Mi persona extraordinaria
Una persona extraordinaria suele ser inteligente, pero no es extraordinaria por su inteligencia.
Una persona extraordinaria no lo es por su bondad, ni por su generosidad personal, aunque llegue a parecerlo si estas cualidades persisten contra todo obstáculo.
Una persona extraordinaria no es tal por su obra, por más notable que esta sea: nos hemos cansado de conocer artistas mezquinos y melancólicos, o escritores que abruman con su propia biografía.
Una persona extraordinaria no puede carecer de sentido del humor, incluso teñido de crueldad, si bien nunca se empecina en ejercerlo más de lo necesario.
Una persona extraordinaria es, simplemente, alguien distinto, una mujer o un hombre atravesados por una luz, una gracia, un temple que los hace diferentes y que les permite sorprendernos y deslumbrarnos a nosotros, mediocres mortales, que lo seguiremos siendo hasta el final, salvo que un ser cercano o lejano nos considere, a su vez, su propia persona extraordinaria.
Vale la pena aclararlo: la persona extraordinaria no es obligatoriamente la más querida, ni la más admirada.
En mi caso, pienso y repienso, y no consigo encontrar, en las vueltas de la memoria, más que tres nombres que responden a mi definición de persona extraordinaria, que pongo a disposición del lector, y que es tan válida (o arbitraria) como cualquier otra.
Me referiré a dos de esos nombres; el tercero es el de un viejo amigo al que no quiero poner en evidencia.
El primero es el de un escritor polaco que vivió varias décadas en la Argentina, casi ignorado por los ambientes literarios y sólo rodeado por un grupo de fieles amigos, que finalmente pudo volver a Europa, a principios de los 60, y conquistar un prestigio que aquí se le había negado.
A Witold Gombrowicz lo conocí en su última etapa en Buenos Aires, en el trabajo compartido de un diccionario de literatura, en el que yo remaba, a toda máquina, como redactor, y él, supuestamente, lo hacía como supervisor de las secciones de literatura polaca y otras eslavas.
En realidad, se trataba sólo de ayudarlo económicamente, y otros redactores y yo mismo hacíamos todo el trabajo.
En mis diálogos con él, que trataban de todo, menos de literatura polaca (a excepción de cuando juzgaba: "Los dos mejores escritores polacos: Bruno Schulz y yo"), aprendí a conocer a mi primera persona extraordinaria.
A través de rápidos destellos en la mirada, de opiniones secas y cortantes formuladas en un español rioplatense macarrónico, de gestos que revelaban la fatiga y al mismo tiempo la fuerza vital de ese hombrecito de traje raído y zapatos gastados, descubrí la huella de lo diferente, de una excelencia desconocida, que se levantaba en medio de una noble pobreza.
El segundo nombre que se me presenta en seguida es el de María Elena Walsh, que acaba de morir.
Fuimos amigos próximos a fines de los 70 y principios de los 80, tanto de ella como de su compañera, la excepcional fotógrafa Sara Facio (cuyo libro gráfico sobre María Elena es un testimonio y regalo de amor invalorable).
Ya antes yo había crecido en la admiración de una obra poética iniciada por una adolescente que fue elogiada y protegida por Juan Ramón Jiménez, y que después siguió cantando y rescatando viejos romances y canciones folklóricas con Leda Valladares, para finalmente separarse y trabajar en el café concert y las canciones para chicos, todo con el mismo talento verbal y el mismo refinamiento de estilo.
Pero no es de este exceso de destrezas, de esta acumulación de artesanías de las que quiero hablar. Tampoco de que quizá la Argentina habría ganado su primer premio Nobel en literatura si María Elena sólo se hubiera dedicado, con todas sus pasiones, a la poesía "seria", tal como lo inició con Otoño imperdonable .
De lo que quiero hablar es de mi persona extraordinaria, la que se iluminaba -y nos iluminaba- repentinamente, la que nos hacía todo más comprensible con una ligera sonrisa o con una observación cualquiera, la que contaba con fingido desapego sus días primerizos de Ramos Mejía.
Había que resistir, a veces, su amargura malhumorada, que terminaba diluyéndose sin ferocidad, compensada siempre por la piedad, aunque no por la tolerancia, frente a la estupidez.
No es mi propósito aplaudir o glorificar a las personas extraordinarias. Mi única intención es describirlas.