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MARSELLA.- Pobre Burrito. Vivió el Mundial como un calvario y ahora lo quieren crucificar. Pobre Orteguita, a partir de ahora -ojalá- Ariel Arnaldo Ortega.
Llegó a Francia ya con suficiente carga: por primera vez en dieciséis años de reciente historia, la camiseta número 10 no estaría sobre la piel de Diego Armando Maradona y sí sobre la suya. No le importó demasiado. O, al menos, no se notó.
Hubo otras cosas evidentes, sin embargo. Jamás se sintió cómodo en la misión que le encomendaron, y no se trataba precisamente de suceder al otro Diez. En todo caso, tenía que ver con la misión específica que, partido tras partido, le encomendaba su mentor y protector, Daniel Alberto Passarella: que sea el conductor, que sea el guía, que sea el pie de mando, que sea...
Demasiado para quien, en la cancha y en la vida, prefiere caminar por el cordón, no hacerse oír demasiado y sí hacerse notar por gestos: con su habilidad en una, con sus gustos en la otra.
Hay más datos, que permiten definir que su tránsito no fue sencillo por esta Copa: se va como el jugador más golpeado del mundo y, lo que es peor, tanto sufrimiento registrado en una estadística no sirvió para nada. Una suma de amonestaciones para los rivales, un jamaiquino expulsado, poco más... Su habilidad maltratada y su eficacia cuestionada. Todo eso junto porque sucedió allá, muy lejos del área, donde sus quiebres de cintura desarman a los defensores y sus vuelos desconciertan a los árbitros. Lo legal por un lado, lo ilegal por el otro, está bien, pero es cierto que es allí donde vale, y no en otra parte.
Lo demostró una vez más en la tarde del Velodrome, donde fue el único de camiseta celeste y blanca que intentó llevar la pelota hacia adelante, con la agresiva habilidad de quien sabe que es así como se demuestra superioridad.
Quizá reaccionó porque ya estaba harto de ofrecer sus piernas como si fueran la otra mejilla; tal vez lo hizo porque el arquero holandés, Van der Sar, se aprovechó de su altura para hacerlo quedar como un enano ante medio mundo. Nada lo justifica, sólo se intenta entender...
En una de ésas, lo que mejor define la situación es lo que pasó después, cuando la derrota contra Holanda ya era la noticia del día y los argentinos -todos- empezaban a pensar cómo era eso de tomar el avión de vuelta...
Apenas lo vio entrar a Passarella en el vestuario -el director técnico huyó de la cancha sin siquiera esperar a un jugador de su equipo, se le abalanzó como quien busca justificarse de una travesura grave ante su padre, muerto de miedo.
"¡No me tiré, Daniel, te juro que no me tiré...!", dicen que sollozó. Ni siquiera se preocupó en explicar por qué había hecho lo otro, eso del cabezazo irrefrenable, aun cuando iba en contra de ese intento por cumplir con el fair play que -como siempre en un equipo argentino- terminó arrumbado en el fondo de un tacho de basura...
El sentía, más que nada y sobre todo, lo futbolero, lo esencial. Lo que lo hace distinto, en definitiva.
Pobre Burrito. Se va de Francia con una mancha encima que le costará gambetear. Su impotencia -de eso se trata, al fin- fue la misma de Maradona en 1982, cuando cerró la participación en su primer Mundial con una plancha sobre el pobre brasileño Batista.
No fue su primera Copa del Mundo, ésta, pero es como si lo fuera: el ´94 había sido el regalo que Diego no recibió en el ´78, pero aquí no llegaba como acompañante sino como protagonista.
Intentó jugar siempre. Sus rivales no lo dejaron hacerlo en paz y su director técnico no le permitió hacerlo en libertad.
Casi no habló nunca. Y menos ahora... Por eso es que tiene tan pocas palabras suyas esta historia y un final tan sentido, de verdad: pobre Burrito, ojalá esto le sirva para convertirse en Ortega.


