El bandoneonista y su célebre maestra
En los próximos días aparece Piazzolla. El mal entendido (Edhasa), libro que echa nueva luz sobre la vida y la obra del músico. Aquí, un fragmento donde los autores relatan el encuentro del compositor con Nadia Boulanger
Un artículo publicado por Monde Musical en los años treinta y escrito por María Modrakowska describía el departamento de Boulanger sumido en una "penetrante atmósfera de luto". Desde las paredes, los pianos, el órgano portátil y la imagen de Lili [hermana de Nadia] interpelaban a los visitantes. Cada retrato, busto o fotografía estaba acompañado por un ramo de flores frescas. "Es como un mausoleo, se habla en voz baja y se camina en puntas de pie." Con el paso de los años, apenas se agregaron otras fotos, las que vio Piazzolla colgadas en las paredes: Stravinski, André Gide, Paul Valéry. La hoja de ruta que lo condujo hasta la rue Ballu 36 pareció estar hecha de una suma de casualidades. Su contacto en Francia era demasiado difuso. Simon Collier y María Susana Azzi aseguran que "Alberto Ginastera le dio a Astor una recomendación para contactarse con alguien", pero no dicen con quién. El propio bandoneonista le admitió a Gorín: "Casi tomo clases con Olivier Messiaen". Su hija Diana parece confirmar la aleatoriedad de la elección posterior al sostener que, recién arribado, Piazzolla "se entera" de que Boulanger está dando clases. Speratti resalta el hecho de que la maestra vive muy cerca de donde se aloja. La figura de Boulanger, más allá de las circunstancias, que parecen azarosas, no le debió ser extraña: era la amiga de Stravinski y la maestra de Copland, el mismo que le habló aquella noche, después de escucharle en el Tango Bar una versión de "Se armó". "Lo felicito. Su tango es música", dice Piazzolla que le dijo. [...]
Cuando Piazzolla y Boulanger se vieron cara a cara, él tenía treinta y tres años y ella sesenta y siete. Se comunicaron en inglés. Para ser aceptado como alumno, le tuvo que mostrar lo que había hecho en Buenos Aires. Según Diana, le presentó su Sinfonietta . Collier y Azzi apuestan por los Tres movimientos sinfónicos Buenos Aires . Los biógrafos coinciden en que Boulanger, al revisar los manuscritos, sintió la falta de "algo" que Piazzolla, al recordar la historia, denominó "sentimiento". La maestra siempre pareció saber de qué se trataba y un día, como al pasar, le preguntó qué música hacía en la Argentina. Él, con vergüenza, "porque para ella era el bocho, el intelectual sudamericano", dijo "tango". Y ella, una señora de Montmartre, lejos de sonrojarse, le dijo entusiasmada: "Qué lindo". Boulanger quiso saber más, qué instrumento tocaba, lo que obligó al "intelectual sudamericano" a "confiarle" finalmente el secreto que guardaba en el ropero. "Bandoneón", confesó. Y la maestra le pidió entonces que le tocara uno de sus tangos en el piano. Piazzolla arremetió con "Triunfal". Al describir la situación, Collier la ve tan embelesada, al borde del éxtasis, que al finalizar "el octavo compás" (¿los habrá contado?) hace que la maestra le tome las manos a Piazzolla para darle el mejor de los consejos. "No abandone jamás esto. Ésta es su música. Aquí está Piazzolla", asegura por otra parte que le dijo su hija Diana. "Ésa fue la gran revelación de mi vida musical", le admitióPiazzolla a Gorín.
Todos resaltan el carácter epifánico de aquel encuentro, cuyos diálogos, por otra parte, resultan tan parecidos a los que el Gershwin personificado por Alda mantiene con su maestro, en el film sobre su vida. La escena de Piazzolla con Boulanger, en todo caso, podría ser contada de maneras diferentes y ninguna desmerecería a sus protagonistas. Piazzolla -podría suponerse- le muestra sus Tres movimientos sinfónicos , al fin de cuentas la obra con la que había ganado un premio. Boulanger la revisa con su acostumbrada agudeza. Detecta rápidamente un flojo dominio de las grandes formas y del manejo de los planos en la orquesta. Sus fuentes son anticuadas y están utilizadas con más intuición que dominio técnico. Boulanger se convence de que su alumno argentino, aun sumergiéndose en las profundidades de la escolástica, no tendría futuro en un mundo tan para pocos como el de la música "seria".
La situación podría verse a su vez desde una perspectiva más pragmática: Piazzolla le presenta la misma obra. Ella, europea y conservadora, prejuzga al argentino, lo predestina al exotismo y lo exhorta a dedicarse al tango sin más miramientos.
