El sistema de siembra directa adoptado en el país reduce el impacto ambiental en un 50%; mejora la actividad biológica de los suelos y su capacidad de retener carbono
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La huella de carbono de la soja argentina es de 143 kilogramos de dióxido de carbono equivalente por tonelada. Es una de las de menor impacto ambiental del mundo. El dato surge del Relevamiento de Tecnología Agrícola Aplicada (ReTAA), un sistema de recopilación de información desarrollado por la Bolsa de Cereales de Buenos Aires y utilizado para caracterizar la situación tecnológico productiva en el sector agrícola. Los datos más recientes corresponden a la campaña 2021/22.
“La única forma natural que existe de sacar carbono de la atmósfera es a través de la fotosíntesis. Las plantas son las únicas que tienen la capacidad de transformar carbono en estructuras vegetales y que ese carbono se convierta en materia orgánica, quede en el suelo y beneficie al sistema productivo”, explica Santiago Guazzelli, asesor, administrador de una empresa agropecuaria en Tandil, provincia de Buenos Aires, y socio de Aapresid.
El 33% de los suelos del mundo están degradados y el sistema de siembra directa ha ayudado a evitar la pérdida de 700 millones de toneladas de suelo por año a nivel global. Los datos surgen del promedio estimado por modelización para 54 países que realizan agricultura conservacionista.
Guazzelli es un apasionado de la sustentabilidad y aporta información que ayuda a entender por qué la masiva adopción de la siembra directa pone en situación de ventaja al sistema productivo argentino respecto de otros países.
“Esto se debe a la íntima relación que tiene la materia orgánica con la estructura de suelos, con la provisión de nutrientes, de agua para las plantas y la mejora en la fotosíntesis. Al no remover el suelo, no hay oxidación de materia orgánica y, por ende, no hay liberación de dióxido de carbono a la atmósfera”, dice el asesor.
Un paso más
Más allá de la práctica de cero labranza, desde Aapresid impulsan un sistema de siembra directa que propone un paso más e incluye, por ejemplo, la intensificación productiva con rotaciones y la incorporación de cultivos de cobertura -que permiten tener suelos vivos todo el año, como ocurre en la naturaleza-. “El objetivo es utilizar las rotaciones y las coberturas del suelo para suprimir los nacimientos de malezas, conservar mejor el agua, mejorar la biodiversidad, mantener nutrientes en el suelo y tener agroecosistemas eficientes”, amplía Guazzelli.
Se sabe que en un gramo de suelo existen más microorganismos que seres humanos en todo el planeta tierra. Por eso la actividad biológica de los suelos es trascendental. “Con este sistema, por cada milímetro de agua que consumimos, producimos un 25% más de granos. También producimos un 28% más de granos con todos los recursos que utilizamos y esos rendimientos son un 13% más estables”, dice el asesor y agrega que, además, este sistema requiere un 60% menos de uso de combustible fósil y ayuda a reducir el impacto ambiental en un 50% mejorando drásticamente la actividad biológica de los suelos.
“El cambio climático existe, el clima siempre cambió, gran parte de la ciencia cree que la acumulación de carbono en la atmósfera ha hecho que se exacerbe. Quedará para otro capítulo discutir el efecto antropogénico”, dice Guazzelli. En su opinión, lo que sí se sabe es que, este sistema aumenta la captura de carbono y reduce en un 40% las emisiones de dióxido de carbono; reduce en un 50% el requerimiento de fertilizantes sintéticos a partir de la incorporación de los cultivos de servicio y nos ayuda a aumentar tres veces la cantidad de granos que producimos por cada kilogramos de dióxido de carbono equivalente que emitimos. En definitiva, mejoramos drásticamente la huella de carbono de nuestros sistemas”, insiste sobre el tema asesor.
Desde Aapresid sostienen que cuanto más carbono se pueda acumular en los suelos en forma de materia orgánica, mucho mejor. Es un círculo virtuoso que va potenciando cada vez más la productividad.
La huella de carbono se expresa en kilogramos de dióxido de carbono equivalente por tonelada. Pero ¿cómo se mide? Guazzelli explica que la huella es la sumatoria de todas las emisiones y capturas que hace una actividad. Esta ecuación da un número que se divide por la productividad que tuvo el cultivo. “Entonces vos podés decir: yo emití por hectárea toda esta cantidad de gases de efecto invernadero menos lo que logré capturar en mi sistema, lo divido por las toneladas producidas y eso me da la cantidad de dióxido de carbono que emití por cada unidad de producción”, ejemplifica y aclara “uno de los grandes desafíos que tenemos es medir todo de la misma manera para después poder vender nuestros productos con una marca país asociada a la menor huella ambiental del mundo”.
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