
Abuso
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Benja tenía 29 meses cuando sus papás, Sofía (38) y Leonardo (33), empezaron a notar comportamientos que llamaban su atención. Era agosto del año pasado y Sofía cursaba el embarazo de su hija más pequeña con algunas complicaciones: en julio había estado varios días internada y necesitaba hacer reposo. El matrimonio de argentinos vive en el exterior y, en aquellos meses desafiantes, el apoyo de los amigos hispanos que habían hecho en su nueva ciudad, les resultaba indispensable.
Una pareja del grupo, Fernando y Carmela, que también tenía hijos, se ofreció a ayudarlos a cuidar a Benja mientras Sofía descansaba y Leonardo estaba en el trabajo. “Compartíamos un montón de tiempo juntos y les teníamos muchísima confianza. Lo pasaban a buscar para ir a jugar y en ese momento lo veíamos como una mano amiga”, recuerda Sofía en diálogo con LA NACION.
A las semanas, los padres empezaron a ver cambios bruscos en su hijo: lloraba desconsoladamente pidiendo por ellos, tenía pánico de dormir solo y se ponía muy desafiante sobre todo a la hora de bañarse o cambiarse. “Una tarde, Leonardo le estaba cambiando el pañal y el nene hizo un gesto, como que se quiso dar un beso en el pito. En seguida me lo comentó y nos llamó la atención, pero podía ser una exploración propia de la edad. A los dos o tres días, volvió a ocurrir conmigo. Le pregunté qué estaba haciendo y me dijo: ‘Beso. Pito’. Y me mencionó el nombre de Fernando, el padre de la familia que lo había cuidado, y de sus hijos”, cuenta Sofía.
Benja estaba empezando a armar oraciones de dos o tres palabras y su mamá se quedó paralizada. Los días siguientes, mientras lo bañaban y cuando el pequeño jugaba con sus muñecos, vieron que reproducía gestos y sonidos vinculados a la sexualidad adulta, a lo que se sumó una seguidilla de nuevas manifestaciones, algunas relacionadas puntualmente con la figura de Fernando (como las “crisis” que le agarraban cada vez que se cruzaban con el hombre), a quienes los padres habían dejado de frecuentar. La primera consulta la hicieron con la psicóloga de Sofía, que les recomendó acudir a una especialista.
En febrero y por intermediación de esa profesional, se contactaron por primera vez mediante videollamada con la doctora en Psicología Claudia Amigo, que vive en Bahía Blanca. Es autora del libro ¡De esto sí se habla! Abuso sexual en bebés, y cuenta con una vasta trayectoria en la investigación de esta forma de violencia contra pequeños de hasta 36 meses. Tras una serie de evaluaciones, la especialista indicó que había fuertes indicios de que Benja había sufrido violencia sexual. Sus padres acudieron a las autoridades del país donde viven para hacer la denuncia, chocándose de lleno con una burocracia infranqueable.
“Hay que dejar de pensar que esto le puede pasar solamente al de al lado: de hecho, a nosotros nos pasó. Creo que lo agarramos muy tempranamente, pero le tocaron la infancia a nuestro hijo”, dice Sofía con la voz quebrada. Sentado a su lado, Leandro agrega: “El sistema no está preparado para actuar ante un caso de un niño tan pequeño que sufrió abuso y no tiene signos físicos. Por eso, es clave hablar con gente capacitada que pueda discernir cuestiones propias del desarrollo, de las que no lo son”.
La historia de Benja expone una problemática que, más allá de los casos que cada tanto llegan a los medios de comunicación, suele permanecer en las sombras. El tabú de los tabúes: así definen los especialistas consultados por LA NACION al abuso contra bebés. Si las estadísticas que dan cuenta sobre la violencia sexual que sufren niñas, niños y adolescentes son escasas, en el caso de los bebés, resultan nulas.
