Una década de libertad
La semana pasada celebré una fecha extraordinaria. Todas los son, en el fondo. Pero el jueves cumplí diez años sin fumar. El 24 de noviembre de 2012, en la previa de un fin de semana que decidimos alargar, apagué el último cigarrillo de mi vida. Para quien no ha padecido esta adicción, suena poco importante. Todos los demás, los que también lograron sacársela de encima y los que todavía se encuentran sometidos por el yugo de esa sustancia maldita, saben de qué hablo.
Para darle perspectiva, mi primer intento serio de dejar el tabaco fue a los 21 años, poco antes de la guerra. Luego sobrevinieron hechos, que, como cualquier fumador podrá anticipar, me llevaron de nuevo a la dependencia. Dependencia es una palabra confortable para referirse a una adicción que, según los expertos, está entre las más difíciles de vencer. Así que pasé casi 30 años sabiendo que debía abandonar ese vicio; otra palabra, esta vez con filosos rebordes de estigma, que usamos para no admitir lo obvio. Que el tabaco es adictivo.
Como en muchas otras ocasiones, la herramienta que me dio resultado fue el conocimiento. Cuando todo lo demás falló (dejar de a poco, dejar de golpe, dejar tres años y de pronto perder muy prematuramente a mi madre, y recaer), me dije: “OK, veamos qué me estás haciendo, molécula infernal”. Lo que descubrí fue tan maravilloso, desde el punto de vista bioquímico, como aterrador. La nicotina, dicho muy simple, estimula el mecanismo con el que el cerebro premia las actividades relacionadas con la supervivencia. Al dejar de fumar, el cerebro, que es el centro de nuestra inteligencia, pero que en sí es bastante inocente, siente que nos estamos muriendo. Neurológicamente, las ganas de fumar son idénticas al hambre. Dejar es una verdadera agonía.
Por eso tantas personas brillantes, disciplinadas, trabajadoras y responsables recaen en esta adicción que es, además, catastrófica para la salud. Recaen porque dejar no tiene nada que ver con la fuerza de voluntad. Cuando descubrí los detalles de esta extorsión taimada, entró en escena una emoción nueva. Luego de haber intentado dejar más de 10 veces, ahora me sentía herido en mi orgullo. Engañado, estafado, burlado. Había cumplido años poco antes y mi mujer me preguntó qué me gustaría que me regalara. Le dije: “Tomémonos un fin de semana largo en un lugar donde no pueda conseguir cigarrillos”. Un fin de semana largo, 72 horas, es lo que necesita el organismo para eliminar la nicotina. Son los tres días más lacerantes, y luego de eso empezás a recuperar tu capacidad de decidir. Lo que sigue no es fácil, entiéndase bien, solo que esta vez esperaba a mi enemigo con un arma secreta: la convicción.
No fue un finde memorable. Pero cuando volvimos a Buenos Aires, no solo me sentía menos torturado por el hambre de nicotina, sino que (y esto es clave) estaba convencido de no querer regresar a esa estafa llamada fumar. Creí, por supuesto, que me iba a resultar imposible escribir sin el cigarrillo. Falso. En esta década publiqué el equivalente a 40 libros de 300 páginas, solo en el diario. Diré más. Nunca, salvo durante los primeros meses de transición (¿dos, tres?), eché de menos el tabaco. Más bien fue al revés. Lo olvidé pronto, y sin esa carga la vida ha sido mejor hasta niveles inexplicables. Esta década marca además el segundo año en el que ya no sufro las secuelas pulmonares. Puedo volver a respirar el perfume del invierno sin miedo.
Al final, lo que me liberó de la adicción fue el estar convencido. Si estás todavía enredado con alguna dependencia, ese es el camino. Mirar lo que te hace esa sustancia o esa actividad, sobre todo (aunque no solo) en el nivel neurológico. Y casi seguro te vas a sentir igual de estafado. A nadie le gusta que lo estafen; mucho menos si además paga por eso. ¿Cuánto dinero? Casi 2 millones de pesos en estos diez años. Así que tengo que pensar en hacerme un lindo regalo. Ah, no, esperen. Ya me lo hice. El 24 de noviembre de 2012. A las dos de la mañana.
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