Vuelta a clases: el protocolo que nos falta pensar
Mientras que el Área Metropolitana de Buenos Aires, la provincia de Chaco y algunas localidades de Río Negro y Neuquén regresaron a la fase 1 del distanciamiento social preventivo y obligatorio, la mayor parte del país parece estar más cerca de volver a eso que llamamos "normalidad". Por encima de las diferencias regionales sobrevuela una pregunta que comienza a resonar con cada vez más fuerza a lo largo y a lo ancho de nuestro territorio nacional: la vuelta a clases presenciales.
Más allá de los protocolos específicos que apuntan a las dimensiones prácticas del cuidado de la salud, esta interrogación convive con una urgencia que viene por partida doble. Por un lado, sabemos que de alguna manera tenemos que acompañar aquello que no sucedió en estos meses de educación no presencial, es decir, que tenemos que seguir siendo muy precisos en ese ejercicio que venimos haciendo, casi quirúrgicamente, de priorizar contenidos y estrategias de aprendizaje. Por otra parte, en la distancia de la escuela física, o mejor dicho, con el sistema educativo instalado, a veces con alambre, en los hogares, quedaron al descubierto las fallas y desigualdades del proyecto educativo actual. Para muchos y muchas, esto significó, tal vez, constatar de primera mano aquello que sospechaban desde hace tiempo y emprender entonces la ardua tarea de pensar los modos en que podremos modificarlo. Así, la pregunta por el corto plazo se ve magnificada por otra de más largo aliento: ¿Qué le queremos pedir a la escuela? ¿Cómo hacemos que cada segundo cuente ahora que sabemos que aquello que tenemos que recuperar no se mide en meses sino en décadas?
Si observamos los modos en los que hemos conceptualizado históricamente a la escuela encontramos que desde sus comienzos ha estado tensionada por dos pedidos que se han presentado como alternativas irreconciliables: transformar o acompañar. La primera supone una formación que permita a los grupos de estudiantes y futuros ciudadanos desafiar el status quo e imaginar otras alternativas de organización social. Parte, claro está, de una premisa de disconformidad con el mundo tal como lo conocemos. La segunda, en cambio, ve a la educación como el medio para preparar a las personas con aquellas herramientas que el sistema demanda, para que puedan ingresar en el orden establecido.
¿Qué le queremos pedir a la escuela? ¿Cómo hacemos que cada segundo cuente ahora que sabemos que aquello que tenemos que recuperar no se mide en meses sino en décadas?
Probablemente, en la práctica haya un poco de ambas miradas conviviendo. Cuando hablamos, por ejemplo, de "las habilidades para el siglo XXI" y de cómo deberíamos formar para un futuro incierto, contemplamos la necesidad de que los y las jóvenes del presente puedan insertarse en la estructura social y económica que vendrá, pero también coincidimos en que es deseable que puedan ser protagonistas activos de su definición, que puedan pensar críticamente y actuar en consecuencia para lograr sociedades "diferentes/mejores", sea cual fuere el modo en que pensemos a este atributo: ¿Más justas, más sustentables, más equitativas, más innovadoras? ¿Todas estas? ¿Ninguna?
Es precisamente ahí donde reside el problema: no tenemos una definición clara respecto de aquello que sería deseable. No sabemos cuál es el país que queremos. O al menos, no hay consensos al respecto. Por eso damos vueltas en círculos, demandado a la educación infinidad de exigencias que muchas veces se superponen y contraponen. Le pedimos todo; le damos muy poco.
Pero si la decepción se origina siempre en una tensión entre expectativas y resultados, creo que es hora de que nos demos cuenta de que no hay forma de obtener lo que queremos, si no podemos definirlo primero. La educación es, siempre, un proyecto político y, como tal, necesita de acuerdos. La educación no está aislada ni por encima sino en la base de la construcción de nuestra sociedad. En tanto no la hagamos parte constitutiva esencial de un proyecto de país consensuado seguiremos relegándola a un papel secundario disfrazado de protagonista, continuaremos haciéndole pedidos esquizofrénicos que nunca va a poder cumplir o nos encerraremos en definiciones por la negativa, repitiendo una y otra vez aquello que no queremos sin afirmar hacia donde deseamos ir. Todas estas equivalen, en definitiva, a seguir perdiendo el tiempo. Y en eso sí estamos todos de acuerdo: es un lujo que no podemos permitirnos.
*Por Magdalena Fernández Lemos, Directora Ejecutiva de Enseñá Por Argentina
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