Decime con qué sos paciente y te diré dónde está tu amor
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Hay textos que te llevan a alguna parte, pero no te dicen adonde. Son viajes, más que palabras; o las palabras son, en muchos sentidos, un viaje. Este es uno de esos textos. Ahí vamos.
De un modo u otro, siempre que vienen amigos a comer a casa, termina saliendo el viejo dilema (eso no fue en serio; lo de dilema, digo) de si existe la mano verde o no. En mi modesta opinión, no hay nada mágico en tener una buena relación con las plantas. Más bien es una matriz donde se combinan años de experiencia, un número vergonzante de errores (cometí el primero a los 8 años) y cierta cantidad de conocimiento, que adquirimos de los libros y también de otros que saben más que nosotros, y son generosos. Con todo, y aunque mi teoría me parecía sólida (no es que vaya a presentar un paper en Nature, tranquilos), sentía que le faltaba algo.
El sábado a la noche, charlando en casa con amigos, alguien que me conoce bien encontró, tal vez, la pieza faltante. A su juicio, la clave de mi mano verde está en la paciencia que le pongo a mi relación con la naturaleza. Pensé en la cantidad de veces que oí la frase “Esto no está funcionando”, a la que respondí con mi credo incansable: “Dale tiempo”. Y al final, ese esqueje que parecía haber fracasado, de pronto, dos meses después, brotó inocente y auspicioso.
Ser paciente es eso. Dar lo más lo más valioso que tenemos, esta ilusión del tiempo lineal, la moneda última que tratamos de ganar con piruetas a veces tragicómicas y que en los hechos es más inapelable que el oro. Más inapelable porque no sabemos de cuánto disponemos. Hasta que se nos termina. Ser paciente es negociar con la eternidad, y tal vez tomar contacto con ella en una dimensión que está aparte del curso natural de los hechos. ¿Acaso discurre igual el tiempo mientras estamos siendo pacientes? Es un misterio.
A propósito, no empleo aquí la palabra paciencia como la capacidad de soportar contratiempos, sino como el saber esperar.
Es cierto, soy paciente con las semillas, los meristemas, las raíces invisibles, las hormigas y los tropiezos, que son de rigor. Pero resulta que cualquiera que me conozca en otros ámbitos sabe que soy malísimo esperando; no me sale, no es lo mío. Así que lancé la pregunta. ¿No será que nadie es paciente o impaciente de forma completa y homogénea, sino que somos pacientes con ciertas cosas, y que ahí donde está nuestra paciencia está nuestro amor?
Se hizo un largo silencio. Supongo que cada uno se puso a evaluar en qué o con quiénes es paciente. Es decir, dónde habita de verdad su amor. Y viceversa, mi tradicional y bien conocida mecha corta para ciertas cosas (los sofismas, los prejuicios, las simplificaciones tendenciosas y la prepotencia de cualquier pelaje) no es sino un síntoma de aversiones, que, como el amor, vienen de lejos. Y tal vez aquellas sean las sombras de este. De ser así, no somos dueños ni de lo uno ni de lo otro.
Por supuesto, sabemos que el amor no se elige. Ni se busca. (Dejen de buscar el amor. Es la más huidiza de las criaturas.) Tampoco hemos elegido esas cosas que nos impacientan. Puedo trabajar una página durante seis o siete horas, pero no me pidan que soporte más de cuatro segundos los recovecos de la burocracia. Una vez casi me expulsan del aeropuerto JKF, al llegar a Nueva York, porque mi formulario de inmigraciones era un auténtico galimatías. Agradezco, muchos años después, la intervención poco diplomática, pero pragmática de la oficial que me sacó de la fila arrastrándome del brazo, me llevó aparte, me amonestó con un “¡Ariel, has hecho todo mal!” y llenó ella misma la hermética página, refunfuñando, esta vez en su propia lengua.
¿Dónde, cuándo y con qué sos paciente? No sufrido. Eso es otra cosa. Sacrificado, no. Resignado, no. Digo paciente. ¿Con qué cosas, con qué personas, en qué trabajos sos generoso con el tiempo inasible y sabés esperar? Horas, días, semanas. Años. Esperar. Negociar con la eternidad. Ahí está tu amor.
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