Crecer hacia el pasado
La primera novela de Jorge Dana, argentino radicado en París, indaga una memoria personal en la que habitan los relatos orales, el cine y el fútbol
1 minuto de lectura'

El padre de Jorge Dana era joyero y en esta novela su hijo, que aprendió de él muchos secretos del oficio, enhebra cuento a cuento (¿o cuenta a cuenta?) sus recuerdos, hasta formar un magnífico collar hecho de fútbol, cine, fotografías de objetos, documentos de identidad y lugares de Buenos Aires y de París. Entre las fotografías, no hay retratos.
Dana vive en París desde 1969. Se fue cuando tenía veintiún años porque quería aprender cine y las películas de la Nouvelle Vague lo habían cautivado. Ésas eran las razones que él podía o sabía dar. Desde hace mucho se convirtió en cineasta, pero nunca abandonó la idea de escribir y publicar. Bicho de luz es su primera novela. El libro comienza con una cita de El embrujo de Shanghai , de Juan Marsé: "Porque entonces yo aún no sabía que, a pesar de crecer y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno crece siempre hacia el pasado, en busca tal vez del primer deslumbramiento". Y Bicho de luz va precisamente hacia el pasado. Por un lado, el narrador lleva una especie de diario parisiense de escritura, por supuesto en primera persona, que comienza con una anotación de agosto de 2008. Esa anotación inicial es, en realidad, la anteúltima cronológicamente, porque las siguientes retroceden en el tiempo hasta llegar a octubre de 2006. La última, en cambio, salta a diciembre de 2010, es el epílogo o el prólogo; en todo caso, el broche del collar, la boca de la serpiente que se muerde la cola. Las entradas del diario se alternan con relatos en tercera persona que incluyen la historia porteña de una familia, la de José, el protagonista, un chico de clase media, hincha fanático de San Lorenzo y espectador voraz de películas, hijo único de una madre católica y de un padre judío, y también las aventuras del mismo personaje convertido en un joven que quiere hacer cine y que parte a fines de la década de 1960 a la conquista de París. Esas historias pueden leerse en forma independiente, sin respetar ningún orden; sin embargo, el orden las enriquece. La continuidad entre las páginas del diario y las de los cuentos es tan perfecta que el lector casi no advierte que éstos, narrados desde el punto de vista de José, están escritos en tercera persona. Esa tercera persona es tan íntima como el "yo".
El montaje de los dos espacios literarios y los artificios han sido tan bien disimulados que no se notan, que uno pasa del diario del autor a las peripecias de José con glotonería y vértigo, porque lo que importa es el "material", lo que se está diciendo. Cómo lo hace quedará para los especialistas, que discutirán si se trata de una verdadera novela, de una colección de cuentos, de las memorias de un expatriado o de un documento. No hay a la vista el menor dejo de pretensión ni de pedantería teórica que enturbie el placer de la lectura. El lector al que se dirige Dana se verá llevado por la "trama", por el "argumento", así como les sucedía a los pequeños amigos de José que lo escuchaban ansiosos relatar semana a semana los films que había visto en el cine del barrio. El lenguaje coloquial, utilizado con un oído certero por Dana, facilita mucho las cosas.
Desde chico, José está tan interesado en el fútbol como en las palabras hasta tal punto que se inventa un idioma secreto, naturalmente con fines mágicos: esa lengua le sirve por ejemplo para invocar el buen tiempo, los sábados de sol en los que va a jugar un partido con sus compañeros ("Afititanin fititis"). Son palabras hechiceras como "Asa Nisi Masa" las que le abren el mundo de la memoria y de los sueños a Guido, el protagonista de Ocho y medio , de Federico Fellini. El libro abunda en guiños de época, en expresiones como "papando moscas", "emperifollarse", "sopapo" y "chirlo" que, de un salto, nos ofrecen como un regalo la memoria colectiva.
