
Escenas del fin de un mundo
El chiste no es bueno, pero siempre lo repito: pese a que los rigores de la vida rural están ahí nomás, a la vuelta de la esquina de la generación que me precedió, soy tan urbana, tan irremediablemente hija de la vida en la ciudad, la niñez en departamento, las tardes de TV y tres macetas en el balcón, que bien podría decirse que, más que sangre, solo tengo asfalto –y smog– en las venas. Podría agregar, incluso: dudo seriamente de mi capacidad para sobrevivir en cualquier entorno que no esté cuidadosa, metódica, escrupulosamente urbanizado.
Quizás por esto mismo, y por la maravilla que irradia lo diferente, es que siempre recuerdo un pequeño ensayo donde John Berger reivindicaba, no solo haber dejado su Londres natal para instalarse en los Alpes franceses, sino también la inmersión en el ambiente rural que había supuesto esa mudanza.
Para Berger, escribir no se contradecía con trabajar la tierra, alimentar a los animales de corral, seguir con puntillosa atención los ciclos de la naturaleza. De hecho, necesitaba hacer ese trabajo, sentir el sudor y el límite de lo físico, conectarse sin mediaciones con el costado material del mundo. Su escritura y su pensamiento se nutrían de cada mañana de azada, tierra y rocío. No por nada dedicó la trilogía De sus fatigas al ocaso de la vida campesina en Europa. Y un poco sospecho que en la vida que eligió vivir está el origen de la contundencia limpia, directa y genuina que irradia su obra.
Pensé en Berger hace unos días mientras miraba la película española Alcarràs, ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín el año pasado, y recientemente subida a la plataforma Mubi.
Dirigida por Carla Simón, Alcarràs también pone el acento en la agonía del mundo rural, y lo hace con una cercanía deslumbrante. La película nos sumerge en el verano catalán, en la vida de una familia que lleva adelante una plantación de duraznos, y en la mirada –sobre todo, esos ojos– de los niños y adolescentes que viven allí.
El legado del neorrealismo italiano, movimiento que revolucionó el cine a fines de la Segunda Guerra, se siente en la película: por la presencia de actores no profesionales, por la decisión de aproximarse al áspero universo de lo real, por la cámara atenta, la disposición bondadosa.
La anécdota que cuenta Alcarràs es la del final de un mundo, detonado por el más bienpensante de los proyectos: un campo de placas solares. El problema es que las placas se instalarán en los terrenos en torno a los cuales Quimet y su familia construyeron toda una vida.
Como suele ocurrir, los vientos de la historia soplan sin importarles a quién derriban.
La familia productora de duraznos se encuentra en plena cosecha e intenta dirimir qué hacer mientras carga escaleras, porta canastos y alivia el peso de los árboles cargados de fruta; los niños corren alrededor; el verde los acuna, los lazos filiales se crispan, se aflojan, vuelven a tensarse, nunca se quiebran.
La película cuenta el viejo drama de los David que desde el principio saben que no vencerán a Goliat. Podría ser tragedia, pero no: la directora optó –y creo que con buen tino– por tejer una textura bastante más suave.
Quimet arremete sin esperanzas, como un toro acorralado (“¡No soy un mozo, soy un cultivador!”, grita cuando alguien le sugiere aceptar lo que se viene, tirar la toalla). Rogelio, su padre, lleva el dolor en la piel. Las tierras que ahora le van a quitar le habían sido concedidas de palabra, en un tiempo en que nadie suponía que hubiera nada más sagrado que la buena voluntad entre partes.
Al ver Alcarrás, siento nostalgia de lo que nunca tuve: tardes de verano, de tierra y de fruta comida a la sombra de un árbol. Quiero abrazar a Quimet, a Rogelio; celebrar la entereza que los mantiene juntos, confiar en ese temple que los hace fuertes incluso cuando todo se derrumba.
1
2Con una obra submarina, Leandro Erlich propone nuevas formas de convivencia
- 3
La escritora venezolana Esther Pineda G acusa al historiador francés Ivan Jablonka de “apropiación y extractivismo intelectual”
4“Hidalgo Digital”: el Instituto Cervantes presenta una exposición donde el “Quijote” se reescribe con IA




