Un raro caso aparte
Como Lawrence y Gerald Durrell, o los fraternales Powys, o Donald y Frederick Barthelme, el novelista y ensayista Alexander Theroux (Massachusetts, 1939) pertenece, como su hermano Paul, a la florida y espinosa tradición de hermanos escritores. Curiosamente, el prolijo exotismo de los libros de viaje de Paul Theroux consiguió eclipsar al integrante más exótico de la familia, acaso porque el que se mueve tiene mejores oportunidades de ser visto que el que elige una existencia sedentaria, monacal. Alexander Theroux, de hecho, pasó algún tiempo en un monasterio trapense y otro franciscano, períodos que dejaron serias y saludables secuelas en una prosa encendida, nostálgica de cierta clase de visiones.
A estas alturas parece una broma -un ejemplo obstinado- de mal gusto, pero no se ha traducido nada de Alexander Theroux al castellano. Hay un atenuante, una excusa a pie de imprenta: sus dos novelas centrales tienen setecientas y novecientas páginas. Son libros con los que un lector trepado a la mecedora de la misantropía puede pasarse la vida. Y, hay que decirlo, el de Theroux es de esos talentos más grandes que el que se hace visible en el impaciente anverso de una hoja. Como sea, el lugar más recomendable para averiguarlo es su obra maestra, Darconville's Cat , que al igual que An Adultery y el más reciente Laura Warholic -la fealdad de alguno de sus títulos suena a obstáculo añadido, a travesura de huraño-, pone en escena una porfiada disección del enamoramiento y la consecuente misoginia, decorados por un enciclopedismo afiebrado y una inteligencia narrativa que está a la altura de la intensidad que se le exige a cada línea. El éxito de un estilo depende en buena parte de la confianza que el autor le tenga a ese estilo. Para casi cada oración Theroux busca lo que él llama la amplificatio : a una frase no hay que inflarla, hay que elaborarla. Para eso se vale de un malabarismo léxico poco común, que no presume sino que precisa, y detrás de una terminología un tanto versallesca esconde una estocada y otra.
Pero vuelve siempre a los matices, a los semitonos y a su afición por los nombres inverosímiles, como Dickens, Pynchon o Gorey. De hecho, una de las claves de acceso al mundo de Theroux se encuentra en este amigo excepcional, el ilustrador y escritor Edward Gorey, a quien le dedicó un precioso libro. "Disfrutaba estar a solas, algo de lo que personas opacas, perezosas, poco originales y nada creativas no tienen la menor idea", anotó Theroux. La escritura es "un acto privado? Tal vez lo peor del matrimonio sea que uno permanezca tan observado". Hay una fijación de Theroux con el celibato -sus elogios hacia Baron Corvo y Gerard Manley Hopkins no se limitan a la devoción por el vocabulario lucido, la diatriba y el rezo-, con la soledad y el silencio que trazan el círculo sagrado de la escritura.
Admirado por John Updike y Anthony Burgess, pero también por sus cófrades Guy Davenport y Robertson Davies, lo que en el fondo ha buscado Theroux, de una frase a otra, de un libro al siguiente, es crear extrañas continuidades. En su primera novela, Three Wogs , de 1972, ensayó un ingenioso retrato de Londres hacia fines de los años 60. La pesquisa titulada The Primary Colours está sembrada de datos y hallazgos inesperados: "Siempre me pregunté cuán caro era el azul para Botticelli. ¿La escasez del azul afectaba las composiciones?" En el no menos extraordinario The Secondary Colours cuenta qué cosas ve de color naranja: las viejas aulas, los circos, la ostentación.
El libro más reciente de Theroux es el cautivante collage de un viaje a Estonia, que termina siendo otro trabajo sobre su primera y última materia, el lenguaje. Dice del lugar: "Hay tanto que está al revés en Estonia que es como si Dios, en un arrebato de capricho creativo, hubiera decidido crear un país experimental simplemente para testear el concepto de rareza". Si de rarezas se trata, la de Alexander Theroux se parece, misteriosamente, a la fantástica imposibilidad de determinar la trayectoria de una partícula y su posición.