Algunos antagonistas de los exitosos films han sido cuestionados por gobiernos y minorías geopolíticas
“Esto pertenece a un museo”. La frase, que se reitera a lo largo de la serie, parece ennoblecer a su protagonista, el arqueólogo aventurero Henry “Indiana” Jones Jr, que en la primera secuencia de la primera película puede parecernos no más que un encantador, pero inescrupuloso saqueador de tumbas.
Parte del mundo lo miró con suspicacia desde un principio: ¿a qué museo pertenece “esto” que suele pasar de mano en mano de manera vertiginosa? ¿A una institución peruana especializada en tesoros incaicos? ¿A una egipcia de arte arcaico? ¿O sencillamente quedará, como ha sido costumbre, bajo la custodia británica o estadounidense?
En la flamante Indiana Jones y el dial del destino, quinta y elegíaca película de la serie que empezó 42 años atrás, la única que no ha dirigido Steven Spielberg (pero que no deja de ser un proyecto suyo en conjunto con George Lucas), la mercenaria Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge) alega que ella tan solo se roba piezas que otros han robado a alguien más, que a su vez las ha robado de sus lugares originales. “Se llama capitalismo”, remata, y los guionistas parecen estar respondiéndole con un golpe de autoconciencia a parte de las críticas que la muy exitosa saga recibió a lo largo de su recorrido, empezando por la de que su héroe encarna un espíritu desvergonzadamente colonialista.
Indiana Jones es mucho más que todo eso que se ha dicho de sus películas a lo largo de cuatro décadas: lo vimos robando un ídolo dorado en Centroamérica, enfrentando a los nazis (y a algunos circunstanciales aliados árabes de estos), a la mafia china, a un maléfico culto en la India, luego otra vez a los nazis (con traidores de diversas nacionalidades), a soviéticos con ambiciones místicas y ahora, una vez más, a los nazis, que son, claro, los únicos villanos inequívocos del mundo en cualquier circunstancia histórica.
Sólo que esta vez no a nazis cualesquiera, sino los que se han refugiado en EE.UU. y han trabajado nada menos que para el gobierno norteamericano y su programa espacial. Son, como dice el director James Mangold, “años moralmente más complejos” que los de los films que le preceden.
Se ha dicho, y tal vez sea un caso de sobreinterpretación, que la película original proponía un refugio en valores tradicionales estadounidenses golpeados tras la brutal sucesión de Vietnam, el Watergate, y varias crisis económicas. Esta idea de “proamericanismo” despertó inevitablemente a muchos detractores. En un enardecido artículo publicado en Newarab, la periodista y podcaster Swara Salih escribe que las películas de Indiana perpetúan la “tradición” hollywoodense “de retratar a Oriente como un lugar peligroso, exótico e incivilizado que debe ser domesticado por el salvador blanco”.
En una inolvidable escena del film de 1981, un árabe que trabaja para la inteligencia nazi (interpretado por el actor británico blanco Terry Richards) blande su arma blanca frente a Indiana justo antes de que este liquide la situación con un tiro. “¡Árabe tonto, trayendo una espada a un tiroteo!, está diciendo la película, se indigna Salih, quien también critica que “el aliado egipcio del protagonista, Sallah Mohammed Faisel el-Kahir, está interpretado por el actor blanco galés Jonathan Rhys-Davies” y basado en Gunga Din, personaje “que representa a un hombre indio al servicio de un colonizador británico”.
Lo cierto es que el primer y más delineado enemigo de Indy que aparece en la película es Belloq (Paul Freeman), un francés ¡colaboracionista de Vichy! Para el periodista Adam Nayman, la catástrofe final que desata la apertura del arca de la alianza alude de un modo directo “a la detonación real de bombas atómicas en Japón, cambiando la ubicación, los objetivos y el significado del acto de violencia más apocalíptico del siglo XX hasta que se resignifica con fuerza y humor como el acto de venganza espectacular de un cineasta judío que se ríe por última vez de los nazis y reescribe la historia”.
La perdición
Indiana Jones y el templo de la perdición (1984) transcurre en la India, pero debió ser filmada en Sri Lanka porque las autoridades indias consideraron altamente ofensivos muchos aspectos del guion, empezando por la representación que hace de la cultura local, sus creencias religiosas y sus costumbres culinarias. Después de una divertida secuencia inspirada en los musicales clásicos en la que Indiana Jones escapa de un caricaturesco mafioso chino, va a dar accidentalmente a la aldea de Mayapore, cuyos niños han sido secuestrados y esclavizados por los miembros de un culto ancestral.
Que los villanos sean indios puede considerarse circunstancial en tanto su origen era básicamente sustituible, pero lo que llevó a muchos críticos a considerarla una película racista fue que los adultos del pueblo, sumidos en el terror, parecen haberse limitado a esperar pasivamente la llegada del héroe occidental y blanco como la respuesta a sus plegarias. ¿Un dios? Más enfocado, el temible líder del culto, Mola Ram, describe sus planes: liquidar a los británicos, luego también a los “musulmanes, a los hebreos y a los católicos”.
