Jeffrey Katzenberg, uno de los productores más exitosos del cine de las últimas décadas, imaginó que Quibi, la aplicación para ver contenido de corta duración en los celulares, revolucionaría la industria audiovisual
Imaginen un mundo en el que todos los pronósticos negativos sobre la viabilidad financiera y operativa de las plataformas de streaming hubiesen dado en el clavo. Piensen por un segundo qué hubiera pasado si todos los críticos que en su momento afirmaban que la transformación de Netflix de servicio de alquiler de DVD a distribuidora de contenido on demand era una locura imposible de sostener en el tiempo hubiesen tenido razón. Hace poco más de dos años, los creadores de la plataforma Quibi no tuvieron que imaginar ese desastre: su gran innovación, una aplicación para celulares especializada en contenido de corta duración (su nombre deriva de la contracción de la frase Quick Bites (bocados rápidos) apuntado al público millennial no llegó a cumplir los siete meses de vida.
Ni las estrellas de Hollywood, como Reese Witherspoon, Jennifer Lopez e Idris Elba contratados por cachets exorbitantes ni los realizadores exitosos como Steven Spielberg, Guillermo del Toro y Steven Soderbergh, que se habían comprometido a trabajar para ellos, ni los casi dos mil millones de dólares de inversión pudieron evitar su cierre definitivo. Una caída veloz y estrepitosa provocada por una combinación de factores significativos entre los que se destacan la soberbia de sus creadores y una coincidencia demoledora: la plataforma inauguró sus operaciones en abril de 2020, casi al mismo tiempo que se declaraba la pandemia de Covid-19, aquel otro significativo acontecimiento global ocurrido ese año.
“Queremos volver a este escenario dentro de cinco años para poder hablar, si logramos lo que nos proponemos, de la era de las películas, la era de la televisión y la era de Quibi, Lo que Google es a las búsquedas en internet será Quibi en relación con los videos de corta duración”, decía Jeffrey Katzenberg en 2019 para cerrar su charla en el festival de contenidos y nuevas tecnologías South by Southwest. El atrevido pronóstico seguramente habría sido tomado como una expresión de deseo o estrategia de venta exageradamente optimista si no hubiese sido Katzenberg quien la pronunciaba.
Una suerte de “salvador”
En aquel momento gracias a los antecedentes del productor las declaraciones hiperbólicas despertaron más curiosidad que sorna en la industria. Conocido como una suerte de rey Midas de Hollywood, ese que empezó como ejecutivo de los estudios Paramount desde su llegada a Los Ángeles vía sus primeros trabajos en la política, en sus tiempos al frente de los estudios Disney fue considerado como el “salvador” de su usina de películas animadas al promover la realización de las exitosas La sirenita, El rey león, La Bella y la bestia y Aladino, entre otras, además del responsable de reconstruir su división de películas con actores como la innovadora ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y la premiada La sociedad de los poetas muertos. Y aquel que cuando dejó Disney -él dice que lo echaron, mientras que la empresa asegura que renunció como consecuencia de una estrategia fallida para hacerse con la presidencia del estudio-, fundó Dreamworks junto con Spielberg y David Geffen.
“Recuerden que soy la persona que fue despedida de Disney y ocho días después fundó el primer nuevo estudio de Hollywood en 65 años junto a dos de las personas más exitosas y brillantes de la historia del mundo del entretenimiento”, se ufanaba Katzenberg en una entrevista con la revista Variety en la que anunciaba su nuevo proyecto al que se animó a asignarle el nombre clave de “nueva TV”. Hacia 2018, con los bolsillos llenos gracias a la venta de Dreamworks al conglomerado Comcast NBCUniversal por casi 4000 millones de dólares, el productor decidió dar el próximo salto con la confianza y arrogancia que le otorgaban sus décadas de triunfos en Hollywood. Así, se asoció con Meg Whitman, la otrora CEO del gigante de venta online eBay, y juntos fundaron un fondo de inversión que apuntaba a combinar sus áreas de experiencia: la tecnología del lado de Whitman y la creación de contenido de parte de Katzberg.
En una nota de tapa de Variety publicada en 2019, el productor aparecía fotografiado con un teléfono celular en la mano y múltiples versiones de sí mismo al modo del señor Smith de Matrix. Un raro concepto dado el destino del villanesco personaje que, visto en perspectiva, anticipó que tal como para el personaje de la saga, las cosas no resultarían bien para Katzenberg y su nueva iniciativa. En el artículo, el millonario explicaba lo que pretendía hacer: una nueva especie de entretenimiento que apuntaba a la franja etaria entre los 18 y los 34 años, compuesta por videos de formato corto realizados con presupuestos similares o superiores a los del prime time televisivo y estrellas reconocidas tanto detrás como frente a las cámaras aunque enfocadas en contenidos con episodios de menos de 10 minutos de duración. Mientras Netflix se afianzaba en todo el mundo y los estudios tradicionales empezaban a desarrollar sus propias plataformas de streaming, la propuesta de Katzenberg parecía apuntar a transformar la industria del consumo aplicando sus ya probadas herramientas a una boca de expendio nueva: los teléfonos celulares.
