Falleció el escritor Anderson Imbert
La vasta obra de Enrique Anderson Imbert -fallecido ayer en esta ciudad, a los 90 años- se expandió por dos vertientes: la ficción y la erudición. Sus importantes contribuciones a la historia, la crítica y la teoría literarias constan en numerosos volúmenes, en cuantiosos artículos no recogidos aún en forma de libro, en brillantes conferencias y en cursos dictados en las principales universidades de la Argentina y los Estados Unidos.
Paralelamente a esta actividad, sus novelas, y sobre todo sus cuentos, lo señalaron como un original narrador. En ellos el autor exhibe una inventiva opulenta aunque nunca desbordada, variadísima en sus temas y en su estructura, construidos como mecanismos exactos, casi matemáticos, y favorecidos por el estilo sobrio y preciso de quien, por temperamento y por formación, asignó a la racionalidad un papel fundamental para acceder al conocimiento.
Anderson Imbert tuvo la fortuna de iniciar su carrera universitaria -como alumno y como profesor- en una época de grandes maestros. En La Plata participó del movimiento estudiantil reformista e integró el grupo intelectual encabezado por el filósofo Alejandro Korn y el humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, de imborrable memoria en sus discípulos. Entre sus contemporáneos descollaba una pléyade de eminentes críticos: María Rosa y Raimundo Lida, Amado Alonso, Angel Rosenblat y otros que el primer peronismo dispersó.
En La Plata, a los 16 años, publicó en diarios locales sus primeros cuentos y ensayos. Ya entonces, ficción y erudición marcaron una trayectoria que iría enriqueciéndose con el tiempo. En 1928, establecido en Buenos Aires, empezó a publicar en la revista Nosotros y en la entonces revista literaria de La Nación , diario en el que escribió durante varias décadas. Era su colaborador más antiguo. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras y durante años dirigió la página literaria del diario La Vanguardia.
En 1934 su novela "Vigilia" obtuvo un premio municipal y, tres años después, los ensayos de "La flecha en el aire" refirmaron la doble vertiente de su labor intelectual. Fue profesor en la Universidad de Cuyo y luego, durante un lustro, en la de Tucumán. Una beca de la Fundación Guggenheim le permitió seguir cursos en la Universidad de Columbia, Nueva York, y entre 1947 y 1965 se desempeñó como profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Michigan, Ann Arbor.
Fruto de sus lecciones e investigaciones fue su notable "Historia de la literatura hispanoamericana", varias veces reeditada con ajustes y adiciones enriquecedoras. La obra fue guía de profesores y estudiantes de varios países. En 1965 la Universidad de Harvard creó para él la cátedra de literatura hispanoamericana, que ocupó hasta su jubilación, en 1980.
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Seguidor del método estilístico, entonces en boga, aplicado al estudio de los textos literarios, buscó en ellos, con segura percepción estética y penetrante inteligencia, los rasgos intransferibles de un autor, una obra o un período. "Tres novelas de Payró con pícaros en tres miras", "La originalidad de Rubén Darío" y "El arte de la prosa en Juan Montalvo" son algunos ejemplos de lo que él llamó "crítica interna", atenta al tema, a la estructura y al estilo.
Entre sus libros teóricos, "¿Qué es la prosa?", "El realismo mágico", "Los primeros cuentos del mundo", "La crítica literaria y sus métodos" y "Teoría y técnica del cuento", se destacan por la intención esclarecedora, el amplio saber y el modo transparente y terso de exponer. En sus trabajos rehuyó los puntos de vista extraliterarios -ideológicos y sociológicos en particular- que se tornaron corrientes y desorientadores en las últimas décadas.
Al mismo tiempo que los frutos de su labor crítica y docente, fueron apareciendo sus libros de ficción: "El mentir de las estrellas", "Las pruebas del caos", "El grimorio", "El gato de Cheshire", "La locura juega al ajedrez", "La botella de Klein" y "El tamaño de las brujas", en los cuales la forma de cuento despliega todas sus posibilidades, desde el realismo hasta el relato maravilloso, pasando por el lúdico, el misterioso y el fantástico, según una clasificación por él enunciada.
Anderson Imbert se había radicado en los Estados Unidos por su profesión universitaria. Allí formó su familia. Pero estaba unido a la Argentina (había nacido en Córdoba en 1910) por lazos profundos que lo ataron a Buenos Aires hasta el final. Aquí pasaba largas temporadas, sobre todo luego de jubilarse, y volvía a encontrar el idioma y la modalidad vital con los cuales se había identificado. Con Enrique Anderson Imbert desaparece uno de los últimos humanistas latinoamericanos formados en una escuela crítica rigurosa en la ciencia y generosa en la ética.
Sus restos son velados en Malabia 1662 y serán sepultados hoy, a las 9.30, en el cementerio Jardín de Paz.