La nostalgia puede ser una voz infantil
Alrededor de 2011 viajé, por cuestiones laborales, a París. Al menos una de las entrevistas que tenía que hacer me generaba gran expectativa así que, un poco a modo de cábala, me compré un grabador digital nuevo. Por aquel entonces mi hijo tenía tres años; ese viaje significaba, también, que por primera vez íbamos a estar lejos el uno del otro, muy lejos, durante varios días.
El primer uso que le di al flamante grabadorcito fue registrar una voz infantil. “Decime algo”, le dije al niño pequeño que, por supuesto, no entendía nada de lo que se estaba jugando en ese momento. “¿Qué?“, respondió. Y ese ”¿qué?" y algunas risitas que siguieron quedaron grabados y permanecieron así, intocables, prioritarios y privilegiados ante los archivos de las entrevistas que se irían acumulando durante el viaje de prensa.
Cada día, al final de la jornada, yo pulsaba el primer archivo, escuchaba el “¿qué?" dicho entre risas y algo me entibiaba el corazón.
Recién ahora, unos cuantos años después, encontré palabras para explicar más exactamente lo que ocurría cada vez que regresaba a esa pequeña grabación.

“La voz me toca”, apunta la escritora Ryoko Sekiguchi (Tokio, 1970) en el exquisito ensayo La voz sombra, publicado por Periférica. También sugiere que la voz “acaricia”. Sekiguchi le otorga cualidad táctil a lo que, se supone, es pura e intangible experiencia vibratoria y sonora. Y, lo más importante, la autora no habla de las voces habituales, las que pueblan –o abarrotan– la vida de todos los días, sino de las voces excepcionales: aquellas que fueron registradas por algún que otro adminículo tecnológico y, al volver a ser escuchadas, ingresan en un singular territorio temporal. Hay una distancia entre el momento en que fueron grabadas y el momento en que se las escucha. Cuando se oprime el botón (o su versión digital) del “Play”, una minúscula porción del pasado irrumpe y quiebra la linealidad temporal. La voz nos habla desde su propio presente; al hacerlo, nos acaricia.
Claro está que en La voz sombra Sekiguchi no piensa en dimensiones temporales tan ínfimas como un viaje de cinco días, ni en las voces de aquellos que nos continuarán, sino en todo lo contrario. El pulso de su ensayo, el hilo que va y viene mientras ella lo entreteje, es el de la ausencia física, definitiva y lejana, de un abuelo, y la presencia, en absoluto etérea, de su voz a través de ciertas grabaciones. Sin embargo, varios de sus hallazgos, el modo delicado en que analiza un fenómeno que es algo más que simplemente sensorial, me llevó directamente a aquello que experimenté hace años y que seguí experimentando cada vez que volví a escuchar –la grabación permanece guardada en mi computadora personal– la voz de mi hijo niño: un viaje en el tiempo, un tesoro, un instante de su primera infancia que, como indica Sekiguchi, las propiedades de lo sonoro transmutan en presente aunque provengan de un tiempo ya pasado.

Aquél cuya voz me acompañó durante cada día de un inolvidable viaje de prensa, por estas semanas anda diciéndole adiós a la escuela Secundaria y preparándose para, en breve, ingresar en la mayoría de edad. Yo sigo leyendo a Sekiguchi que en otro libro, Nagori. La nostalgia por la estación que termina, indaga en algo así como la saudade japonesa: una emoción donde apego, nostalgia y temporalidad se entreveran. “El corazón que experimenta el nagori es generoso, por no decir animoso: no teme entregarse a esas pequeñas cosas insignificantes, no necesariamente dramáticas pero sí frágiles y delicadas, que componen nuestra vida”, escribe la autora.
No soy oriental y no creo poseer semejante corazón; pero hay algo demasiado único, frágil y delicado en cada niño que busca su camino en este mundo. Y es un honor que la vida te conceda acompañarlo.
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