Alina Diaconú: “La gente bien y preparada no era comunista y nunca adhirió a ese tipo de organización”
Traducida a varias lenguas y poeta de un lirismo fino y sereno, fue la amiga de más larga data de María Kodama. Habla de “la casta” del comunismo estalinista y su temor a nuevos totalitarismos
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Mi padre decía: ‘Todos los seres humanos somos iguales, no habrá más pobres ni habrá más ricos, y todos tendremos las mismas oportunidades’. En la práctica, sin embargo, no éramos todos iguales. En la práctica, ya no había ricos porque ya eran todos pobres, y los ricos no asumidos eran únicamente los miembros de ‘la Casta’”.
Estas palabras que parecen haber sido escritas en el presente –una proclama populista y sus nefastas consecuencias expresadas en la misma frase–, corresponden a una novela en tono autobiográfico que Alina Diaconú publicó en 1989, El Penúltimo viaje, una pintura profundamente humana y sutil de su Bucarest natal, resquebrajada ante el avance implacable del comunismo stalinista que hizo de aquella esplendorosa Rumania que sus padres evocaban con nostalgia, una República Popular dominada por el miedo, la miseria, la corrupción y la mentira de las consignas vacuas, las degradaciones, el desabastecimiento, la persecución y la censura.
Escritora prolífica traducida a varias lenguas y poeta de un lirismo fino y sereno, Alina Diaconú fue la amiga de más larga data de María Kodama, integró los círculos de notables escritores y artistas como Guillermo Roux y fue discípula en París de su célebre compatriota Emil Ciorán, el pensador escéptico que escribía el francés más puro. Dueña de una belleza dulce y melancólica de ojos claros y media sonrisa, de un aire a la joven Liv Ullmann en tiempos de Los emigrantes, Alina nació en Bucarest al final de la Segunda Guerra, en 1945. Fue la única hija del matrimonio de un abogado, crítico y coleccionista de arte y una estudiosa de la filosofía y la estética.
A los 14, gracias a un permiso tramitado por el gobierno de Arturo Frondizi, logró emigrar a la Argentina junto con sus padres. Corría 1959. Hoy, a casi 65 años de aquel abrupto cambio de vida merced al cual conoció el sentido de la libertad, repasa las condiciones extremas que se impusieron en su país natal y los signos que, como anticuerpos que reaccionan en su memoria, le advierten el peligro del totalitarismo y la demagogia al acecho. En torno a su historia giran estas Conversaciones de domingo con Alina Diaconú.
–Dice un pasaje de tu novela: Mi padre [en la ficción] decía que todos los seres humanos somos iguales. A lo cual respondés que en la práctica solo eran ricos los miembros de “la Casta”, que su error fue no prever aquello que ya había sucedido: el derrumbe y la degradación, que su error fue soñar que a nosotros no nos iba a suceder. ¿Qué es el comunismo?
–El sistema en el cual los pobres se vuelven ricos y forman una clase privilegiada que yo en mi libro llamo la “Cúpula” o la “Casta”. Allí cuento la realidad del comunismo estalinista en los países satélite de la Unión Soviética. No hay un país definido sino imaginario, porque es cualquiera y a la vez todos los que pertenecieron a la órbita comunista.
–¿Qué percibías como adolescente en la Bucarest de la República Popular?
–Yo viví ese cambio tremendo de una capa de la sociedad por otra, cuando una porción elegida de pobres, campesinos y obreros llegó al poder con todos los privilegios mientras que, a la sociedad que había tenido campos, riqueza y propiedades, se la dejó sin nada. Era una dictadura sin elecciones, con un solo partido y con mucha censura. En el arte solo existía el “realismo socialista”. La música, por abstracta, era la que mejor zafaba, pero los pintores eran obligados a representar escenas de trabajo en el campo o la fábrica; los escritores, a narrar historias donde el héroe era el campesino y el obrero, el proletariado y la apología del régimen. El que no hacía eso, era censurado y se moría de hambre porque los comunistas solo apoyaban a los artistas e intelectuales que seguían sus reglas, porque se servían de ellos para la propaganda externa. Eran considerados una clase moralmente superior, aunque económicamente tampoco accedían a las fortunas descomunales de las que se hacían los jerarcas.
–¿No había ninguna libertad dentro de esas reglas?
–No existía la libertad. Por esa razón es que mis padres decidieron irse. En la escuela nos adoctrinaban, teníamos los retratos de Stalin y de Gheorghiu Dej, el antecesor de Ceaușescu, un obrero que llegó a ser primer ministro. En la escuela nos hablaban maravillas, pero mis padres me contaban el país espléndido que había sido y la vida anterior al sistema soviético. Yo estaba tironeada entre dos realidades, pero lo peor fue cuando nos metieron gente en mi casa. La nacionalización y disolución de la propiedad privada se hizo muy rápido. Después, como en Rumania no había tantos comunistas fuera del proletariado, para ellos era un problema instaurar el régimen porque tenían que llenar los ministerios con gente de última, con lo peor de la sociedad. La gente bien y preparada no era comunista y nunca adhirió a ese tipo de organización.
