La Argentina, sin políticas y atada con alambre
El enfrentamiento interno en el oficialismo afecta la gobernabilidad e impide que se tomen decisiones tendientes a solucionar la crisis económica y social que atraviesa el país
Si la grieta que hace 15 años divide a la dirigencia política argentina y a parte de la sociedad pasó a ser una herida cada vez más difícil de suturar, el enfrentamiento abierto dentro del Frente de Todos la agrava aún más porque afecta directamente la gobernabilidad. Al menos en lo que va del siglo XXI, cuesta recordar un gobierno donde ministros y funcionarios se cuestionen públicamente entre unos y otros sin que ninguno renuncie ni sea relevado, en nombre de una inexistente unidad.
Esta grieta interna dentro de la grieta no sólo abre la expectativa de que Alberto Fernández introduzca cambios en el gabinete, con pronóstico y alcances inciertos. Desde que el kirchnerismo blanqueó su oposición al acuerdo con el FMI, también complica la perspectiva económica de corto plazo. Con su habitual concisión, el politólogo Rosendo Fraga sostiene que, si bien hay margen para una tregua frágil en el FdT, el debilitamiento político del Presidente se extiende al ministro Martín Guzmán. Aun cuando el Fondo decidió no exigir reformas y dejar en manos del Gobierno la manera (“realista y pragmática”) de corregir, hasta fin de 2023, los principales desequilibrios macroeconómicos y de precios relativos.
El mayor problema es que en la Argentina todo está atado con alambre, comenzando por la conflictiva relación entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Su virtual divorcio político bajo el mismo techo tiene un efecto paralizante para la Casa Rosada que trató, sin éxito, de conciliar posiciones antagónicas con un discurso tan errático como ambivalente y atribuir la crisis económico-social sólo a factores externos imprevisibles (la guerra en Ucrania tras la pandemia).
Pero ahora ingresó en otra fase. Cada decisión oficial pasó a ser criticada ex post por funcionarios, legisladores, gremialistas y dirigentes sociales del ala kirchnerista, que buscan eludir cualquier costo político refugiándose en eslóganes dogmáticos y vetustas recetas para bajar la inflación con fracaso comprobado. No deja de ser llamativo, porque en los últimos años la movilidad social ascendente en la Argentina se verificó principalmente entre quienes accedieron a cargos públicos, dirigentes sindicales vitalicios y sociales que aspiran a imitarlos. Otra variante de oposición interna es recurrir al sálvese quien pueda, como el caso del gobernador Axel Kicillof con su reclamo de que la provincia de Buenos Aires sea excluida de cualquier recorte de gasto público porque “no da más”. También es curioso, porque fue la que recibió mayores transferencias discrecionales del Tesoro en 2021, con parte de las cuales adquirió un avión por más de 7 millones de dólares para uso de la gobernación y equipararse con la mayoría de los mandatarios provinciales. Al fin y al cabo, los recursos provienen de los 170 impuestos nacionales, provinciales y municipales en vigencia, el impuesto inflacionario (emisión de pesos sin respaldo) y/o la creciente colocación de deuda para cubrir el déficit fiscal.
De todos modos, el oficialismo no se priva de usar como blanco fijo a la CABA con la quita de coparticipación y la discrecional multiplicación –entre cuatro y cinco veces– de las valuaciones fiscales del impuesto inmobiliario (con impacto en Bienes Personales), como medida preparatoria para aplicar en otras provincias, que figura en el acuerdo con el FMI.
Con este marco, resulta imposible que la Argentina encare políticas públicas previsibles, ni mucho menos sostenibles, que puedan generar confianza. Otro tanto ocurre con las pocas políticas de Estado acordadas en el Congreso cuando la grieta era menos ostensible. No se cumplieron (180 días anuales de clases, jornada extendida en escuelas primarias); quedaron desactualizadas (seguro de desempleo, planes sociales para inserción laboral) o enfrentan restricciones externas (piezas para aerogeneradores eólicos).