Para la citada Salih, el insulto a la sociedad india es infinito: “Los miembros de la realeza india en el Palacio Pankot se sientan ceremoniosamente a comer serpientes bebés, cerebros de monos, sopas de globos oculares y escarabajos, y practican sacrificios humanos (…) Incluso si Spielberg pretendía (como se ha dicho) que la escena de la cena fuera una ‘broma’, el público de tez marrón representado en esas escenas aún hoy se siente repelido por esta. El cineasta la considera la peor de sus películas de Indiana Jones, pero nunca se ha disculpado por esta representación”.
Las autoridades de la India prohibieron que Indiana Jones y el templo de la perdición se proyectara en el país, aunque eventualmente llegaría en VHS. El legendario actor indio Amrish Puri, que interpretaba a Mola Ram, le restó importancia a la polémica. “Lo que se cuenta está basado en un antiguo culto que existió realmente en la India, pero fue recreado como una fantasía”, escribió en su autobiografía. Todo lo que ocurre en la película hasta que los protagonistas llegan al palacio es deliberadamente absurdo, con lo cual, argumenta Puri, “¿a quién se le ocurre tomárselo en serio? Sé que somos sensibles a nuestra identidad cultural, pero nos hacemos esto en nuestras propias películas. Es sólo cuando lo hace un extranjero que lo criticamos”.
Con Sean Connery sumándose a la saga en el papel del padre del héroe, Indiana Jones y la última cruzada (1989) fue una aventura radiante y humorística con cuya ligereza Spielberg se propuso compensar un poco la oscuridad tan criticada del film anterior. Hace un cameo durante una quema de libros el propio Hitler, que con un gesto más la podría haber convertido en una de Mel Brooks.
Tanto su director como Lucas habían estado dando vueltas en busca de nuevos temas y villanos que fueran relevantes para el Dr. Jones. Llegaron a tener un guion que arrancaba con un fantasma en un castillo escocés para trasladarse a Mozambique en busca de la fuente de la juventud e incluía pigmeos, nazis, una tribu caníbal y un pirata inspirado en Toshiro Mifune. Quizá quemados por la experiencia de El templo y temiendo que contuviera una descripción demasiado negativa de los nativos africanos, desistieron.
“El regreso de los nazis en La última cruzada –dice Nayman– le dio a Spielberg otra oportunidad de meterse con los malos irredimibles más confiables del cine, aunque la película padece la falta de un villano memorable”. De aquí saltaría al tema de “la ansiedad atómica en El reino de la calavera de cristal (2008), que intentó recontextualizar el heroísmo de su protagonista, transportándolo desde los años 40 hasta la era de Eisenhower, una América dividida entre la prosperidad y la paranoia. La escena en que Indy se protege de una explosión nuclear en una heladera es, sí, ridícula, pero las imágenes son asombrosas”.
Un guion preliminar para esta tardía cuarta aventura, escrito por el gran Frank Darabont, imaginaba ya los años 50, pero también con nazis, los que escaparon y siguieron tratando de llevar adelante sus planes delirantes. Spielberg consideró que tras filmar La lista de Schindler ya no podría parodiar a los alemanes y él y Lucas decantaron por el villano estelar de la Guerra Fría. Cate Blanchett interpreta entonces a una malvada agente soviética, con poderes místicos, asunto que al parecer fascinaba a Stalin como acaso a todos los dictadores megalómanos del siglo XX.
¿Qué pasó entonces? Los miembros del Partido Comunista Ruso acusaron a la nueva película de ser un pedazo de “cruda propaganda antisoviética que distorsiona la historia”. “Derrotamos juntos a Hitler, pero hoy siguen asustando a los niños con el cuco comunista. Esta gente no tiene vergüenza”, dijo Viktor Perov, miembro del Partido en San Petersburgo.
Otro partisano, Andrei Gidos, fue más allá: “Harrison Ford y Cate Blanchett son actores de segunda categoría, sirviendo como perros guardianes de la CIA”. Spielberg respondió: “La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar y la Guerra Fría había comenzado. Estados Unidos no tenía otros enemigos en ese momento”. La película tuvo un estreno en la cantidad record de 800 pantallas rusas.
En la flamante El dial del destino, Indiana empieza vencido: se siente un objeto antiguo y obsoleto. “El desafío era –dice su director James Mangold– cómo avanzar hacia un mundo que ya no es tan blanco y negro como el de los años 30. (…) Nuestra percepción de la política es más gris. ¿Quién es un villano? No es tan simple como en la Segunda Guerra”. Indy encuentra a su nuevo enemigo en un nazi devenido científico de la NASA (basado en el caso real de Wernher von Braun). Insiste Mangold: “El modernismo ha traído realpolitik y una falta de claridad sobre quiénes son los enemigos. Y ha traído una especie de cinismo al mundo sobre la noción de heroísmo”.
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