"El Comunismo, al nacionalizar todo, terminó con la propiedad privada ¡pequeño detalle! entonces nuestra casa pasó a ser propiedad del Estado"
–Mencionás el adoctrinamiento, un mecanismo llevado al extremo cuando se implementa en la educación. Contás en tu libro: Las frases hechas que repetíamos como loros en la escuela para asegurarnos una buena calificación, años de fidelidad a esos enunciados, sirviendo incondicionalmente al ‘Gran Objetivo’ con la obnubilación del fanático, mientras ‘la Casta’ disfrutaba de un sinfín de ventajas ignotas para el resto de los habitantes de ese empobrecido país. Hoy vemos en la Argentina profesoras adoctrinando alumnos a los gritos en defensa del kirchnerismo. ¿Advertís el peligro del dogmatismo y el pensamiento único?
–La conexión de lo que yo viví allá con el plan de adoctrinamiento que el kirchnerismo lleva a las aulas, para mí es total. Mi finado esposo [el publicista Ricardo Cordero con quien compartió un matrimonio de 43 años] me contaba que desde Perón hacían eso en la escuela. Él tenía unos manuales donde les enseñaban: “Evita me ama, Perón ama a los niños”. Lo mismo que Stalin. Tanto era así que cuando Stalin murió, la maestra lo anunció como una tragedia griega. Los chicos llorábamos… O sea que sé muy bien cómo empieza esto porque hice hasta el 1º año del secundario en Rumania y la propaganda era tremenda: ibas al cine y lo primero que te mostraban era Stalin besando niños porque todos los dictadores “aman a los niños”. Después, que todo llevaba su nombre como hacen aquí con Néstor Kirchner.
–Tus padres te contaban otra historia.
–Mi padre [Aurel Vladimir Diaconú] era abogado, crítico de arte y coleccionista. Dirigía una lujosa revista de arte editada en francés, inglés y alemán para el exterior: El Arte en la República Popular de Rumania. Era un lujo porque formaba parte de esa gran propaganda que le vendían al mundo. También escribía artículos sobre pintores anteriores. En un momento, lo llamaron. “Tovarich Diaconú –porque no existían más título que el de camarada–: escriba sobre los artistas de ahora, sobre los comunistas”. Y cuando hacían un comentario así, venía la degradación: de director de una revista a empleado del correo.
–Un castigo como lección a los ojos de la sociedad.
–A los ojos de todos, porque después de la degradación venían los “juicios de autocrítica”. Todo era una farsa, todo mentira e hipocresía porque nadie creía en nada, pero obligaban a la gente a hacer ese papel. Había que ser miembro del partido y el que no se afiliaba lo pasaba mal. En esos juicios populares, frente a un tribunal del partido había que hacer un mea culpa: “Le fallé al partido y a los camaradas. Escribí sobre un arte decadente y burgués, etcétera”, porque todo lo que no se tratara de los obreros, era un arte decadente, una naturaleza muerta o un paisaje eran arte decadente. Ejercían una censura brutal y en esos juicios terribles, la persona estaba obligada a humillarse con la mentira para sobrevivir. Si no se hacía correctamente, no era la degradación sino la cárcel, el trabajo forzado, el confinamiento o un hospital psiquiátrico. Quien pasaba por eso, quedaba vencido porque nunca más volvía a ser la misma persona. Hay una película –El gran concierto (2009)–, del director rumano de origen judío Radu Mihaileanu, que narra ese método: la historia de un gran músico, un director de orquesta brillante que es degradado a portero del mismo teatro del cual había sido la estrella.
–Lo peor fue cuando llevaron gente a tu casa. ¿Qué sentís cuando escuchás ideas como la reforma agraria, las expropiaciones o un proyecto de vivienda ociosa en la Argentina actual?
