Una conversación a puertas cerradas
Cuando somos jóvenes, sentimos que ya es tarde para todo. De grandes, nos ocurre lo contrario. Le hemos tomado el tiempo al tiempo y sabemos que, como creo que dijo Rilke, la fruta cae cuando está madura.
Pero a los 21, tras perder el segundo año de la carrera por la guerra, decidí dar las materias en calidad de libre. No podía perder tanto tiempo. Pensaba rendirlas todas, salvo griego clásico, que era la única que me resultaba muy nueva y cuyas clases, que dictaba la gran Delia Deli, disfrutaba enormemente. Así que ahí fui, con la insensatez de la juventud –que está en la raíz de muchos errores, pero también de lo mejor que tiene el ser joven– a anotarme en los exámenes.
Recuerdo que había que hacer algún trámite adicional para rendir libre y además necesitaba consultar los programas y la bibliografía. No sé si ambas tareas eran la misma. Ha pasado mucho tiempo. En todo caso, no encontré obstáculos. Hasta que llegué al Departamento de Latín. Cuando le dije a la profesora que me atendió que quería dar libre la materia, me dijo:
–No, no podés dar libre latín.
Caramba. Era la única asignatura con la que sabía que ni siquiera iba a tener que estudiar. Le pregunté por qué. Me dijo: “Porque no. Latín no se da libre.” Como había cierto tono inflamado en su voz, insistí.
–¿Pero está prohibido dar latín libre o cómo es?
–No, no está prohibido, pero no vas a aprobar.
–No entiendo. ¿Y si lo doy bien?
Ahí me miró con la expresión del que descubre algo indecente o repulsivo, y dijo:
–Ah, vos sos del Buenos Aires.
No había sido una pregunta. Había sido una conclusión desagradable. Añadió, a modo de sentencia:
–Anotate, si querés, pero igual no te vamos a aprobar.
Por supuesto, me anoté, y, cuando llegó el día, fui a rendir. Más que nada sentía curiosidad. Si un alumno, por el motivo que sea, ha perdido un año, y se presenta y realmente conoce la materia, ¿por qué no iban a aprobarme? Más aún: ¿cómo iban a hacerlo? ¿Fraguarían los resultados? ¿Me someterían a desafíos insolubles? Había algo en toda la situación que me hacía sospechar que no iban a jugar del todo limpio. Quería saber qué se traían entre manos.
Luego de seis años de latines en el colegio, el escrito fue un paseo. No quiero mandarme la parte. El latín es tan solo otro idioma. Tampoco es para hacer tanto escándalo. Uno lo estudia y, después de eso, lo sabe. No hay ninguna magia. ¿Tiene una gramática endiablada? Sí, claro. Eso y los casos son el gran cuco del latín. Pero con práctica, todo se aprende.
Luego de entregar mi examen me tuvieron mucho tiempo esperando. Pero a lo mejor era la ansiedad. No lo sé. Al final, me llamaron y me dijeron, con poca diplomacia y sin el menor beneplácito, que el escrito estaba bien. Y que ahora tenía aprobar el coloquio.
“Ah, caramba –pensé–. Ahí estaba la trampa”. El coloquio es, en esta disciplina, una palabra maldita. Decir coloquio y decir imposible son sinónimos. Se trata no ya de leer, analizar y traducir el texto de algún autor clásico, sino de conversar en latín.
Advertí que la profesora que me informó esta incómoda novedad esperaba que tirara la toalla. Pero me había enamorado del latín con la enorme Corina Corchon, había descubierto que tras las anfractuosidades gramaticales había una música celestial, y me las arreglaba, cierto que con alguna torpeza, para hablarlo con corrección.
Cosa que, por supuesto, no fue del agrado de mi interlocutora, que durante el coloquio me miró con expresión acre y sulfurosa. Hablamos de los Anales de Tácito en un aula cerrada, a solas. Y cuando fue evidente que tampoco me podrían aplazar de ese modo, me aprobaron. Con un 4. La nota mínima. Les dije que era una bonita forma de revocarme una beca, pero que algún día iba a contar esto en un artículo o en un libro. Y lo prometido es deuda.
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