En la árida meseta santacruceña sobrevive una plantación que demuestra el potencial forestal de la Patagonia
Hace pocos días, una nota publicada en La Nación sobre la prodigiosa forestación de la estancia La Julia, en medio de la árida meseta patagónica en Santa Cruz, produjo numerosas repercusiones por el asombro que provoca esa obra, que fue el mérito de un solo hombre.
Entre ellas, ninguna tan interesante como el testimonio espontáneo, acompañado de notables fotos, que acercó Mario Bianchi (de 69 años), hijo de don Juan Martín Menotti Bianchi, aquel precursor que originó el bosque más sorprendente de la Argentina, dado el lugar en que se encuentra.
Las ilustraciones de la época casi eximen de todo comentario. Basta ver la foto tomada en 1929 donde se ve a don Menotti Bianchi sobre un terreno arenoso y el mismo lugar, 13 años después, rebosante de árboles y prados, una producción sorprendente para esa región desolada, sometida a los vientos y a la falta de agua.
Mario Bianchi tiene hoy la misma edad que esos miles de árboles plantados por su padre, en una iniciativa que a muchos pareció descabellada. El hijo del pionero, segundo de tres hermanos, nació en ese lugar en 1931, cuando su padre llevaba apenas dos años en La Julia y había comenzado la obra monumental.
De Siena a la Patagonia
La vida del hombre capaz de crear un bosque en medio de la nada muestra aristas tan novelescas como la utopía hecha realidad de una arboleda en el desierto.
Según cuenta su hijo, don Menotti Bianchi (Menotti es nombre y no apellido), nacido en Siena en 1885, llegó a Buenos Aires en 1899, para encontrarse supuestamente con su padre, que debía esperarlo en el puerto.
Sin embargo, el inmigrante de 14 años no encontró a nadie. Un generoso ciudadano que vio la desesperación del adolescente, que ni siquiera hablaba castellano, le ofreció alojamiento y comida en su casa hasta que encontrara a sus parientes.
Semanas más tarde, el pobre viajero abandonado pudo saber que su padre residía nada menos que en Río Gallegos.
Hacia allí partió en otro barco, sin sospechar, probablemente, que de ese modo comenzaba toda una vida en la Patagonia.
Como muchos inmigrantes en esa zona de pioneros, en algún momento comenzó a trabajar para la enorme empresa binacional (instalada en la Argentina y en Chile) de la familia de don José Menéndez (que luego dio origen a las sociedades Menéndez Behety y Braun Menéndez), cuyo olfato de hombre de empresas y conocedor de personalidades le indicó rápidamente que ese joven italiano tenía cualidades extraordinarias.
Así, Bianchi fue conociendo toda la región y desarrollando un notable conocimiento de la operación agropecuaria en aquellos parajes difíciles, tanto en el continente como en Tierra del Fuego.
Hombre de acción
Una frase clave de don José Menéndez serviría como la mejor definición del potencial del recién llegado de Siena.
Al retirarse de su vida activa, el patriarcal empresario decide convocar a hijos y nietos en la ya tradicional estancia de Río Grande, Tierra del Fuego. Allí hace conocer su decisión de transferir responsabilidades y presenta a su hombre de confianza con una simple frase: "Dejen que Bianchi haga".
Esa síntesis era suficiente. Bianchi era hombre de acción. Y lo fue demostrando en distintas etapas de su larga actividad como administrador de estancias del grupo Menéndez. Era un organizador nato y así fue ocupando posiciones de máxima responsabilidad en distintas propiedades.
Lugar para plantar
En 1929, la empresa le pide que se haga cargo de la administración de una nueva estancia de 20.000 hectáreas en el centro de la provincia de Santa Cruz, comprada a un tal Guillaume, donde había que empezar prácticamente desde cero.
Era la estancia La Julia, a unos 120 kilómetros de la costa atlántica, sobre la ruta (aún hoy de ripio) que une Colonia Piedrabuena con Tres Lagos. A la vista, un páramo total. Terreno mesético, arenoso y prácticamente sin vegetación.
Pero Bianchi observó que había agua cerca, en la confluencia de los ríos Chico y Chalía (o Shehuen). Eso era suficiente para el proyecto que inició de inmediato.
Con la ayuda de un tractor de ruedas metálicas y cuatro colaboradores italianos, comenzó a construir un embalse y una larga serie de canales para regar los futuros cuadros de árboles.
Dividió una superficie de 600 hectáreas en seis cuadros iguales, y comenzó a plantar allí los nobles álamos de Lombardía, que se hicieron patagónicos por su resistencia al viento y la rapidez de su crecimiento.
Cuando se irguieron un poco, Bianchi comenzó a plantar hileras de robles, pinos, sauces y árboles frutales, al abrigo de esa primera barrera antiviento.
Con un mínimo de agua, todo comenzó a desarrollarse con admirables resultados.
Diez años después, el bosque de La Julia ya era una realidad. Y en el interior de los cuadros protegidos por los árboles, el milagro de don Bianchi comenzó a producir alfalfa, trigo, papas, frutas y verduras.
"A fines de los años 40 -recuerda hoy Mario Bianchi-, la verdura y las papas que salían de allí alcanzaban tal cantidad que se distribuían para la venta en los almacenes de La Anónima (la cadena del mismo grupo) por toda la provincia de Santa Cruz."
El valor de la herencia
En 1954, 25 años después de su llegada, La Julia estaba en su apogeo. Pero le había llegado la hora del retiro a don Menotti Bianchi, que dejaba allí la obra de una vida, reflejada en casi 100.000 árboles, que hacen de ese lugar una referencia única en la Patagonia.
Se volvió a Buenos Aires, donde estudiaban y trabajaban sus tres hijos, y murió en 1963, probablemente frustrado por no poder seguir plantando árboles.
Allá en el Sur, el bosque lo ha sobrevivido. No continuó progresando con la nueva administración que siguió, a cargo de Rolf Knoop, pero muchos miles de árboles resisten en pie hasta hoy.
Sin hablar, transmiten un mensaje conmovedor: no sólo hay que salvarlos de la muerte, sino que hay que encontrar muchos imitadores de aquel incansable italiano, que supo convertir un desierto en bosque.
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