Un impenitente viajero
Con una prosa encabalgada entre la ocurrencia y la ironía, el inglés Geoff Dyer va de Camboya a París y de Miami a Ámsterdam en un periplo marcado por la fugacidad
Estas crónicas de viaje ponen en evidencia que Geoff Dyer se pierde cuando se queda solo. El ensayista y novelista inglés necesita un tema que lo guíe, que lo oriente. Él mismo lo sabe mejor que nadie. La mayoría de sus libros acuden a un tema puntual, claro, constante. Lo hizo con el jazz en But Beautiful , con la fotografía en The Ongoing Moment , con D. H. Lawrence en Out of Sheer Rage , con la guerra en The Missing of the Somme , con el film Stalker de Tarkovski en Zona . Los asuntos de cierto peso procuran un contrapunto favorable para la soltura de Dyer.
Será también por eso que sus recopilaciones de reseñas y artículos –en los que tiene el agradecido deber de enfrentarse con otros– son igual de amenas que sus novelas pero más significativas, y en Anglo-English Attitudes y Working the Room ha sabido elogiar con oficio y olfato a fotógrafos como Lartigue, Capa y Cartier-Bresson, a pintores como Turner y Bonnard, a pensadores como Barthes y Althusser, a escritoras como Janet Malcolm y Rebecca West. El autor de Amor en Venecia , muerte en Benarés tiene un apreciable criterio para describir las virtudes menos obvias de un artista y el momento decisivo del encuentro entre un lector o espectador y una obra determinada. "Como puede ocurrir cuando uno está expuesto a ciertas obras de arte, sentí como si algo en mí hubiera estado esperándolas", comenta de unas fotos de Michael Ackerman. Dyer se definió a sí mismo cuando dijo que el fotógrafo William Gedney fue "un hombre que consagró su vida a enseñarse a mirar". Es el caso, no tan inusual, del escritor que requiere de las imágenes de otros para escribir (bien o mejor). Sin una materia específica entre manos, Dyer se queda anclado en un mismo lugar, el más tedioso de todos: el yo. El abuso de las itálicas quizá refleje eso, que a veces Dyer no sabe dónde está parado.

Yoga para los que pasan del yoga registra la vida de un soltero apagado, y la intermitencia de sus amoríos y adicciones en distintos puntos, planos o pintorescos, del globo. Lo que Dyer sabe hacer es retratar la sensación de estar de paso y en el aire (pagando el precio de ofrecer un libro más bien de paso y en el aire). Lo que sucede en Yoga… no sucede en ninguno de sus otros libros y es que Dyer escribe como si creyera que la suficiencia basta para crear un estilo. Avanza con una suficiencia excesiva, injustificada (que justificaría, por ejemplo, la creación de un narrador y protagonista del tipo de los de Martin Amis, sin que esto garantice la génesis de novelas perdurables). No es que los resultados de Dyer sean mediocres; tal vez ciertos viajes realizados en territorios de idioma extranjero le resulten, en última instancia, intraducibles a un lenguaje propio. Lo dijo el propio Dyer a propósito de una pintura de Turner: "¿No es eso exactamente de lo que trata el cuadro, la manera en que algunas experiencias –del arte y de la vida– permanecen inasimilables?".
Yoga... viaja a Nueva Orléans, a hoteles art decó en Miami, a un río en Camboya que fluye medio año para un lado y medio para otro, a la desorientación espacial en París de un narrador intoxicado, a un puente en Ámsterdam que a un grupo de alucinados les ofrece el mismo lugar antes y después de cruzarlo. Algunos pasajes –no escasean– dan una idea de lo efectivo que puede ser Dyer en sus momentos más inspirados. En Camboya un niño sin piernas "tenía una sonrisa encantadora. En un país de sonrisas encantadoras, donde la habilidad para seguir sonriendo se había puesto a prueba con más crudeza que en ningún otro lugar del mundo, donde una sonrisa implicaba tanto la negación de la historia como su superación, la suya era una sonrisa asombrosa". En Indonesia confiesa que "nunca habíamos visto nada tan verde como aquellos arrozales. El verdor, allí, no era tanto un color como un impulso colonizador. Hasta el pensamiento había sido aniquilado. Aquel era un verde enteramente sensual, uno que convertía el pensamiento no sólo en imposible, sino en inconcebible".
Es siempre un solo párrafo en Dyer el que consigue el truco, el que se desvía hacia lo impredecible. Se da en Leptis Magna, en las costas de Libia: "De inmediato tuve la sensación de entrar no tanto en un espacio físico como en un campo de fuerza, en un lugar donde el tiempo había resistido. Estaba en la Zona… En cierto modo podría haber estado en la Zona antes de ver Stalker, pero parte de estar en la Zona es cobrar conciencia de que estás en la Zona".
La conexión con el film de Tarkovski años después provocaría acaso su libro más interesante, y el método que Dyer utilizó para redactar Zona es el del propio Tarkovski: "Si la duración común de una toma se incrementa, uno se aburre, pero si uno la prolonga todavía más despierta el interés, y si la hace más larga todavía emerge una nueva cualidad, una especial intensidad en la atención". Escrito en voz alta, dictándose a sí mismo una escena tras otra, como reconstruyendo el guión de una película ya filmada y perdida, Zona de Dyer es un libro único acerca del tiempo y la concentración, curiosamente sembrado de digresiones, a tal punto que borra la frontera entre nota al pie y texto principal.
A menudo, un escritor ocurrente como Geoff Dyer empaña el cristal de la página y se vuelve difícil e innecesario distinguir entre ocurrencia e inteligencia, pero como suele pasar la ambición que lo lleva más lejos –la de lucirse– es la misma que lo traiciona. En su prosa animada se van alternando ingeniosidad y clarividencia, en un juego reglado por una divinidad desleal llamada ironía.
Yoga para los que pasan del yoga
Geoff Dyer
Mondadori
Trad.: Cruz Rodríguez Juiz
224 páginas
$ 79