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"Los médicos me dijeron que no iba a caminar nunca más. Mi mamá me dijo que sí, y le creí a ella." A los cinco años la diagnosticaron con neumonía, fiebre escarlata y polio. Debió usar un inmovilizador en su pierna izquierda durante toda su infancia. Viajó durante horas, por meses y años, a hospitales en busca de ayuda, de algún paliativo para sus dolores. Fue la hija número 20 de los 22 que tuvo su padre. Nadie tenía fe ni la cura para tanto sufrimiento, solo su madre. Por eso creyó en ella y se esforzó. Se entregó a las escasas medicinas experimentales, hasta que un día, a los 11 años, no necesitó de su inmovilizador, y su vida se tornó de otro color.
La historia de Wilma Rudolph comenzó el 23 de junio de 1940, en Saint Bethlehem, Tennessee. Hija de Ed y Blanche, su segunda esposa, nació de manera prematura con un peso de apenas dos kilos. Como era común en aquella época en los Estados Unidos, la enfermedad del polio hacía destrozos con las vidas de los niños, y si bien no hay cifras oficiales, se estima que en 1949 llegó a matar alrededor de 2720 chicos. Wilma fue una de las excepciones, uno de los casos en los que logró sobreponerse.
Aguerrida desde pequeña, vivió una infancia entre médicos y hospitales. Se sometió a tratamientos de masajes y escasos remedios experimentales. Contó con el apoyo de sus 21 hermanos y sus padres para transcurrir esa etapa a la que logró vencer. De ella tomó sus lecciones, forjó su personalidad y la usó de motor inspirador para su vida. Fue así que a los 16 años logró su primera medalla olímpica en Melbourne 1956 y, a los 20, en Roma 1960, se convirtió en la primera mujer norteamericano en ganar tres medallas de oro en un mismo Juego Olímpico.
A los 11 años su madre la descubrió jugando al básquetbol junto a sus amigas del colegio, que luego se convertirían en sus compañeras de equipo. Esa fue la pauta, que sus inconvenientes para caminar habían desaparecido. Podía saltar, correr y frenar de golpe. Ella se sentía cómoda con el juego y su equipo, pero dentro suyo había algo que la direccionaba en otra dirección, para la pista de atletismo. Una tarde, motivada por un entrenador escolar, probó sus destrezas sobre la pista y fue amor a primera vista. Fue así que cuatro años después se clasificó a sus primeros Juegos Olímpicos, siendo la mujer más joven de la delegación, y ganó la medalla de bronce en la posta 4 x 100 metros. Toda una hazaña.
Rudolph era competitiva como pocos. Entre sus frases más conocidas está la que sostiene: "Ganar es grandioso, claro, pero si realmente vas a hacer algo en la vida, el secreto es aprender a perder. Nadie queda invicto todo el tiempo. Si puedes recuperarte después de una derrota aplastante y ganar nuevamente, vas a ser un campeón algún día".
Al regresar de la cita olímpica de Australia, Rudolph terminó sus estudios -su prioridad- y luego se abocó de lleno en su preparación rumbo a Roma 1960. No sin antes convertirse en madre de Yolanda, hija que tuvo con su novio de aquella época, Robert Eldridge, con quien años más tarde terminaría casándose. Fue durante esos años que recibió una beca para estudiar Educación en la Universidad de Tennessee.
Los Juegos Olímpicos de Roma fueron los primeros en ser televisados, y en donde el papel de la mujer -como atleta y protagonista- tomó repercusión y seriedad. Sin embargo, fue poca la prensa que se acercó al Estadio Olímpico durante esa semana de competencia de atletismo. Pero la televisación de los hechos terminaron por elevar y masificar los logros alcanzados por la adolescente Rudolph.
En las tres pruebas que compitió batió los tres récords mundiales y alcanzó las medallas de oro. En la prueba de los 100 metros, rompió la marca en las semifinales con un tiempo de 11s3, y luego volvió a quebrarlo estableciéndolo en 11 segundos, y medalla. En los 200 metros alcanzó lo más alto en la semifinal con una marca de 23s2; y, en la final, sus 24 segundos la llevaron a su segunda conquista. Finalmente, en la prueba de la posta de los 4 x 100 metros, junto a su equipo, marcaron un nuevo récord mundial con 44s4, y así, ganó su tercera medalla de oro. Todos estos logros la llevaron al estrellato y a convertirse en una de las atletas más populares de esos Juegos junto con Muhammad Ali.
Tras su rendimiento en ese Juego Olímpico, su historia comenzó a tomar conocimiento público y recibió los apodos de Skeeter o Black Gazelle, la mujer más rápida del mundo. Además, recibió premios por parte de la Asociación de Prensa a la Atleta femenina en 1960 y 1961. Viajó a diversas competencias de atletismo, realizó giras por Europa para contar su historia y tuvo su día de bienvenida en Tennessee, donde toda la comunidad se acercó a saludarla.
A sus 22 años, en 1962, decidió retirarse del deporte, aún como vigente campeona olímpica y poseedora de los tres récords mundiales. "Si gano dos medallas de oro en los próximos Juegos Olímpicos, va a haber algo que me faltará. Por eso, prefiero aferrarme a mi gloria y quedarme con mis logros. Como Jesse Owens hizo en 1936", dijo tras su retiro.
Lejos de abandonar el deporte, se dedicó -tras graduarse en Educación-, a enseñar, su otra pasión. Ella quería transmitir su experiencia vivida de pequeña, ayudar a los niños afroamericanos enfermos, asistir en las entidades de tratamientos para el polio y centros comunitarios, todo a través del deporte. Lo logró: su mensaje generó un fuerte impacto en el campo de la educación, que entró en el Salón Olímpico de la fama de los Estados Unidos, y en 1990 recibió el premio National Collegiate Athletic Association’s Silver Anniversary Award.
Falleció en 1994, tras una dura batalla contra un cáncer de cerebro. Su historia quedó inmortalizada en las palabras de su familia y amigos, en las cintas de video de aquella época, en su autobiografía ‘Wilma’ y en la película que cuenta sus hazañas. Además, en 2004, el servicio de correo postal emitió una estampilla con su rostro. Pequeñas caricias, que enaltecen su figura. Una campeona de la vida.