–Yo ya viví todo eso y sé muy bien cómo es esa vida. Siento el alivio de que mis padres ya no están en este mundo porque sufrieron demasiado. Nosotros vivíamos en la que había sido la casa de mis abuelos, un caserón enorme, muy antiguo, lleno de platería y porcelanas, y de una colección de cuadros impresionante. Mi padre tenía unas 100 obras de los mejores pintores rumanos. Un día llegaron dos hombres de la Municipalidad. Aún hoy los recuerdo. Recorrieron la casa, cuarto por cuarto. Estábamos mi madre y yo. “¡Quiénes viven aquí? –nos preguntaron–. “Mi esposo, mi hija y yo” –les respondió mi mamá–. “Esto es demasiado grande para tres personas”, dijeron y unos días más tarde, nos ocuparon dos habitaciones. Trajeron una pareja y la instalaron en mi casa. Tuve que cederles mi cuarto y mudarme a otro porque el mío se lo asignaron a ellos. Al tiempo trajeron a una anciana, exbailarina del Bolshoi. Después, un cuarentón que trabajaba en una oficina, pero su vocación era el canto y ensayaba en horas inadecuadas. Políticamente no sabíamos nada de él. Toda esa gente viviendo en nuestra casa (por el déficit habitacional), compartiendo baño y cocina. Además, nos espiaban. Mis padres me explicaron que había que tener cuidado, hablar en voz baja y para los temas importantes, salir a la calle. El Comunismo, al nacionalizar todo, terminó con la propiedad privada ¡pequeño detalle! entonces nuestra casa pasó a ser propiedad del Estado y por tal concepto debíamos pagarle a la Municipalidad. ¡Pagar un alquiler por el uso de la casa que era nuestra! Un mecanismo diabólico por el que se quedaban con todo. “Casa tomada” fue el primer cuento que leí en castellano. Era eso, una profunda identificación con el relato de Cortázar.
–Mencionaste a los espías, una red esencial del control en los totalitarismos.
–¡Un espanto! Todo era una gran mentira. Vivíamos en una absoluta paranoia, con miedo de todo el mundo, no se podía hablar ni criticar sin ser acusado de “enemigo del pueblo”. En Rumania regía la Securitate, un organismo del Ministerio del Interior que manipulaba a la gente con un ejército de informantes rastreando a quienes debían ser sometidos a los juicios de autocrítica. En la época de Ceaușescu llegaron a tener 400 mil personas para esas cacerías.
"“La Casta” nos imponía vivir en el Comunismo, pero ellos vivían a lo grande, como reyes a champagne y caviar"
–¿Cuándo tomaron la determinación de irse?
–Hacía tiempo que vivíamos con gente en nuestra casa y la situación era insostenible, pero la decisión llegó cuando mi padre fue “llamado”, advertido por el partido. Mi madre [Varinka Băcan], que era licenciada en filosofía y se dedicaba a la estética y encuadernación de arte con técnicas medievales francesas, un oficio sofisticado por el cual era convocada para confeccionar regalos oficiales (cuando en Rumania era una monarquía preparaba ejemplares que eran como joyas para el Rey Carol II y después encargos para Stalin y los jerarcas comunistas), tenía ganas de irse porque su hermana, mi tía Irina, ya vivía en la Argentina. Se había ido con su esposo en el ‘47 cuando sintieron que se venía algo pesado con la llegada de los rusos. Irina era una mujer bellísima, culta, políglota y profesora de latín y griego, muy vinculada a los círculos diplomáticos. En aquel entonces ya no se podía salir más que a los países detrás de la Cortina de Hierro: los países del Este, China y más tarde la Cuba de Fidel. Uno no podía irse de allí. Pero finalmente, gracias a los contactos de Irina que hizo una gestión con el gobierno de Frondizi a través de su embajador en Bucarest, después de varios meses de solicitudes y burocracia, logramos nuestro permiso de salida en 1959. “¡Nos vamos!”, me dijo mi madre un día al llegar de la escuela y el mundo se me vino abajo.
–Era difícil permanecer en esas circunstancias, pero también era difícil salir.
–¡Muy difícil! No nos daban pasaporte, no existía. Solo un simple papel que decía “permiso de viaje”, pero luego de cumplir unas condiciones espantosas: renunciar a la nacionalidad rumana, convertirse en apátrida y pagar una sideral suma de dinero en compensación por la educación recibida, la salud, etcétera. Así y todo, uno no podía llevarse nada de valor ni nada escrito. A mí me hicieron estudiar de memoria los números de teléfono de contactos en Buenos Aires y en París. Y en la aduana me arrancaron la única posesión que llevaba: un anillito que era, a mi edad, apenas un hilo de oro con una florcita y hasta un budín que nos llevaron los amigos a la estación para un viaje de más de dos días, lo trituraron en busca de algo escondido. Te despojaban de absolutamente todo. Y así nos fuimos: un solo baúl y lo que allí entraba para la vida de los tres.
–En tu libro te referís a la dirigencia como “la Cúpula” o “la Casta” de los jerarcas que vivían con servidumbre, privilegios, lujos, poder y ostentación tras unas consignas falsas por las cuales imponían una vida comunitaria llena de privaciones, miseria y falta de libertades. ¿Cómo te resuena hoy esa palabra tan en boga en el debate público frente a casos obscenos de corrupción e impunidad?
