Es uno de los “Padres fundadores” de su país; gracias a su talento se convirtió en uno de los políticos más influyentes de su época; pero se enredó en una contienda que le costó la vida
Alexander Hamilton encontró la muerte a solo tres metros de donde en parecidas circunstancias había perdido la vida su hijo mayor. El hombre que se había erigido como una de las mentes más influyentes en la política estadounidense del último cuarto del siglo XVIII se dejó arrastrar por un enfrentamiento absurdo que terminó por llevárselo a la tumba.
Hamilton, cuyo rostro puede resultar familiar para muchos porque aparece en el billete de 10 dólares, se ganó un lugar entre el selecto grupo de hombres que fueron bautizados como “Padres fundadores de los Estados Unidos”. Fue intérprete y promotor de la Constitución de su país, pero además fundó el sistema financiero de la incipiente nación, el Partido Federalista y el periódico The New York Post.
Pero nada de eso podía adivinarse cuando nació, el 11 de enero de 1757, en Charlestown, en las por entonces Islas Occidentales Británicas (actualmente, San Cristóbal y Nieves). Fue el fruto de una relación extramatrimonial de James Hamilton, un hombre de origen escocés, con Rachel Faucette, una mujer medio británica y medio francesa. Su padre lo abandonó cuando tenía 10 años y su madre murió de malaria cuatro años después.
Escapó a un destino funesto gracias a que fue acogido por un primo mayor que él, pero parecía que la desgracia lo perseguía. Su primo se suicidó al poco tiempo. Hamilton fue entonces adoptado por una familia de ricos comerciantes, y gracias a que demostró enorme inteligencia y talento, un grupo de millonarios decidió financiar su educación en Nueva York. Así fue como ingresó en el King´s College (hoy, Universidad de Columbia) para estudiar leyes.
Era un trabajador arduo y un escritor talentoso, que tenía muchas ideas y una enorme capacidad para plasmarlas por escrito de manera muy persuasiva, justo en pleno Siglo de las Luces y en tiempos en los que los norteamericanos de las Trece Colonias originales ya estaban hartos de ser sojuzgados por el Imperio Británico, que los exprimía a más no poder –tal como hacían todas las potencias europeas con todas sus colonias–.
En este turbulento contexto, no tardó en estallar la Guerra de la Independencia. Hamilton se unió como voluntario al ejército que luchó contra los británicos, donde llegó a desempeñarse como ayudante de campo –”mano derecha”– del general George Washington, el comandante en jefe del ejército de las Trece Colonias. Se le reconoció una destacada actuación en este conflicto decisivo para el nacimiento de su país y pudo alcanzar el grado de teniente.
Hamilton fue también uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia, el 4 de julio de 1776, en Filadelfia. Pero esto sería apenas el comienzo de una carrera que lo colocaría en el selecto grupo de hombres que pasaron a la historia como los “Padres fundadores de los Estados Unidos”. Contó para eso con dos “armas” infalibles: su extraordinaria inteligencia y su amistad con Washington.
En medio de su agitada actividad política, tuvo tiempo para conocer a una tal Elizabeth Schuyler, con la que se casó el 14 de diciembre de 1780 y con la que tuvo ocho hijos. Una década después, el matrimonio se vio empañado –aunque no roto– por la infidelidad de Hamilton con una joven de 23 años, llamada Mary Reynolds, que trascendió en la prensa, ameritó una confesión pública de él por escrito y lo convirtió en el primer caso de un político estadounidense envuelto en un escándalo sexual. Pero esa es otra historia.
Fue elegido para formar parte en el Congreso de la Confederación –el órgano de gobierno de los Estados Unidos desde el 1 de marzo de 1781 hasta 4 de marzo de 1789–, pero él decidió presentar su renuncia para poder volver a Nueva York y dedicarse a las leyes. Fue allí cuando fundó el Banco de Nueva York, el primer banco de los Estados Unidos.
No pasó mucho tiempo antes de que fuera convocado a formar parte del equipo del otrora general Washington con el que había trabado amistad durante la guerra y que ahora era el primer presidente de los Estados Unidos. La confianza ciega que el mandatario depositaba en él le valió el honor de convertirse en el primer secretario del Tesoro. Fue en el ejercicio de este cargo que trabajó en la creación de reglas para las importaciones y empezó los primeros desarrollos de la Casa de Moneda de su país para que este pudiera comenzar a producir su propio dinero.
Pero el hombre vivía añorando Nueva York y el ejercicio de la abogacía, por lo que en 1795 renunció a la Secretaría del Tesoro y regresó a su ciudad, para seguir dedicándose a las leyes mientras mantenía su cercana amistad con Washington y su influencia política.
A sus casi 40 años, aquel huérfano que se había forjado su propio destino a fuerza de coraje y talento, era uno de los hombres más influyentes de su país, estaba en la cima de su poder político y era un próspero abogado en la ciudad que amaba. Estaba en su mejor momento. Pero pronto las cosas se empezarían a descarrilar.
