Los elevados costos del populismo recién se empiezan a ver
En la mañana del 25 de octubre de 2003, mientras su avión estaba recargando combustible en camino hacia Siberia, Mikhail Khodorkovsky, el dueño de la petrolera rusa Yukos, fue arrestado por la FSB, la sucesora de la temida KGB, en el aeropuerto de Novosibirsk. Khodorkovsky había comprado el 78% de Yukos por US$309 millones en 1996. Gracias a la suba del precio del petróleo y a la incorporación de las mejores prácticas de management, entre otros factores, la empresa valía miles de millones de dólares para 2003, convirtiéndolo en el hombre más rico de Rusia.
Poco antes del momento del arresto, Khodorkovsky estaba en tratativas para fusionar Yukos con la norteamericana Exxon Mobil. Pero Vladimir Putin y sus acólitos, los llamados siloviki, ex miembros de la KGB y otros organismos de seguridad, tenían otras ideas. Liderado por Igor Sechin –muy cercano a Putin desde que ambos trabajaron en la alcaldía de San Petersburgo–, este grupo quería reafirmar el rol del Estado en la economía, y particularmente en la energía. Querían crear un burguesía nacional que les respondiera. Khodorkovsky fue enviado a 10 años de trabajos forzados tras un juicio viciado, en el cual le reclamaron impuestos por miles de millones de dólares. Sus activos terminaron siendo absorbidos por la petrolera estatal Rosneft, desde 2004 liderada por Sechin.
Una vez que las empresas pasaron a la órbita estatal o a manos de empresarios amigos, miembros del gobierno de Putin las expoliaron. Gunvor, la empresa de trading de commodities de Gennady Timchenko, amigo de Putin, pasó a transportar en pocos años el 30% del crudo por vía marítima de Rosneft, entonces la mayor petrolera del país. El caso de Gazprom, la firma de capitales públicos y privados de gas, es más escandaloso aún. Arkady Rotenberg, compañero de Putin de sambo, una actividad parecida al judo, en la entonces Leningrado, armó una compañía de construcción, Stroygazmontazh, y en pocas semanas ganó la licitación para construir el gasoducto Nord Stream, que llevaría gas a Europa por el mar Báltico. Las ganancias de los funcionarios por la diferencia entre lo que los países pagan el gas y lo que recibe el estado ruso son mucho más grandes todavía.
Si cambiamos San Petersburgo por Santa Cruz, Rotenberg por Baez, Yukos por Repsol, etcétera, las similitudes entre el régimen de Vladimir Putin y el de Néstor y Cristina Kirchner son más que obvias. Ellos también intentaron crear una “burguesía nacional” que les respondiera. En ese contexto se inscribe la venta de parte de YPF a los Eskenazi y su posterior nacionalización, que dieron lugar al multimillonario juicio que acaba de perder la Argentina en los tribunales de primera instancia de Nueva York. Cristina Kirchner fundamentó la expropiación del 51% en manos de Repsol en aras de la “recuperación de la soberanía energética”.
Los Eskenazi casi no tenían experiencia en el sector petrolero, pero contaban con un activo fundamental: su relación con Néstor Kirchner. Habían comprado el Banco de Santa Cruz en 1998, con Néstor gobernador. Según Mariana Zuvic, la privatización preveía el pago de casi un millón de dólares por mes por la atención a los empleados públicos. Un arreglo muy raro, ser pagado para atender a clientes cautivos. Como decía el propio prospecto de la compra de las acciones de YPF por parte del Grupo Petersen, de los Eskenazi, para lo cual prácticamente no pusieron un dólar de sus bolsillos, estos tenían “experiencia en el manejo de empresas con elevados requisitos regulatorios”. Pero esa ventaja les duró poco. Fallecido Néstor Kirchner y con una escasez de dólares que chocaba con la necesidad de YPF de girar cuantiosos dividendos para que los Eskenazi repagaran los préstamos con los que compraron su parte de YPF, el gobierno nacionalizó la empresa.
La analogía entre el caso YPF y las empresas rusas tiene varios límites. El manejo de YPF es, a diferencia de casi todo otro organismo en manos del kirchnerismo o de La Cámpora, profesional. Y los métodos de los Kirchner distan mucho de las brutales formas del régimen de Putin.
Sin embargo, Antonio Brufau y otros directivos españoles no esperaron a verificar la mayor benevolencia de los Kirchner. Quizás hayan tenido en mente lo que le pasó a Khodorkovsky cuando, tras dos días de tensos interrogatorios por parte de los interventores estatales de YPF, se fueron raudamente a Uruguay para partir a España. Según un articulo en el diario El País del 22 de abril de 2012, los interventores de YPF registraron el departamento de Brufau en Buenos Aires. Una desgrabación de una conversación privada de Brufau con accionistas de YPF 48 horas antes de la estatización fue encontrada en la casa de Cristina Kirchner, según un artículo en Clarín del 27 de junio de 2021. Putin estaría orgulloso de ella.
