Llega junio, llega la noche
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Prepárense. Hemos alcanzado junio, y durante los próximos cuarenta y cinco días, poco más o menos, entraremos en una suerte de limbo en el que los días no solo serán mucho más cortos que las noches, sino que pasaremos por la meseta típica de los solsticios. Las noches inquietantes y los días raquíticos parecerán eternos, fijos, clavados en el cielo inapelable. Hay una explicación astronómica para que los días cambien su duración muy lentamente durante los solsticios (solsticio significa, precisamente, sol quieto) y muy rápido durante los equinoccios, que pueden leer en el fantástico, bien escrito, clarísimo y preciso blog de mi amigo Guillermo Abramson, investigador del Conicet, profesor del Instituto Balseiro y astrónomo irreductible.
Pero, de todos modos, prepárense. Ha llegado la noche. No solo es el frío, sobre el que también tenemos una grieta, sino también la noche, la oscuridad. Nada más empieza la tarde, se hacen las cinco y enseguida el ocaso se adueña de los cuartos, los rincones y las horas. No son las seis y ya se puso el sol. Pero cómo puede ser. Hace unos días nada más empezaba el otoño y teníamos luz hasta las siete de la tarde. Ya no. Señoras y señores, ha llegado la noche. Ha llegado junio.
Por supuesto, si lo comparamos con otras regiones del país y del mundo, lo de Buenos Aires es una noche en frasquito de muestra gratis. Pero la noche tiene algo ominoso, algo que comparte con las pesadillas; no importa cuánta ni en qué medida, alcanza solo con echarle un vistazo para que se despierten los fantasmas imaginarios y los fantasmas del organismo, que necesita la luz, que vive de la luz. Un poco de noche es siempre toda la noche.
Tendemos a creer que el invierno se presenta como la primavera, cuando de pronto llega el sol, suena George Harrison, todo brilla de nuevo, los reflectores existenciales se encienden rápidos y dichosos, y ya es el día en el alma otra vez.
No, mis queridos amigos. Ahora que entramos en junio, la noche pertinaz se mantendrá casi inmutable (y por supuesto muda e inquietante) hasta mediados de julio, poco más o menos. No le pongamos horario ahora, es lo de menos; pueden consultar cualquier aplicación para el teléfono, con lujo de detalles. Pero estos son los días en los que de algún modo sabemos que algo no está del todo bien, algo nos pasa, algo en nuestra consciencia se queja, y no es un trago rápido. El sol está quieto y está en otro lado.
Si tenemos seres queridos a quienes la vida les sabe un poco más amarga, es el momento de estar con ellos e iluminar su paso por este túnel opresivo. Quizá para nosotros es solo un poco tristón, pero ellos lo encuentran de verdad tenebroso.
Jocosamente, sin que nadie se lo tome demasiado en serio, rivalizan el team verano y el team invierno. Pero este suave antagonismo tiene un costado del que nunca hablamos: la noche. Por supuesto, sí, obvio, soy del team verano, ya lo he dicho en varias ocasiones. No pretendo convencer a nadie y de ninguna manera me pondré belicoso. Comprendo al team invierno y les mando un caluroso abrazo por intermedio de estas pocas líneas (perdón por lo de caluroso, mala mía). Después de todo, no me divierte cuando hacen 45 grados y se corta la luz, de la misma forma que el team invierno no se sumerge en las aguas heladas del Río de la Plata en pleno julio. Digamos todo.
Pero no es solo el frío o el calor. Es también la oscuridad. Aunque la canícula nos irrite, la luz y el calor son nuestros tesoros minúsculos, locales y de barrio, en un universo donde casi todo es vacío, negrura y temperaturas de cero absoluto.
El frío, queridos amigos, no hace sino recordarme la fragilidad de nuestro hogar planetario. Y la oscuridad de junio y julio, aunque no afecta mi ánimo, me hace pensar en muchas personas que conozco y que parecen advertir en las siniestras tinieblas algo de nuestra soledad cósmica. Tal vez no les falta razón.
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