Marta Minujín: “Siempre hago participar al espectador”
Marta Minujín tiene su taller en la misma calle donde nació hace 67 años. Como la torre Martello de Buck Mulligan, personaje que aparece en la primera frase del Ulises de Joyce, esta edificación tradicional en el aún tranquilo e insular barrio de Montserrat es el axis mundial que la artista más internacional y globalizada de la Argentina debe volver, entre viaje y viaje de su ajetreada agenda. La casona de Humberto 1º es el ombligo nutricio, el sitio fertilizante, el País de Nunca Jamás donde está asegurada la creatividad desbordada de la infancia.
–Marta, este año que se presenta hiperactivo es también el del cincuentenario de tu primera muestra colectiva. Y el año próximo se cumplen los cincuenta años de tu primera individual, en el teatro Agon.
–Sí, Ocho dibujos de Marta Minujín.
–Eras una adolescente entonces. ¿Cómo recuerdas a aquella Marta que a tan corta edad logró notoriedad internacional?
–A los catorce años salía de mi casa a dibujar por la ciudad. Al viejo Puerto Madero, a algún barrio, también iba a orillas del Riachuelo. Después empecé a estudiar en las escuelas de bellas artes y participé en concursos de manchas. Yo tenía dieciséis años. Era imparable. Los jurados, entre ellos Jorge Romero Brest y Julio Payró, me premiaron varias veces, y la primera muestra individual la armé yo misma. Ya estaba lanzada.
–Este año tienes la agenda ocupada durante once meses, en ocho países diferentes, y hay una docena de viajes. ¿Una impresionante exhibición de vitalidad?
–El arte hecho por mujeres está siendo objeto de una revalorización. Se está destacando el cambio que protagonizaron en las artes visuales, más profundo que en ningún otro movimiento artístico. Todo empezó con Connie Butler, una de las curadoras del MoMA. Hace dos años abordó la organización de la muestra Wack! Art and the Feminist Revolution.
–¿Hubo una revolución feminista?
–Sí. En realidad, las mujeres empezaron a introducirse en la escena del arte estadounidense en la década del 60. Sólo entonces, porque si bien había otras mujeres artistas, no tuvieron esa fuerza representada por aquellas instalaciones, esa noción de vanguardia expresada en los happenings y todo lo que implicaban. En ese contexto, me rescataron, y empezaron las invitaciones. Aunque siempre estuve presente, ya hace años, out of context.
–A mí me sorprende tu enorme fuerza física y también la manera en que sabes cómo conseguir lo que te propones. Yendo muy atrás, a lo del estadio de Peñarol: si yo ahora precisara un helicóptero para tirar quinientos pollos por el aire, no sabría por dónde empezar.
–¿Sabés por qué lo logro? Porque siempre hay, al lado de un artista, un curador que cree que se hará famoso y se pone de parte del artista. Entonces, en aquel momento, en 1965, ¿te acordás?, yo era top acá, venía de París, había hecho La Menesunda. Y la directora del Museo de Montevideo, María Luisa Torrent, me invitó, y puso toda la plata del mundo para hacer ese happening.
–Había cien personas allí…
–Había gordas, musculosos; increíble, como una película de Fellini.
–¿Tú estabas en el helicóptero?
–Sí, yo estaba en el helicóptero. Pero lo gracioso fue que ella lo hizo para hacerse famosa y terminaron echándola del museo, por el escándalo que se armó. Y yo no pude volver al Uruguay por veinte años.
-Persona non grata.
–Ahora, lo gracioso es que en la Generali Foundation de Viena pasó lo mismo por llevar una vaca y un caballo y, además, les pusieron una multa de 35 mil dólares. Es muy interesante explicar por qué los curadores toman partido por ciertos artistas. Pensá en Warhol, por ejemplo; mucha gente lo llamaba, de todas partes de Estados Unidos, y le pagaban por unas conferencias a las que ni siquiera iba él, sino que mandaba a un doble.
–Me acuerdo de que le pagaste la deuda externa con choclos, justamente a Andy Warhol. ¿Sirvió de algo? Otra cosa fantástica fue cuando presentaste aquí, en Canal 7, esos caballos que pintaban con sus colas. ¿Donde se hizo, en un garaje?
–No, no, en el estudio. Después se cortó.
–¿Cómo lograste que aceptaran eso? Hoy, ni Tinelli se atrevería.
–De pronto, la gente se contagia y quiere hacer esas cosas. Pero se asustaron cuando lancé las gallinas, y se cortó el programa. Siempre termina de manera abrupta.
–Otra forma de la destrucción, ¿no?
–Bueno, te acordás del Obelisco de pan dulce; eso fue en 1979. Estaban filmando y había diez mil panes. Cada persona iba a tener un pan dulce. Pero vinieron cincuenta mil personas, se atropellaron –gente bien vestida, mujeres embarazadas– y se colgaron. El obelisco casi se viene abajo, era como una plaga de langostas. Tuvieron que intervenir los bomberos con chorros de agua y se paró el reparto.
–¿Son las desventajas inherentes a lo participativo?
–También pasó con El Partenón de libros. Había mucha gente, escritores, artistas... estaban todos. Yo había dicho que sacaran un libro cada uno, pero algunos agarraron hasta cinco ejemplares. Eran libros que habían sido prohibidos durante la dictadura, libros de matemática, cualquier cosa, manuales de cuarto grado; era absurdo.
–No sabría decir si abres puertas o dejas caer las compuertas.
–Ahora voy a hacer una obra parecida para Límite Sud
South Limit, que inaugura la semana que viene en un pabellón atrás de la Facultad de Derecho. Habrá doscientas botellas colgadas, que se venderán a seiscientos pesos cada una. Y en vez de corcho, llevan una escultura.
–Con la forma de tu cabeza.
–Sí, de mi cabeza. Y cuando el comprador rompa la botella, va a encontrar un perfume y un dibujo original mío. El perfume, que se llama Fuel for Life, cuesta ciento cincuenta pesos y está incluido en el precio de la botella, al igual que mi dibujo. Y primero, en la calle, un grupo va a fumigar la entrada con ese perfume.
–¿Llamarías a esta aspersión de perfume una obra olfativa?
–Sí, una obra olfativa.
–No es la primera vez que usas ese tipo de recurso. El Minuphone, en 1963, largaba helio.
–Sí, un chorro de helio, un gas que te hace reír. Pero lo lindo de esta muestra es que las botellas son iguales y los dibujos son distintos. Es arte-mercado, y muy barato. Imaginate, por seiscientos pesos...
–Se compran un perfume, un Minujín original y la participación.
–Sí, siempre hago participar al espectador, no lo dejo plantado frente al cuadro.
Bengt Oldemburg