El público quería otra cosa
El mejor argumento que tenía el productor para explicar la viabilidad de su idea y atraer a los inversores necesarios para llevarla a cabo estaba basada en una observación acertada pero que probaría ser demasiado limitada. Según él la explosión en el consumo de contenido en formato corto a través de las redes sociales, especialmente YouTube, garantizaba un público interesado que estaría dispuesto a pagar una suscripción mensual si se le ofrecían versiones profesionales de esos videos hechos de modo mayormente amateur. Lo que Katzenberg, en ese momento de 69 años, no tuvo en cuenta fue que su público ideal disfrutaba de ese contenido breve y de producción rústica en gran medida porque disfrutaba de que fuera así y que no tenía interés en ver una televisión que se pareciera a la que veían sus padres o sus abuelos.
Otra de las fuentes de inspiración del productor que empezó a planear la fecha de lanzamiento de la aplicación ya con el nombre definitivo de Quibi, para marzo de 2020, era, según él mismo explicó en varias oportunidades, El código Da Vinci, la novela de Dan Brown. Desde el punto de vista de Katzenberg, el libro de suspenso ofrecía tanto entretenimiento como otros de su tipo aunque utilizando capítulos mucho más cortos de lo habitual y esa fórmula podía en su opinión aplicarse a las ficciones televisivas que imaginaba se acomodarían perfectamente al estilo de vida de su público soñado. Esos jóvenes espectadores a los que visualizaba aprovechando sus viajes al trabajo, su hora del almuerzo o la fila en la cafetería para ver en sus celulares los pequeños grandes programas que Quibi tenía para ofrecerles. Se trataba de una biblioteca integrada por series, películas, reality shows y segmentos informativos supuestamente diseñados a su gusto y medida en los que Katzenberg y su equipo estaban gastando un promedio de 125 mil dólares por minuto para producir. Una cifra por encima de los costos del mercado que les sirvió para atraer a los realizadores y estrellas que creían esenciales para que la iniciativa funcionara.
Con la promesa de salarios astronómicos -Witherspoon cobró seis millones de dólares por narrar una serie documental de naturaleza, integrada por siete episodios de seis minutos cada uno-, y la posibilidad de que retuvieran la propiedad de sus contenidos, Quibi armó una grilla de programación que incluía relatos destacados como al thriller Most Dangerous Game, protagonizado por Liam Hemsworth y Christoph Waltz; el drama Survive con Sophie Turner (ambos disponibles en la Argentina en Amazon Prime Video en formato tradicional), la comedia Dummy, encabezada por Anna Kendrick, el ciclo de terror 50 States of Fright, creado por Sam Raimi con Rachel Brosnahan, los reality shows Thanks a Million de Jennifer Lopez y Elba vs Block con Idris Elba y el policial #FreeRayshawn, producido por Antoine Fuqua y protagonizado por Laurence Fishburne y Jasmine Cephas Jones, quienes ganaron el Emmy a las mejores actuaciones en formato corto por sus interpretaciones en la ficción. Al tiempo de la ceremonia de entrega de los premios de la TV, en septiembre, Quibi ya había entrado en la cuenta regresiva hacia su cierre definitivo anunciado en octubre de 2020.
Exagerado y erróneo
Unos siete meses antes, satisfecho con haber conseguido los objetivos que se había impuesto en torno a conseguir inversores que aportaron mil millones de dólares al proyecto, a los talentos clase A que necesitaba para encabezar los programas en un formato hasta entonces inédito en la industria audiovisual y el apoyo de mundo del mundo de la publicidad que modificó sus parámetros para acomodarse a ellos, Katzenberg fijó la fecha del debut de la app en los Estados Unidos y Canadá para los primeros días de abril. Casi de inmediato las señales del mercado indicaban que los pronósticos de su fundador eran al menos exagerados, sino directamente erróneos. En los primeros días desde su puesta en marcha la aplicación sumó 1.7 millones de descargas, una cifra considerablemente más baja de los 7.4 millones que esperaban sus dueños e inversores. El hecho de que no conseguían que los espectadores se bajaran la aplicación durante el periodo de prueba gratis de 90 días establecido como incentivo planteaba un panorama bastante desolador.