Sonia Almada, psicoanalista y fundadora de Aralma, una asociación civil que trabaja por la erradicación de las violencias contra chicas y chicos, cuenta que a lo largo de los años recibieron casos de bebés en los que vieron indicios de violencia sexual: “Son difíciles de detectar. No hay estadísticas porque suelen pasar desapercibidos incluso en la consulta pediátrica cuando no hay evidencia física. La falta de formación en los profesionales de la salud en general hace que haya signos y síntomas que no sean valorados, no porque no quieran, sino porque no hay una capacitación seria sobre esta problemática”.
Ese “subdiagnóstico por falta de conocimiento” se contrapone, para Almada, con la enorme cantidad de material de explotación sexual de chicos (la mal llamada “pornografía infantil”) que circula en las redes de pedófilos. “Hay mucho contenido que se comercializan de bebés y niñas y niños muy pequeños: son de los más caros y requeridos”, advierte.
En ese sentido, las cifras que da Daniela Dupuy, al frente de la Unidad Fiscal Especializada en Delitos y Contravenciones Informáticas porteña, son contundentes. Por día, reciben un promedio de 300 denuncias de imágenes y videos de explotación sexual de niñas, niños y adolescentes. Sólo en la Ciudad, hacen entre tres y cinco allanamientos por semana. “Tenemos una cantidad asombrosa de materiales donde las víctimas son bebés menores de dos años. Se los llama ‘toddler’: esa es la manera en que los pedófilos buscan ese material”, cuenta Dupuy y sigue: “La mitad de las imágenes que recibimos son de menores de 13 años y es muy pero muy común que en ese porcentaje haya bebés siendo abusados. Tanto varones como nenas, es muy pareja la proporción”. La mayoría de los casos de violencia sexual contra bebés son intrafamiliares y en varias de sus investigaciones los fiscales descubren que el material de explotación sexual que involucra a los más pequeños es producido en el interior de sus hogares.
“Es necesario hablar y visibilizar este tipo de violencia porque nadie se puede comprometer con lo que no conoce o niega. Un bebé no habla, pero su cuerpo sí: comunica a través de gestos, del juego, la sonrisa, el llanto y de las vivencias sintomáticas”, subraya Amigo, que tiene un currículo mullido: es capacitadora de profesionales y docentes en temáticas vinculadas a las violencias contra infancias y adolescencias, miembro de la comisión directiva de la filial de la Asociación Argentina de Salud Mental (AASM) en Bahía Blanca e integrante de la International Society for the Prevention of Child Abuse and Neglect (ISPCAN), además de experta en el curso para profesionales sobre violencia sexual contra lactantes del Ministerio de Salud de la Nación.
“Mi objetivo es que se pueda sensibilizar y tomar conciencia sobre esta problemática como una forma de defender a los que no tienen voz”, agrega la psicóloga, quien desarrolló una serie de instrumentos de medición y una pesquisa de indicadores de riesgo potencial de sospecha de abuso sexual en bebés de 8 a 36 meses. Se trata de una iniciativa sin precedentes: profesionales de la salud de distintos puntos del país y del exterior (España, México, Paraguay y Ecuador) ya la utilizan y el objetivo de Amigo es que se difunda para facilitar la detección temprana de este tipo de violencia.
El móvil que la empujó a poner el foco donde nadie quería mirar fue la certeza de que “en estos casos muchas veces se llega tarde, cuando el pequeño murió por violencia sexual”. En el trabajo institucional con colegas, trabajadores sociales y docentes habían tenido en ocasiones la sospecha de que un bebé era víctima, pero por su etapa evolutiva, al no poder relatar lo sucedido o ante la ausencia de evidencia de indicadores físicos, se dificultaba el diagnóstico y la denuncia. “La pregunta era cómo empezar a transformar esa parálisis y angustia en un aporte”, cuenta Amigo.
Empezó a investigar, con la dirección de la doctora en Psicología Alicia Oiberman (del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas del Conicet) y el apoyo de la Subsecretaría de Niñez de la Municipalidad de Bahía Blanca, para desarrollar los instrumentos de medición y la pesquisa. El trabajo implicó evaluar a un grupo de bebés que tenían indicadores físicos de abuso sexual (es decir, donde la violencia era ineludible) y a otro que no lo había sufrido, comparando variables que incluyeron desde los estilos de apego hasta pautas evolutivas y conductuales del desarrollo cognoscitivo y psicomotor. La investigación arrojó indicadores específicos que registraban solamente los bebés víctimas de esta forma de violencia.