Pero existe otra posibilidad. La profesora casi septuagenaria, que había valorado ciertas experiencias de Chávez y, posiblemente, de Villa-Lobos (acaso escuchó su Choros 10 , de 1926, donde el brasileño canibalizaba Las bodas de Stravinski y la convertía en otra cosa), después de mirar la partitura y observar la línea de bandoneones no tiene dudas acerca de dónde ubicarlo. Piazzolla -cree- necesita el mismo apoyo que en su momento ella le dio a Russell Bennett. Debe, ante todo, estudiar y aprender el manejo de las técnicas imitativas. Eso es lo primero -y lo único- que harán. Piazzolla, al que, según le contó a Gorín, durante sus clases con Ginastera no le salía una fuga "ni haciendo fuerza como una mula", será sometido a una incesante batería de ejercicios. "Estuve algo menos de un año con Nadia, estudiando mucho, especialmente contrapunto a cuatro partes, cosa que me volvía loco. Creo que alguna vez lloré de bronca porque era muy difícil." [...]
En la escena Boulanger hay una fantasía recurrente entre los músicos de tradición popular, que a la vez rechazan y envidian las maneras del músico académico. Mientras se le confiere un prestigio casi mágico al "saber música" -lo que para muchos músicos populares y, también, para sus oyentes, remite únicamente a dominar la lectoescritura musical europea- se anatemiza con frecuencia a los músicos clásicos como "sin alma", "fríos" o "mecánicos". El relato de Piazzolla es, en ese plano, de la misma matriz cinematográfica que el que muestra a Gershwin diciendo, en el film citado, "quiero estudiar más, pero cuando se lo pido a Ravel, se ríe". Lo que se plasma en la manera en que Piazzolla contará su experiencia con Boulanger es la ilusión de que un gran músico de la Academia reconozca en el músico popular, en lugar de una falta de saber, una clase distinta de saber, ya cerrada y en la que no será necesario ningún aprendizaje. Pero, además de fundar una cierta legitimidad en el relato de ese diálogo, Piazzolla hace algo más importante: lo escucha. Y aunque primero dará un rodeo, a partir de la formación del Octeto tendrá en cuenta, aun a su pesar, el mejor de los consejos de Boulanger: llegar a ese supuesto punto de intersección entre las tradiciones "altas" y las "bajas" yendo desde las que conocía mejor, desde las que había intentado abandonar, desde las populares y, precisamente, desde la más "baja" de todas: desde el tango.
Es cierto que muchos años más tarde, siendo ya un músico popular de prestigio, el bandoneonista no perdió la oportunidad de reincidir en la escritura de sinfonías y obras de cámara. Los encargos de figuras de primer nivel, como el cellista Yo-Yo Ma, le permitirían, sobre el final de su carrera, tomarse una especie de revancha contra los que lo habían despreciado en la Buenos Aires de los sesenta. Aquel invierno europeo de 1955, sin embargo, no ofrecía garantías de posteridad ni nadie podía augurarle esa reivindicación. Piazzolla debió conformarse con los consejos de una maestra que, en cierta medida, trató de desenmascararlo cuando le preguntó quién era realmente. Claro que, según Diana Piazzolla, las palabras de Boulanger tuvieron un tono casi místico. "Siga adelante. Haga lo que hicieron Ravel, Bartók, Stravinski. ¿No son ellos, no es su música esencialmente popular? Escuche a Chávez y Villa-Lobos, a Manuel de Falla. Ellos transformaron la música de su pueblo en algo hermoso, y para eso es necesario tener algo que usted ya tiene: la gracia de Dios." Lo cierto es que, después de esa sentencia, Piazzolla ya no fue el mismo. "Estalló todo lo que estaba dentro de mí. Ya no había dudas." Ella, le dice a Speratti, "le hizo ver" que, "en el fondo", era un tanguero. Y que si bien "lo demás" -su pertenencia a aquella ansiada cofradía de consagrados- era "importante", no era lo suyo. El que anhelaba vestir ese ropaje "era otro yo cerebral, falso". Y en la búsqueda de su verdad se encerró a componer con el bandoneón. [...]
"¿Y ahora quién soy? ¿El que fui?", pudo haber pensado igualmente Piazzolla en aquellas horas de confusión parisina. Él mismo le contó a Speratti que estaba "desmoralizado, titubeante, se abandonaba a la ciudad, recorría sus calles buscando". Es posible imaginar su incertidumbre. En ninguna orilla del Sena tenía cabida salvo como músico exótico, con una orquesta de cuerdas y un arpa esparciendo en sus arpegios un mayor perfume internacional. ¿Había traído de Buenos Aires el bandoneón como un polizonte o ese instrumento bastardo siempre fue su salvoconducto para volver? Era cierto: el "futuro", lo que vendría, triunfal, sólo era accesible hundiendo los pies en el barro. Pero esa constatación nunca hubiera sido completa sin antes haber escuchado lo que sonaba en esos sótanos de Saint-Germain-des-Prés donde el jazz le revelaría otro arcano.
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