De ahí que reinen la improvisación y las medidas de apuro. Ya sea en economía, energía, jubilaciones, asistencia social y educación. También en la ideologizada política exterior: hace apenas 50 días el Presidente ofreció a la Argentina como puerta de entrada de Rusia a América latina (donde apoya a los regímenes dictatoriales de Venezuela, Cuba y Nicaragua), pero ahora votó a favor de su exclusión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
Si Alberto Fernández no previó entonces la atroz invasión rusa a Ucrania, mal podía haber calculado que su voluntarista declaración de “guerra contra la inflación” iba a desencadenar una ola de remarcaciones preventivas de precios. Ni que el virtual armisticio fuera la prórroga de los programas vigentes de Precios Cuidados (con ajustes promedio del 3% mensual entre abril y junio) y de Cortes Cuidados de carne vacuna en supermercados (bajo la amenaza de suspender exportaciones si los frigoríficos no cumplen); más 5 precios de frutas y verduras (de alta volatilidad estacional) y otra módica canasta de 60 productos en comercios de cercanía para consumidores de menores ingresos. Más presumible era que, desde el kirchnerismo, el secretario de Comercio, Roberto Feletti, culpara al ministro de Economía por la aceleración inflacionaria. Pero no públicamente ni en los términos que utilizó en un reportaje radial, donde también aludió implícitamente a su superior Matías Kulfas. Otro encontronazo con el albertismo, similar al que el subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo, había protagonizado con Guzmán hace casi un año al resistirse a presentar su renuncia.
En realidad, la única certeza –dentro y fuera del oficialismo–, es que una inflación anual superior en casi 20 puntos a la prevista por el Gobierno en el acuerdo con el Fondo (38/48%) será la principal variable de ajuste de la economía para licuar el gasto público y los salarios en términos reales, más allá de que se “recalibren” algunas políticas o metas trimestrales. De ahí que se hayan sub-indexado los Precios Cuidados (sin perjuicio de aumentos superiores en otros productos) y que otro tanto ocurrirá con los salarios tras la apertura anticipada de paritarias en el sector público y privado. En este caso, porque los ajustes trimestrales tendrán un rezago frente a la inflación acumulada en cada período. O sea, correrán por detrás.
Aun así, la mayor recaudación tributaria no alcanzará para bajar el déficit fiscal, abultado por los subsidios ante la fuerte suba de precios internacionales de gas (US$40 por MTBU) y petróleo (US$100 por barril), que colocan a la Argentina frente a una nueva crisis energética, sin divisas suficientes para pagar las importaciones más caras de gas natural licuado (GNL) y combustibles líquidos para atender la mayor demanda invernal.
Falta de coordinación
Esta perspectiva revela la falta de coordinación entre la política económica y la energética, típica de los gobiernos kirchneristas. Sólo ahora pasó a ser prioritaria la renegociación con Bolivia para un mayor suministro de gas natural, a un precio promedio de US$12,2 dólares por MTBU (donde 40% del volumen depende de menores compras de Brasil); el acuerdo para importar GNL desde Chile y de intercambio gestado por el embajador Daniel Scioli para recibir energía eléctrica en invierno y devolverla en verano. También se acordó el próximo arribo a Bahía Blanca, a mediados de mayo, del buque regasificador de GNL, que este año procesaría la mitad de los embarques de 2021 y fue adjudicada la compra de caños para la primera etapa del gasoducto Néstor Kirchner (entre Neuquén y Saliqueló), aunque falta licitar la construcción de la obra civil. También se importará más gasoil, menos caro que el GNL, para resolver la actual escasez que amenaza la cosecha.
Sin políticas y con todo atado con alambre, la Argentina es el país de las oportunidades perdidas. Sin ir más lejos, si el kirchnerismo hubiera aceptado el plan presentado en 2019 por Guillermo Nielsen para impulsar la producción de Vaca Muerta, probablemente hoy podría autoabastecerse todo el año y también exportar.