– “La Casta” nos imponía vivir en el Comunismo, pero ellos vivían a lo grande, como reyes a champagne y caviar. Era impresionante el nivel de vida que llevaban los jerarcas. ¡Lo que encontraron cuando asesinaron a los Ceaușescu en ese monstruo que se hicieron edificar! Ellos no comían con cubiertos de plata, ¡comían con cubiertos de oro mientras el pueblo se moría de hambre! Oro puro como solo vi en Versalles. Y hago conexiones todo el tiempo porque quedé marcada por esa historia. Ahora siento que cada día nos encaminamos más a eso, a ser como Venezuela porque la clase media, que era la base de este país, está desapareciendo, lentamente, cada vez más empobrecida y limitada. Me recuerda a eso por el populismo demagógico que lo corrompe todo. Veo Venezuela porque lo viví: primero la escasez, después el desabastecimiento y al final, la falta de absolutamente todo. En los inviernos de Bucarest con –15ºC y la casa tomada, no podíamos calefaccionar. Vivíamos en un solo cuarto. Íbamos a comprar comida y no había ni harina en un país agrícola. Poco a poco, todo fue destruido. La carne o el pollo solo se conseguían de contrabando con unos tipos que trabajaban en los frigoríficos y robaban para vender en el mercado negro. Todo mediante coimas y corrupción porque el sistema lo favorecía, llegando a una miseria tal que a la gente la coimeaban con un atado de cigarrillos. Aquí todavía circula plata, por ahora.
–En el otro extremo sufriste la dictadura en los años 70.
–En la Argentina hubo muy poca democracia. He vivido y sufrido todo en este mundo: el Comunismo y los militares, gente que ni siquiera leía, me censuraron mi novela Buenas noches, profesor en el ‘79. La democracia ha sido débil: llegamos con Frondizi; tuvimos democracia con Illia que lo caricaturizaban como una tortuga. ¡Pobre, un médico honesto que murió sin un peso y debió haber sido de lo mejor que tuvimos! Alfonsín, que lo festejamos tanto hace cuarenta años. Vivo en la Argentina desde el ‘59 y nunca vi el país tan mal como ahora. Nunca una situación tan terrible, nunca esta decadencia ni la gente tan deteriorada. El domingo de las elecciones me agarró una desesperación muy grande. El lunes me levanté decidida a irme de viaje, como estoy habituada. Me preparé una valija y me dije: ¡me voy a Ezeiza, me quiero ir! Prendí la televisión y vi que había más de 15 mil varados en el aeropuerto por una huelga que les impedía viajar y me puse a llorar.
–¿Cómo fue tu vuelta a Bucarest, a tu casa tomada 20 años más tarde, en 1979, el peor momento de Ceaușescu?
–Volví y encontré que vivían unos gitanos. No lo pude resistir. Solo cinco días y me fui enferma. En el ‘59, antes de irnos, mi padre ofreció vender su colección de pinturas y esculturas al Museo Nacional. Como no le daban nada, prefirió regalar los cuadros así que venía cualquiera y se llevaba lo que quería. Fue muy triste. No pudimos traernos nada de nuestra casa. Y eso no era un paseo, uno se iba para siempre.
–Dedicaste esta historia “a todos los desterrados”. ¿Qué reflexión te merecen las migraciones de los dramas contemporáneos? La guerra de Ucrania, el conflicto de Medio Oriente, los balseros africanos y cubanos, los migrantes venezolanos.
–Tengo unos cuantos años. Mi vida ya la viví y la termino aquí con un escepticismo total porque el ser humano ha perdido sus valores. Tengo amigos marxistas, ¡gente de izquierda que todavía cree en el marxismo! Que en la teoría suena fantástico, pero en la práctica es imposible. Ellos conocen el Comunismo por los libros de Marx, yo lo viví. Ellos lo leyeron, yo lo sufrí. Hoy me preocupa la posibilidad de una Tercera Guerra. Veo una escalada de situaciones similares a las que precedieron a la Segunda, o sea que, si no se produce una revolución espiritual del ser humano, estamos perdidos, nada funcionará. Claro que hay sistemas que funcionan mejor que otros, pero si tengo que optar, sé muy bien con qué me quedo porque antes que nada me gusta la libertad, me siento un ser interiormente libre. ¿Y qué es la libertad? Es el mayor permiso posible para hacer y decir lo que uno desea sin dañar al otro. Sé muy bien cómo es aquello a lo que muchos aspiran, por eso soy escéptica, porque es un déjà-vu. He conocido un mundo en el que ni se podía pensar libremente porque traía consecuencias. Mis padres tomaron una decisión a tiempo y estoy agradecida porque me abrieron la cabeza, me abrieron al mundo, pude viajar a donde quise, pude seguir mi vocación y escribir mis libros sin autocensura. Irónicamente, y con toda la libertad que concibo dentro de mí, es ahora, en este momento crucial y a esta altura de mi vida, cuando más temor siento de perder la libertad.
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