El trabajo no terminó ahí. “Con el apoyo de un equipo de la Universidad Salesiana (UNISAL) traspolamos los indicadores que se podían observar y los que requerían instrumentos de medición a una pesquisa para que los profesionales del ámbito de la Justicia y la salud puedan realizarla en 40 minutos aproximadamente. Luego, por supuesto, tienen que seguir trabajando en red con otras instituciones para continuar indagando en la vida del niño y de su familia. Hablamos de ‘riesgo potencial’ de violencia sexual porque el bebé no lo confirma por medio de la palabra, pero sí mediante su comportamiento”, explica Amigo.
En su consultorio, recibe entre cuatro y cinco casos por año de bebés con sospecha de abuso. “En un juicio, una vez me dijeron: ‘Si es bebé, no recuerda. Y sino recuerda, no padece de trauma’. Todo lo contrario. El trauma es más intenso en los más pequeños porque el aparato psíquico se está constituyendo y no hay suficientes mecanismos de defensa para poder abordar esta violencia que los toma por sorpresa”, enfatiza.
Anahí tenía 12 meses cuando empezó a asistir a un jardín maternal de Bahía Blanca. Su hermana de 5 años, Florencia, cursaba preescolar en la misma institución municipal. Los papás de las niñas se habían separado y ellas estaban viviendo con su mamá, de 25 años, y un primo hermano de ella.
Cuando Anahí tenía 26 meses, a Gisela, una de las maestras, le llamó la atención cómo la beba se resistía con todas sus fuerzas al cambio de pañal. “Para mí y para los chicos, el momento de la cambiada del pañal era siempre de placer: les cantaba, les hacía masajitos en los bracitos y en las piernas y ellos lo disfrutaban mucho. Pero con Anahí era muy distinto. Me cerraba las piernas, las cruzaba y me decía: ‘¡No, no, no!’. No había forma de relajarla. Además decía una palabra: ‘Pachu’. No sabíamos qué significaba”, recuerda Gisela.
Lo que hizo fue consultarle a Amigo, que en ese momento trabaja como psicóloga en la institución. Tras observar a la niña, la especialista decidió acercarse a su casa junto con una trabajadora social. Las recibió el primo hermano de la madre: cuando abrió la puerta, el joven se presentó como Pachu.

“Empezamos a trabajar con su hermanita, Florencia. Sabemos que un niño habla como y cuando puede, a sus tiempos. A través del juego y de dibujos, Florencia se fue manifestando: hablaba de una bruja que les tocaba el cuerpo y la cola cuando dormían y de un hombre que mostraba el pito. Finalmente, pudo poner en palabras que su madre y Pachu abusaban de ella y de la bebé, Anahí: las pequeñas eran objetos de estimulación sexual para la pareja”, reconstruye Amigo.
Volviendo a Benja, Sofía cuenta que Amigo sigue el caso del pequeño, lo que le da tranquilidad: “Queremos que trabaje con él todo lo que haya que trabajar porque no sabemos cómo puede afectarlo esto en su vida adulta. Pero creemos que haberlo detectado tempranamente fue fundamental”.
Amigo aclara que hay indicadores de esta la violencia sexual contra bebés que sólo los profesionales entrenados pueden detectar, pero que existen señales que los adultos cuidadores pueden observar en la conducta y ante las cuales deberían realizar una consulta. “El diagnóstico lo debe realizar un profesional entrenado y no basta con sólo un indicador para afirmar que un bebé está siendo víctima de violencia sexual”, subraya Amigo. Sino, advierte, el riesgo es ver abuso donde no lo hay.
Aconseja hacer una consulta si se observa en los bebés:
En la guía “Hablemos de abuso sexual” de Fundación La Nación podés encontrar más información sobre esta forma de violencia.
