Lo que impulsa las transformaciones radicales es la insatisfacción profunda
Cuando el malestar con el estado de las cosas es muy grande, aparecen las salidas creativas; si los incentivos están mal puestos, el esfuerzo individual puede volverse ineficaz frente a un sistema donde los errores de unos se trasladan como costos a otros
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Con el placer de recibirlos de nuevo en este espacio, esta vez con el recuerdo de “Bombita”. Simón Fisher (Ricardo Darín) es un ingeniero experto en explosivos cuyo vehículo es remolcado por una grúa debido a que estaba presuntamente mal estacionado mientras recogía una torta para el cumpleaños de su hija. Simón no puede dejar de pensar que se trata de una injusticia y decide ir a reclamar la anulación de la multa. Después de un intento frustrado de vencer a la burocracia, termina pagando la infracción y llega a casa cuando la reunión de su hija está por acabar, lo que desencadena un drama familiar.
Frustrado y harto de todo lo que le estaba pasando por semejante burocracia, pone explosivos en su vehículo y lo deja mal estacionado a propósito para que sea remolcado. La posterior explosión del centro de remolque tiene un impacto tremendo en los medios, y «Bombita» se transforma en un ídolo en las redes sociales, un ídolo de la gente harta del infierno burocrático estatal. Ahora le pregunto, amigo lector, ¿Bombita fue un delincuente o un justiciero?
Como imagino su respuesta, déjenme darles la bienvenida a la Argentina, que, luego de tantas injusticias vividas por los ciudadanos, ha reaccionado al injusto estatus existente.
El sentido de esta nota es señal de que lo que impulsa las transformaciones radicales es la insatisfacción profunda.
La vida en sociedad, como cualquier gran obra, se sostiene sobre pilares “morales” fundamentales. No obstante, lo importante no es la obra en sí misma, sino aquello a lo que apunta. Recomiendo mucho leer un libro del profesor Juan Carlos de Pablo, que se llama “Levantemos la puntería”, fuente de inspiración para este artículo.
“Imaginemos un país donde sus habitantes actúan bajo principios rectores: dicen la verdad, cumplen los contratos, respetan la propiedad ajena y resuelven conflictos pacíficamente. En un lugar así, desaparecerían muchas de las estructuras necesarias para controlar el desorden: policías, cárceles, rejas, tribunales e incluso armas.
Las energías y los recursos destinados a esos fines podrían redirigirse a construir viviendas, escuelas o canchas de pádel. Este ejemplo no es utópico; demuestra cómo la ética colectiva influye directamente en el nivel y la calidad de vida”.
Es un buen negocio y fuente de desarrollo vivir en una sociedad con alta moralidad. Es intolerable que no exista ya una ley de ficha limpia.
La dinámica y la fortaleza del cambio es esencial. Hay momentos en que se pagan más costos por no tomar decisiones.
Serrat diría “Bienaventurados los que están en el fondo del pozo, porque de ahí en adelante sólo cabe ir mejorando”.
Un mundo estático, satisfecho, no cambiaría salvo por eventos externos. Por el contrario, cuando la insatisfacción es profunda encuentra salidas creativas. La historia del progreso está llena de ejemplos: el e-mail revolucionó las comunicaciones, pero dejó a los carteros sin trabajo o reconvirtiéndolos en repartidores de productos.
La tecnología, como reflejo del cambio, también redefine las profesiones. Oficios que antes eran fundamentales desaparecen o se transforman: ya no llevamos televisores al técnico ni hacemos cola para comprar “El Gráfico” los martes; ya no sufrimos por devolver tarde una película al videoclub, hasta extraño el cantito del afilador.
Esto plantea una pregunta crucial: ¿cómo adaptarse sin perder de vista la esencia humana?
De Pablo sostiene que, en el fondo, lo que importa no es el objeto en sí mismo, sino su propósito. La realidad de un alumno no es el boletín, sino el aprendizaje; la realidad de una empresa no es el informe de ventas, sino las ventas.
El futuro es incierto, y nuestras decisiones no se basan en certezas, sino en expectativas. Nadie maneja si cree que va a chocar con su auto, ni invierte si no confía en un futuro mejor. La incertidumbre no debe paralizarnos.
Finalmente, toda acción tiene sentido en tanto beneficia, directa o indirectamente, a quien la ejecuta. Cambiar un presente cierto por un futuro incierto implica asumir riesgos con la esperanza de una recompensa mayor. En ese acto, el motor del cambio no es solo el deseo de progreso, sino también la confianza en que, aunque no conozcamos el camino exacto, hay algo mejor por construir.
En mi mundo financiero, el inversor generalmente es el último que cobra: primero los proveedores, empleados y, si queda plata, recién ahí cobra el inversor su utilidad.
Para que el mundo no se llene de “bombitas Darín”, insisto en que, si los incentivos están mal alineados, el esfuerzo individual puede volverse ineficaz frente a un sistema donde los errores de unos se trasladan como costos para otros. Funcionarios que toman decisiones erradas sin asumir sus consecuencias, ejecutivos que arriesgan capital ajeno o dirigentes que aseguran su estabilidad mientras condenan a generaciones a ser dependientes de subsidios. Insisto que es intolerable que no exista ya una ley de ficha limpia.
¿Por qué no exigir que quienes toman decisiones con impacto masivo –sean funcionarios, directores de corporaciones o líderes sindicales–, en caso de que dichas decisiones produzcan consecuencias negativas también los afecten a ellos y a sus patrimonios?
Administrar recursos escasos conlleva costos de oportunidad, y las prioridades que elegimos son reflejo de nuestros valores. Sin embargo, en sociedades donde el progreso es una asignatura pendiente, es el valor moral el recurso más escaso.
Aquellos que enfrentan las consecuencias directas de sus decisiones –el emprendedor que arriesga su capital, el profesional que asume su responsabilidad, el trabajador que pelea por un futuro mejor– actúan con una perspectiva diferente de quienes viven aislados de los resultados de sus actos. Es allí donde debemos centrar el debate: ¿cómo premiar el mérito, la honestidad y el esfuerzo, mientras penalizamos el abuso, la negligencia y el oportunismo? Insisto, es imperdonable que no tengamos ya una ley de ficha limpia.
Imagínense que les ofrecen participar en un concurso para patear penales al mejor arquero de todos los tiempos, supongamos a Gerónimo Rulli (mi alma pincharrata). El desafío consiste en patearle diez penales y les pagan 5000 dólares por cada gol que le hagan. ¿Les interesaría participar? Por supuesto que el 99% de los encuestados respondería que sí.
Ahora les ofrecen lo mismo, les pagan 5000 dólares por cada gol que hacen, pero, en la letra chica del concurso, dice que hay que pagar 5000 dólares por cada penal que les atajen o erren. ¿Aceptarían?
La mayoría de los encuestados con estas condiciones no aceptaría el desafío.
Es lógico que cuanto más se aleje una persona de los resultados de sus actos, más dispuesta estará a arriesgarse. Y si su beneficio personal es muy alto, menos incentivo tendrá en medir sus consecuencias negativas.