El imperio de los sentimientos
Esta Navidad nos sorprende en un país de realidades paralelas.
Mientras la dirigencia política revisa las cuentas públicas y analiza el presupuesto nacional, los mortales comunes y corrientes nos enfrentamos al balance vital que nos impone el fin de un nuevo calendario.
Será porque acabo de padecer un nuevo cumpleaños, o simplemente porque al caminar por las calles es imposible cerrar los ojos frente a las ostensibles miserias que palpitan a toda hora en una gran ciudad como Buenos Aires, pero se me antoja que en estos días, mientras repasamos prolijamente los bienes que los últimos doce meses arrojaron en nuestros personales debe y haber , los sufridos argentinos de comienzos del siglo XXI nos sentimos en un estado de ánimo similar al que llevó a Schopenhauer a afirmar que el mundo es un escenario lamentable; la trama de la vida, oscura e imprevisible, y el ser humano, una criatura mal equipada para la dicha.
Es que ni el optimismo a ultranza nos mantiene a flote en las mareas de la depresión cuando uno comprueba atónito que no sólo nos encontramos en medio de algo que se acerca peligrosamente a un coma cuatro y, lo que es peor, comienza a parecernos que todas las terapias son malas.
Sumergidos en la agonía que nos causan las noticias económicas, cada 24 horas recorremos un tramo considerable de la paleta sentimental, despeñándonos del temor a la furia, de la rabia a la impotencia, y de la desazón al desinterés.
A medida que los economistas de todo el mundo confrontan teorías sobre el caso argentino , nos acosan rumores de Apocalipsis, se ciernen sombras de las peores calamidades sobre el horizonte, y el descalabro adquiere proporciones tan monumentales que ya no sólo hablamos de privaciones materiales: como nunca, este fin de año paraliza nuestra capacidad de soñar.
Dice Bertrand Russell que los animales humanos, igual que los demás, necesitamos un cierto grado de lucha por la vida. Para alcanzar nuestra forma personal de felicidad, esa ambición ramplona, pero inevitable, es indispensable gozar de circunstancias externas: comida, salud, trabajo, amor... Tal vez sean cosas simples, pero aun así en estos momentos para muchos resultan inalcanzables.
Es entonces, cuando no se encuentran explicaciones, que la racionalidad falla y los sentimientos toman el mando. A veces, la economía no se siente en el bolsillo y la crisis financiera es un golpe al corazón.
En medio del derrumbe, mientras se desvanecen las leyes de nuestro mundo, necesitamos más que nunca una idea luminosa que nos ayude a volver a creer en un futuro de equidad. Desesperadamente.
Ojalá que el espíritu navideño nos conceda cuanto menos esas ilusiones. Y, por supuesto, que ilumine las mentes de los encargados de encontrar el camino hacia un mañana sin tanto sufrimiento.