Una mujer de su casa
LA VIDA PRIVADA DE LA REINA VICTORIA Por Carolly Erickson (Javier Vergara)319 páginas - ($ 23)
lanacionarVICTORIA I, reina de Gran Bretaña e Irlanda y emperatriz de la India, vivió gran parte de sus buenos ochenta años ocupada con sus nueve hijos y un marido al que amó entrañablemente. La existencia de esta reina casi tan ancha como alta y no muy favorecida por la belleza entusiasma al centenar de autores citados en la bibliografía con que Carolly Erickson completa este ameno trabajo, al que tampoco le faltan fotos. Y por cierto, nadie como ella marcó su época (subió al trono a los dieciocho años y reinó de 1837 a 1901), como si Victoria hubiera inventado el período más destacado políticamente de su patria, amén de haber creado la puntualidad británica, los hábitos de discreción para ocultar las emociones y la seguridad de que el "feminismo" era un escozor incómodo entre mujeres equivocadas que debían quedarse en su casa cocinando scons .
De la lectura del jugosísimo volumen se desprende que si bien Victoria, hija y madre de reyes, no tuvo una vida fácil durante los sesenta años de su poder, tampoco le alcanzó el tiempo para aburrirse. En el siglo XIX, "aburrirse" era una muestra de buena cuna, "aburrirse" seducía a las jóvenes aristócratas, y sus amigos varones acusaban con orgullo cuánto "se aburrían" durante toda la jornada. Victoria, en la más que atractiva e informada síntesis de la historiadora Erickson, ya en el trono, aceptó y rechazó candidatos hasta que se prendó de su primo Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha. ¿Cómo era Alberto? Pues sencillamente alguien a quien no le interesaban las formalidades triviales. ¿Y ella se le parecía? No demasiado, pero ese hombre de ojos melancólicos la atrajo casi de inmediato. Fue ella la que se le declaró mientras besaba apasionadamente su "amada mano", aunque Alberto le confió a su hermano que no estaba enamorado. Hubo ceremonias suntuosas y en su diario (una especie de Biblia de lectura obligatoria entre sus súbditos) la soberana admitió que "no dormimos mucho" durante la noche de bodas. Nueve hijos vinieron a entretener al hogareño Alberto, en el que Victoria fue delegando la educación de los niños así como los asuntos de Estado.
La duquesa de Kent, madre de Victoria, obligaba a su hija a llevar un collar de espinas, de modo que mantuviera su cuello siempre erguido para no lastimarse... Un retrato de Victoria, pintado por Franz Winterhalter, la muestra con grandes y orgullosos ojos azules y la boca entreabierta en un gesto no del todo inteligente. El crecimiento del Imperio trajo luchas civiles y hambre en la población, pero el matrimonio y la maternidad le habían hecho pensar a la joven mujer que el papel público que le correspondía le daba también felicidad. Una necesidad imperiosa de sexo jamás ocultado la llevaba quizás a devorar chocolate junto al marido, cada vez más debilitado por las duras tareas de gobierno.
Al alcanzar la cuarentena, con los hijos ya crecidos, Victoria sintió que su matrimonio había cambiado. La sociedad inglesa también era distinta: las mujeres fumaban y los hombres no abandonaban su sombrero, incluso a orillas del mar, allí donde se bañaban desnudos. Y a la muerte de Alberto, el marido amado, Victoria siguió reinando, deprimida pero llena de ímpetu, ahora sin la ayuda inapreciable de Alberto.
Los disparates de los hijos apenas si fueron atenuados en 1864 por la amistad de su criado escocés John Brown, el excelente colaborador que le abrochaba la bufanda y la reprendía cuando trabajaba en exceso; John Brown, convertido prácticamente en doncella, lacayo y casi en madre para ella mientras el Imperio murmuraba. Y sería el canciller Benjamín Disraeli el que la comprendería como nadie, aquel que le decía: "Una pequeña dosis de sinceridad es peligrosa, y una cantidad importante, absolutamente fatal".
Los años la fueron acorralando y con ellos pasó al olvido el siglo de Victoria, emparentada, no obstante, con Europa entera. Quizás algunas de sus últimas palabras fueron: "Quisiera vivir un poco más pues todavía debo arreglar algunas cosas". (Traducción de Aníbal Leal).
Inés Malinow
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La Nacion
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