Todo “barranca abajo”
En 1796 fue elegido presidente John Adams, que había sido el vicepresidente de Washington. Pese a que era del mismo partido que Hamilton, éste lo detestaba y aprovechaba cada ocasión para dejarlo mal parado, a punto tal que le jugó en contra durante su campaña electoral.
Pero, como se dijo, Adams finalmente triunfó y se convirtió en el segundo presidente de los Estados Unidos. Los cuervos ya empezaban a revolotear sobre la cabeza de Hamilton, que recibió una humillación tras otra y fue dejado totalmente de lado. Para colmo de males, en medio de esa turbulencia, murió repentinamente Washington.
Era evidente a esta altura que el partido federalista ya no estaba en manos de Hamilton, que había sido su fundador, sino que ahora era manejado por Adams. Y lo que es peor, se le había dado injerencia a un tal Aaron Burr, otra figura política que Hamilton aborrecía, pero que ahora se le entrometía en su “propio barrio”, haciéndose con el control de Nueva York. Solo bastó un puñado de meses para que el poder político y la influencia de Hamilton se desmoronaran.
No solo eso, en las elecciones de 1800, su antiguo rival de gabinete, Thomas Jefferson, ganó la presidencia, con Burr como vicepresidente. Y para agravar más todo, una tragedia enlutó a su familia: a finales de noviembre de 1801, Philip, su hijo mayor recibió un disparo en un duelo y murió 14 horas después. Tenía 19 años.
Ahora bien, cuando Burr decidió no volver a candidatearse como vicepresidente de Jefferson, sino que anunció que se postulaba para el cargo de gobernador de Nueva York, Hamilton se juró que haría lo imposible para impedirlo. Y así fue. Encabezó una campaña de desprestigio en su contra y finalmente Burr perdió esas elecciones.
Burr atribuyó su derrota –no sin cierta razón– a las declaraciones que había hecho Hamilton en su contra. Luego de años de enfrentamientos, consideró esta última afrenta como la gota que rebasó el vaso, y lo retó a duelo para reparar su honor.
Reacio a los duelos, desde la muerte de su hijo en uno de ellos, Hamilton no tuvo más remedio que aceptar el desafío. Tenía razones para esquivarlo, no solo porque podría haber usado el argumento de que los duelos estaban prohibidos por la ley, sino también porque podría haber aducido que al poner en riesgo su vida afectaba intereses de sus acreedores. Pero no lo hizo.
En la madrugada del 11 de julio de 1804, tomó un bote y navegó por el río Hudson hasta un sitio conocido como los Altos de Weehawken, lugar que habían elegido junto con Burr por pertenecer a una jurisdicción donde la ley era más laxa a la hora de castigar los duelos. Quizás, en el camino recordó que recorría el mismo trayecto que tres años antes había conducido a su hijo a la muerte –su duelo también se había realizado en Weehawken–.
Nadie podrá saber nunca si ya tenía decidido lo que iba a hacer –algunos sugirieron que había hecho una promesa religiosa–, pero lo cierto es que su determinación fue tan absurda como los motivos que lo habían llevado hasta ahí. Tanto Burr como él cumplieron con todos los preliminares pertinentes, tomaron las armas y apuntaron, pero al momento de disparar Hamilton desvió a propósito su pistola y su bala pasó por encima de la cabeza de su oponente, que, sin titubear, le tiró a matar.
Hamilton cayó al suelo en el acto. La bala le entró por el abdomen afectando sus órganos internos. Poco más había para hacer. Aunque fue llevado a la casa de un amigo en Nueva York, para ver si allí podían salrvarlo, solo duró con vida 31 horas más. Murió el 12 de julio de 1804. Dos días más tarde fue enterrado en el cementerio de la Iglesia de la Trinidad, en Manhattan.
Dos siglos después de su muerte la figura de este prócer de los Estados Unidos fue revalorizada por una extensa biografía escrita por Ron Chernow –Alexander Hamilton, de editorial Penguin Books–, obra sobre la que a su vez se inspiró el exitoso musical Hamilton, que el compositor y letrista Lin-Manuel Miranda estrenó en 2015 y que aún sigue en cartel en Brodway (puede verse en streaming por la plataforma Disney+).
Hamilton fue el único de los “Padres fundadores de los Estados Unidos” que no ocupó la Presidencia, pero, sin embargo, fue considerado por muchos el más inteligente, talentoso e instruido de todos ellos –a excepción de Washington–. Padeció luego de su muerte cierto desprestigio por parte de sus detractores, quienes hicieron lo posible por borrar su legado. No lo lograron por mucho tiempo, porque su obra fue enorme, tan enorme como el error de dejarse llevar por pasiones destructivas que lo condujeron a la tumba antes de llegar a los 50 años.
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