Es curioso que Dana no haya publicado antes una novela. El narrador se hace esa misma pregunta: "¿Por qué tanto rodeo antes de escribir si de chico no paraba de relatar?". José relataba oralmente todo lo que se le pasaba por la cabeza, todo lo que había visto en la calle, en el cine y lo que había escuchado en la radio. Ninguno de sus amigos contaba películas tan bien como él porque lo hacía casi en trance. Ya de adulto, siempre lo apasionó el papel que cumplían los relatores en el cine mudo. En Japón, el público no iba a ver meramente una película muda, sino una película muda pero contada por cierto relator (los llamaban Benshi ) que era una estrella tan importante como las que aparecían silenciosas en la pantalla. En Brasil, Jorge se encuentra con la hija de uno de esos Benshi . Ella seguía contando films mudos para perpetuar la tradición y le da un consejo que quizá sea también uno de los puntos de partida de este libro conmovedor: "Si tiene historias, cuéntelas como sea. Si no, un buen día se rebelan y se vuelven en su contra". Giuseppe Tomasi di Lampedusa decía que debería existir una ley que obligara a todos los ciudadanos a contar sus memorias, por más desprovistas de interés que pudieran parecer. Casi por los mismos años, Henri Langlois, el creador de la Cinemateca Francesa afirmaba que debían conservarse todas las películas, las buenas y las malas, porque los gustos cambian, y lo que es malo hoy mañana puede ser considerado excelente. Langlois es el que le ofrece el primer trabajo en París, como acomodador, a José. Con él, varios años más tarde, José montará una película sobre Lumière. Langlois le descubrirá cómo Lumière "creaba" sus documentales, cómo elegía los ángulos de las tomas y ocultaba las "costuras" con elegancia suprema.
Uno de los aspectos más ricos y emocionantes de Bicho de luz es precisamente el de la transmisión de los conocimientos y de las pequeñas historias mezcladas con la gran historia que nos afecta a todos: el pase del testigo. El padre de José le enseñó a su hijo, que jamás se dedicaría a ese oficio, los conocimientos y las palabras elementales en la jerga de un joyero: "destello" o "centelleo", "brillo", "fuego", "nube". También le legó sus herramientas: balanza, lupa, pinza y calibrador. Le reveló el alma de los brillantes, de las piedras preciosas de nombres exóticos, y hasta supo darse cuenta de que a su hijo "los brillantes no se le daban"; en cambio, las perlas no tenían secretos para él, se le entregaban. Esa perspicacia paterna sólo podía ser el fruto del amor y de la generosidad, pero también de la necesidad de todo ser humano de que la vida, es decir la historia, continúe más allá de uno mismo.
La abuela de José tenía su casa en Rosario. Había nacido en Damasco, donde vivió hasta los quince años. A esa edad emigró. Cuando el nieto porteño la visitaba, le resultaba natural verla fumar en narguile mientras le narraba cuentos árabes. Mucho después, él descubrió que esas historias estaban tomadas de Las mil y una noches . Ella no las había leído: le habían llegado por tradición oral, se las había escuchado a los narradores ambulantes de Damasco. Y tal como las había aprendido se las contaba al padre de José y después a José. El nieto, en su primer libro, reconoce: "Soy tal vez relator por tradición familiar. José se fue a París para aprender cine. Quizá se fue, como él mismo insinúa, porque en cierto momento de la vida uno debe irse. Se fue con pasaje de ida. Sin embargo, esos pasajes de ida, tienen la vuelta clavada con clavos secretos e invisibles, aunque jamás se regrese".
Bicho de luz se cierra con la foto de una pelota de otra época, no una pelota de fútbol, sino esas pelotas relativamente chicas que llevaban estampados anillos concéntricos blancos, objeto que debe ser una rareza para un chico de hoy. Ese círculo sombreado podría ser también la imagen de un planeta o de una luna misteriosa cuyos surcos blancos habría que descifrar como se descifra una historia. Es el mundo de José en el que se conjugan el fútbol y la imagen. Conviene que el autor de esta nota resista la tentación y no se convierta, como José-Jorge, en un relator que cuente todo el libro.
<b> Bicho de luz </b>