En lo que sí se parecen los regímenes de Putin y el de los Kirchner es en la calidad de los colaboradores que reclutan, a gran costo para los contribuyentes. En el caso de Putin, la mayor parte son amigos de la KGB o de San Petersburgo, y en el de los Kirchner, de Santa Cruz. En ambos casos, suman gente dispuesta a cualquier cosa con tal de ascender en el poder y de sacar una tajada.
Quien mejor describe este patrón es Anne Applebaum, autora del best-seller El crepúsculo de la democracia. Dice que los regímenes antidemocráticos son antimeritocráticos. Y agrega: “Esta forma de dictadura blanda no requiere violencia masiva para mantenerse en el poder. En cambio, depende de un cuadro de élites para dirigir la burocracia, los medios estatales, los tribunales y, en algunos lugares, las empresas estatales. Estos clérigos modernos entienden su papel, que es defender a los líderes, por deshonestas que sean sus declaraciones, por grande que sea su corrupción y por desastroso que sea su impacto en la gente común y las instituciones. A cambio, saben que serán recompensados y promovidos.”
En el caso de YPF, la incompetencia, o quizás la malicia, están detrás del fallo que puede condenar a la Argentina a pagar hasta US$19.376 millones a los demandantes, que compraron el reclamo a los Eskenazi.
En 2012, tras el anuncio de la compra del 51% de YPF perteneciente a Repsol, el entonces secretario de Política Económica y hoy promovido a gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, dijo: “Los tarados son los que piensan que el Estado tiene que ser estúpido y comprar todo según el estatuto”. Justamente el fallo en contra de la Argentina se fundamenta en que el país no cumplió con el estatuto de YPF. Este, impuesto por decreto presidencial de Carlos Menem, exige al comprador de una posición de control de la empresa (más del 50%) a hacer una oferta de compra al resto de los accionistas. Estas cláusulas son usuales en los estatutos y están diseñadas para proteger a los accionistas minoritarios.
Hay otro fallo adverso para la Argentina, esta vez en los tribunales de Londres, que le puede costar a los contribuyentes hasta 1334 millones de euros. Esta demanda es por los llamados cupones de PBI, y hay otra similar en los tribunales de Nueva York. Estos instrumentos financieros, emitidos en las reestructuraciones de deuda de 2005 y 2010, convirtieron a la llamada por el kirchnerismo “mejor reestructuración de la historia” en una verdadera desgracia para los argentinos.
La idea de los cupones del PBI no era mala, en teoría. En 2005 la Argentina se recuperaba de una gran depresión. La reestructuración implicaba una quita brutal en el capital de los bonos. A cambio, se ofrecía un instrumento que pagaba si se crecía más de un cierto porcentaje. En la práctica, los cupones fueron un desastre. Primero, nunca debieron ser emitidos, porque los acreedores casi no los valoraron al momento de la oferta de reestructuración. Es decir, emitimos instrumentos por los cuales prácticamente no nos pagaron nada, pero que costaron mucho. Según una estimación de la consultora Econométrica, los pagos del cupón del PBI treparon a más de US$10.000 millones entre 2006 y 2012.
El segundo problema es que las mentiras del kirchnerismo nos hicieron pagar de más. Como consecuencia del dibujo de la inflación que hacía el Indec, y para mantener un relato de crecimiento, ese organismo sobreestimó la expansión de la economía. Esto nos llevó, según Econométrica, a un sobrepago de más de US$2000 millones entre 2009 y 2012. El tercer problema, que en conjunto con el segundo forman el nudo de la sentencia en contra que recibió la Argentina, es que los documentos legales que respaldan al cupón de PBI están mal redactados. Cada 5 o 10 años los países cambian las “cuentas nacionales”, que miden el nivel y la tasa de expansión del PBI. El documento de los cupones estaba mal preparado para este cambio, otra muestra de impericia.
En 2013, año en que hubo elecciones de medio tiempo, el gobierno mantuvo la ficción de que la economía crecía vigorosamente. Si uno toma la medición publicada el 21 de febrero de 2014, en base al indicador llamado EMAE, las cifras sugerían que la actividad había crecido 4,9% en 2013. El contrato de los cupones estipulaba un pago si la economía crecía más del 3,22%. Pero pocas semanas después, al publicar una nueva medición de las cuentas nacionales, el Indec estimó que la economía había crecido menos del 3% en 2013, algo más acorde a la realidad. El gobierno no pagó nada, dando lugar a la demanda.
Los costos de la mala estatización de YPF y del cupón de PBI se suman a los de otros carísimos desatinos del kirchnerismo, como la saga con los holdouts. Pero este no es el mayor costo del populismo. El mayor costo es el reputacional, al haber implementado políticas totalmente destructivas para cualquier emprendedor o empresario, como el cepo, los controles a las importaciones y los múltiples cambios en las reglas de juego. ¿Cómo convencerlos, cuando venga un nuevo gobierno, de que estos desatinos no ocurrirán más?
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