Una sospecha que se confirmó cumplido el mes de su puesta en operación. Según una entrevista publicada por esa fecha en The New York Times, Katzenberg llevaba 50 días encerrado en su casa de Beverly Hills en cumplimiento de las medidas sanitarias provocadas por la pandemia que, según decía en esa nota, era la razón de que “todo saliera mal” con Quibi. No le faltaba razón. Nadie había anticipado el desastre sanitario global ni cómo ni cuánto afectaría cada aspecto de la vida en todo el mundo, y mucho menos el modo en que una aplicación de contenidos para ser consumidos al paso resultaría obsoleta cuando toda actividad fuera del hogar quedaría prohibida casi completamente y de un día para el otro. ¿De qué podía servirle a los espectadores la brevedad y la accesibilidad de ver series y programas en sus teléfonos en el contexto de las cuarentenas hogareñas y con la computadora, tableta y el televisor al alcance de su mano 24 horas al día? La respuesta fue contundente: de nada. Y si bien la pandemia hirió gravemente a Quibi, lo cierto es que la condena a muerte fue mayormente responsabilidad de sus dueños.
“Una saga que combinó malos entendidos, exceso de confianza y una incapacidad para flexibilizar sus planes”, opinó el diario británico The Guardian para resumir el final anunciado de la plataforma. En los múltiples análisis que se harían en los meses de agonía de Quibi, más allá de la obvia disrupción de la pandemia se mencionaban otras causas más previsibles de su derrotero. Para empezar, aunque buscara diferenciarse de otras plataformas en plena competencia, lo cierto es que el precio fijado por suscripción mensual, 7.99 dólares en su versión sin avisos y 4.99 con publicidad era demasiado elevado y su foco en el contenido realizado por estrellas delante y detrás de las cámaras inflaba sus costos y al mismo tiempo resultaba redundante una vez que las celebridades empezaron a producir sus propios contenidos cortos desde su casa y a distribuirlo gratis a través de las redes sociales. Además, el argumento diferencial de Quibi en relación al consumo a través de los teléfonos celulares venía con unas limitaciones de origen que le jugaron en contra. Algo que habría sucedido aún sin la pandemia.
Es que desoyendo los consejos de sus expertos en tecnología y comportamientos del mercado, Katzenberg decidió que los contenidos de la aplicación no pudieran compartirse fuera de ella, es decir si algún usuario quería contar en redes que estaba viendo una serie genial no tenía forma de sumar imágenes a su posteo o hacer una captura de video y pantalla para mostrarle a los suyos.
Con la crítica en contra
Bloqueada la posibilidad del boca a boca por diseño, Quibi nunca logró formar parte de la conversación pública. Para terminar de complicar las cosas, la patente de la tecnología que utilizaba la aplicación para cambiar el visionado de sus programas de vertical a horizontal estaba involucrada en una demanda por violación de derechos de autor y los reportes sobre una fuga de datos en el sistema que había dado a conocer las direcciones de mail de sus suscriptores sin autorización previa minaron la ya endeble confianza que el público tenía en Quibi. Finalmente, el último clavo en su ataúd lo martillaron los críticos de televisión, que la detestaron de manera casi unánime. “Para ser franca, la aplicación parece estar compuesta por videos que recuerdan a viejos y confusos materiales ya vistos y no tiene relación con la promocionada apuesta en el potencial de las historias cortas pensadas para los nuevos medios. En resumen: es mala”, escribió Kathryn Van Arendonk en su reseña para Vulture, una de las publicaciones más leídas por ese esquivo público que la aplicación no había logrado captar.
Las cifras del fracaso se hicieron cada vez más contundentes. A los tres meses de su salida la plataforma ya había renunciado a su pretensión del consumo exclusivo en teléfonos celulares, perdía anunciantes a montones y ya quedaba claro que no llegaría a la meta de cantidad de suscriptores que se había propuesto alcanzar en su primer año. Ni siquiera el achicamiento de su nómina de empleados ni sus relativos ajustes en los presupuestos de producción los acercaban a los siete millones de usuarios y a la recaudación de más de 250 millones de dólares que habían pronosticado sus análisis más optimistas. Sin tabla de salvación a la vista, Katzenberg, ya peleado con Whitman hasta el punto de de que habían acordado trabajar en pisos separados de la empresa para no tener que cruzarse nunca, decidió poner Quibi a la venta. En el momento de ofrecerla al mejor postor, la plataforma contaba solo con 500 mil suscriptores, un número que hacia imposible su supervivencia. Y así, la historia de la “nueva TV”, del “Google de los contenidos cortos”, terminó con sus programas loteados y reeditados en formato tradicional y vendidos a la plataforma Roku por 100 millones de dólares, menos del 10 por ciento del valor de la inversión inicial. Y mucho antes de que se cumplieran esos cinco años pronosticados por su creador para confirmar el éxito de la aplicación ya pocos se acuerdan de ella.
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