, escribe John Lahr, el autor del extenso artículo.
Dice Thompson que Elinor no era consciente en ese momento de todo lo que guardaba en su interior y de repente sale a la superficie y así quiso transmitirlo con sus recursos de actriz. “Estaba tratando de que todo resultara de la manera más involuntaria posible. Es uno de esos casos en los que el diafragma toma el control de todo”, confiesa.
Lo que nunca imaginó Thompson fue el enojo de Grant, al parecer muy molesto porque los sonoros sollozos de Elinor arruinaban frente a las cámaras su gran momento. “Me dijo: ¿vas a llorar durante todo mi parlamento? Y yo le dije que sí, que tenía que hacerlo. Ese es el chiste, ahí está lo divertido. Y él me insistía: ‘de acuerdo, pero yo estoy hablando’. Le respondí: ‘Ya lo sé’”, cuenta la actriz.
Toda esa incomodidad no aparece en el corte final de la película. Lo que vemos es una fina sucesión de planos y contraplanos en los que quedan bien a la vista las razones de cada uno. La confesión de Grant es tan clara como la reacción de Thompson a puro llanto, entre divertida y aliviada. Una felicidad que se trasladó de la ficción de Austen a la vida real, porque durante ese rodaje Thompson pudo reencontrar el amor y dejar atrás los padecimientos físicos y anímicos de la crisis matrimonial con Branagh. Se enamoró de Greg Wise, el pintón actor que interpreta en Sensatez y sentimientos a John Willoughby. Ambos siguen juntos hasta hoy.
La cámara de Lee, un trabajo de edición elegante y prolijo, el guion de Thompson y sobre todo el modo en que ella interpreta a Elinor Dashwood se suman en ese momento para alcanzar la forma del equilibrio perfecto. Otra razón para preguntarnos por qué el Oscar fue tan injusto con Emma Thompson y le negó hace 28 años el premio a la mejor actuación de su vida.
Sensatez y sentimientos está disponible en Netflix.
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