Coleccionar es custodiar
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La reciente adquisición por parte del empresario Eduardo Costantini de la Colección Daros Latinamerica para su incorporación al Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires ha sido celebrada —con razón— como un acontecimiento cultural de primera magnitud. Más allá del número de obras o de los nombres involucrados, el hecho invita a una reflexión más profunda sobre una figura a menudo incomprendida y, no pocas veces, injustamente sospechada: la del coleccionista privado.
Durante siglos, gran parte del patrimonio artístico que hoy admiramos en museos públicos fue conservado, estudiado y transmitido gracias a coleccionistas privados. Lejos de ser meros acumuladores de bienes, los grandes coleccionistas han actuado como custodios temporales de la memoria cultural, asumiendo riesgos económicos, responsabilidades materiales y decisiones intelectuales que los Estados —por incapacidad, desinterés o falta de recursos— no siempre estuvieron en condiciones de asumir.
El caso de la Colección Daros resulta paradigmático. Concebida, formada y sostenida fuera de América Latina, permitió durante décadas la preservación, investigación y visibilidad internacional de un conjunto fundamental del arte moderno y contemporáneo latinoamericano. Su incorporación a una institución con vocación pública y ubicada en la Argentina no debería leerse como una “corrección” de un desvío previo, sino como la culminación natural de un ciclo virtuoso: del coleccionismo privado a la custodia institucional.
Sin embargo, cada vez que un proceso de este tipo ocurre, surgen voces que reclaman una mayor injerencia estatal en el mercado del arte y de las antigüedades, invocando nociones amplias y a menudo imprecisas de “patrimonio cultural”. Ese impulso merece ser examinado con cuidado. Confundir protección con injerencia, y tutela con control, es un error conceptual grave.
El mercado del arte —con todas sus imperfecciones— es también un espacio de circulación, descubrimiento y preservación. Pretender que el Estado se erija en árbitro permanente de lo que puede o no coleccionarse, adquirirse o transferirse no sólo es impracticable: es culturalmente empobrecedor. La experiencia comparada demuestra que los sistemas más dinámicos y fecundos son aquellos que protegen al coleccionista serio, le exigen diligencia y transparencia, pero no lo tratan como un sospechoso estructural.
Aquí se sitúa una de las tensiones centrales de nuestro tiempo: la relación entre colecciones privadas y patrimonio público. Esa tensión no debe resolverse mediante la subordinación de unas a otros, sino a través de mecanismos de cooperación, incentivos adecuados y marcos normativos previsibles. Cuando el coleccionista percibe que su actividad puede convertirse retroactivamente en objeto de reproche o intervención arbitraria, el efecto no es la protección del patrimonio, sino su ocultamiento, su expatriación o su inmovilización.
El caso argentino no es ajeno a este dilema. En un país con recursos públicos limitados para la adquisición, conservación y exhibición de obras de arte, hostigar al coleccionismo privado sería un acto de torpeza cultural. Por el contrario, reconocer su papel, ofrecer seguridad jurídica y fomentar su articulación con instituciones públicas resulta indispensable.
La incorporación de una gran colección privada a un museo no debería alimentar la ilusión de que el Estado —o lo público— puede prescindir del coleccionismo. Al contrario: debería recordarnos que sin coleccionistas no hay mercado, sin mercado no hay circulación, y sin circulación no hay historia viva del arte.
Proteger el patrimonio cultural no significa estatizarlo, ni congelarlo, ni moralizar retrospectivamente los recorridos de las obras. Significa crear condiciones para que quienes coleccionan con conocimiento, pasión y responsabilidad puedan hacerlo sin temor, sabiendo que su tarea —lejos de ser sospechosa— es una de las formas más antiguas y eficaces de cuidado de la cultura.




