Más allá del tiempo
El padre del hijo muerto ha dejado la casa y su esposa no ha querido seguirlo. Mientras el hombre camina, aparecen otros personajes
EL HOMBRE QUE CAMINA:
He oído una voz de
mujer proveniente de
la ciudad:
que todo hombre es
una isla,
que es imposible
conocer el interior
de otra persona -
Pero yo a lo mío, no dejo de
intentarlo: de intentar que respires, que despiertes,
fustigando sin tregua
tus células, las que aún
viven en mí, las últimas
huellas de tu existir que no
se han borrado todavía de la punta
de mis sentidos -
El contacto de tu piel-de-niño,
tu voz todavía fina
y sosegada, aunque disparando ya
la punzante esquirla de
la ironía, la forma
del gesto de tu espalda,
pasando deprisa,
como deslizándote (me alegraba tanto
cuando me decían que
andabas como yo).
Una duda
ligera, llena de perspicacia centellea
en ese gesto tuyo de fruncir los labios -
pero yo sigo, vigilo,
atesoro
y resucito al niño
que fuiste, al hombre
que no serás -
Puede que te rías: ¿pero esto qué es,
papá? ¿Haciendo experimentos con un ser
humano?
Me encojo de hombros: no, es
un proyecto
de vida.
Mira, me entusiasmo de pronto,
te voy a crear
o por lo menos quiero
lograr una pequeña señal
de vida tuya. ¿Por qué no,
maldita sea? ¿Por qué voy a tener
que renunciar?
Ya lo hice una vez,
y ahora quiero
tenerte
mucho
más.
MUJER QUE SE HA QUEDADO EN CASA:
He bajado
todas las persianas. He apagado todas
las luces. La piel se me ha llenado
de pústulas y llagas. Silencio
sombrío, silencio
sombrío, días
y noches estoy
contigo, embrión
tardío, fosilizado,
que concibió la desgracia
tras la
menopausia.
Hasta que me levanto de repente de
mi desfallecimiento y como una especie
de ventrílocuo hablo
desde mi vientre: estoy
perdiendo
a mi hijo
por segunda vez.
EL CRONISTA: Bajo una farola que proyecta su luz amarillenta hay un anciano que escribe con tiza en el muro de una casa. La resplandeciente aureola de una nívea cabellera se cierne sobre su cabeza, y el bigote de morsa es plateado. Al momento siento un inmenso júbilo al darme cuenta de que se trata de mi querido profesor de matemáticas de la escuela primaria, un hombre de lo más simpático al que hace muchos años le pasó una desgracia que ahora no recuerdo y, desde entonces, desapareció de la vida pública. Lo creía muerto, pero aquí está en la calle en plena noche, anotando en una sucia pared llena de pintadas y dibujos subidos de tono columnas de números y problemas con su letra menuda y meticulosa. Al verme, no se asusta, al contrario. Me sonríe con la boca desdentada, como si hiciera muchísimo tiempo que solo me espera a mí, y con su dedo ganchudo me hace señas para que me acerque al muro.
ANCIANO PROFESOR DE MATEMÁTICAS:
Dos más dos son
cuatro. Repita
conmigo: tres
más tres son seis. Diez
más diez - veinte. Ha vuelto
a llegar tarde, mi querido muchacho, mañana
tendrá que venir con
sus padres -
EL CRONISTA: Pero profesor, ¿no se acuerda de mí?
ANCIANO PROFESOR DE MATEMÁTICAS:
Disculpe, señor, disculpe,
entre la oscuridad y estos ojos míos?, usted es
el-cronista-de-la-ciudad,
naturalmente.
En verdad: con respecto a la pregunta
que ha sido formulada o que iba a ser
formulada,
tengo tan poco que decir,
además de que
estoy bastante sorprendido porque
hace ya veintiséis años
que pasé por el trance de
mi vida,
pero para mi gran sorpresa
y también para mi gran turbación,
no sé absolutamente
nada de él.
«¿Pero cómo es?»,
me pregunta a veces la gente,
y yo también me lo pregunto en más de una ocasión
a mí mismo:
¿como un bloque de cemento?
¿Como una barra de hierro?
¿Como una presa obstruida?
¿Como una roca de
basalto?
¿O llanamente como una cebolla
con capas y más capas?
No, no, lo
siento, ni como
esto ni como lo otro, y no
crea, señor, que pretendo
eludir la respuesta:
de verdad, es que no sé
nada de eso.
Solo que está aquí.
Que es un hecho. Y que
con todo su peso
yace
sobre mis días. Que me
consume
la vida.
Basta,
perdóneme señor,
pero de
verdad
que
no sé
nada más.
EL CRONISTA: Dicho esto me vuelve la espalda y se pone de nuevo a escribir números en el muro de la casa con su letra, tan menuda. Todavía me quedo observándolo durante unos minutos impregnándome del extraño consuelo que emana de sus gestos, tan livianos y veloces a la vez. Cuando de pronto recuerdo lo que le sucedió y me pregunto atónito cómo habrá podido olvidárseme. Estoy a punto de llegarme hasta él y decirle, señor profesor, esto y lo otro me pasó también a mí, pero usted entonces no me había enseñado qué se hace.
David Grossman
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