La flor menos pensada
Descartado por todos, criado en condiciones adversas y en un lugar inadecuado, mostró que el esfuerzo es más poderoso que las ventajas; solo se necesita una cosa, y solo una
A principios de agosto, hay ensuciarse las manos. Literalmente. Si querés flores de loto como la que publiqué el lunes y que recibió una sonora bienvenida, más o menos cada dos años (esto depende de muchos factores, como el tamaño del estanque) hay que aguardar a que la mítica planta se duerma por completo debido al frío, meter las manos en el barro y desenterrar los rizomas con lentitud y cuidado.
Parte de la profusa simbología del loto está en el hecho de que sus raíces crecen en el lodo inmundo y, sin embargo, su flor se eleva con aura celestial. Ahora, uno dice lodo inmundo, y se entiende. Pero otra cosa es pasarse dos o tres horas revolviendo en el barro con precisión, suavidad y firmeza, para ir separando los quebradizos rizomas del compacto y cohesivo sustrato.
No hay muchos atajos, además. Si bien el loto es un muchacho de lo más robusto, hay dos o tres errores que no conviene cometer. El principal, diría, es apurarse. Así que metés las manos y el olfato en el fango maloliente hasta extraer dos docenas de rizomas sanos y turgentes. Había empezado con un par –que me regaló mi queridísima amiga Paula, con quien siempre estaré en deuda por este obsequio y sobre todo por su saber–, y ahora tenía una superpoblación exorbitante que me permitió donarles a mis amistades estos rizomas que, en otras latitudes, se cultivan para comer. En realidad, casi toda la planta se usa en gastronomía e incluso es posible producir seda con su savia.
Pero no iba a eso. Mis lotos están ahí para que podamos asistir a ese instante preternatural en el que la flor, en lo alto de un tallo, se despliega hermosa e inmensa al inicio del día, y es como si la naturaleza se hubiera propuesto poner toda la belleza junta en un solo lugar; al anochecer, volverá a cerrarse, y desplegará sus pétalos una vez más a la mañana siguiente. En total, durará poco, pero incluso sus frutos, una vez secos, son tan perfectos y singulares que los guardamos y se los ve en centros de mesa y repisas, donde llaman la atención y dan que hablar.
Este invierno fue mi primer cosecha. Me lastimé un dedo, a pesar de que usé guantes, se me infectó (mala idea, con todo ese barro), hice un desparramo de principiante, y al final tuve mis rizomas en un gran cuenco con agua de lluvia, tapados con una lona. Poco a poco, mis amigos vinieron a buscar los suyos y, por mi parte, volví a plantar un par en la maceta original, compré una nueva, planté otros dos, y aun así terminó quedando un rizoma más bien humilde, contrahecho y poco prometedor. Pensé en tirarlo, pero me pareció una herejía. Entonces recordé un tacho de pintura vacío en el que solía cargar tierra para mis plantas. Lo lavé. Y dije: “OK, veamos qué pasa. Este rizoma es el menos aventajado de todos. El tacho de pintura es mucho más chico que el tamaño mínimo que aconsejan los expertos. No tengo la tierra adecuada. Y me quedé sin fertilizante.” Lo miré y solo me faltó decirle: “Hoy te convertís en héroe”. Llené el tacho de pintura con tierra común, planté el rizoma, inundé lentamente con agua y esperé. Semanas.
Mientras en las otras dos macetas los rizomas más aventajados brotaban gloriosos, el del tacho de pintura arrancó perezosamente. Pero para cuando terminó noviembre, ya había desarrollado sus hojas superficiales (con las que los lotos miden la altura del agua) y empezaba a elevar las aéreas. Después, con el calor, se puso a la altura de los otros dos. Y entonces, como una señal, un mensaje y una lección, en la víspera de Navidad, descubrimos que había producido un capullo, que abriría, épico, cinco días después.
Así que este año la primera flor de loto, que siempre constituye un acontecimiento, había nacido de un rizoma de descarte, el que nadie quiso, criado en condiciones adversas, y que, como nos ha ocurrido a muchos en esta vida, solo necesitó que le dieran la oportunidad.