Aunque la inflación muera, la moneda no resucitará
Cualquier atisbo de tolerancia social al desequilibrio fiscal mantendrá difunta la moneda, sin poder responder a las demandas de empleo, ahorro, crédito e inversión
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¿Muerto el perro, se acabó la rabia? Para muchos, haber bajado la inflación fue el gran logro de Javier Milei y, como ello ya ocurrió, ahora se espera de él mucho más. Son las famosas asignaturas pendientes, acumuladas durante décadas de desatinos. Si la inflación está cerca de ser derrotada, es tiempo de mejorar el nivel de vida de la población como los demás países del mundo. Si el presidente fuera un estadista -sostienen- se ocuparía de asuntos más cercanos a las necesidades de la gente en lugar de hablar tanto de economía. Ahora habría llegado el tiempo de la reactivación, de las políticas de Estado, los planes de desarrollo y las estrategias de largo plazo para establecer prioridades, promover inversiones y atender el impacto social de los cambios futuros.
En la Argentina, la pala dirigista excavó durante décadas el pozo de nuestra decadencia, enterrando las instituciones y sepultando la moneda. Desde el mítico Consejo Nacional de Posguerra (1944), a los planes quinquenales (1947 y 1953), pasando por el Conade (1961-1973); las minuciosas 160 Políticas Nacionales (Decreto 46/70) y el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación del socialismo nacional (1973), ninguno dio prioridad a la estabilidad monetaria ni (mucho menos) al equilibrio fiscal. A partir de la democracia recuperada en 1983, hubo áreas de planeamiento a cargo de Adolfo Canitrot, Moisés Ikonikoff o Vittorio Orsi, funcionarios de bien, cuyas opiniones fueron desoídas en el huracán de las sucesivas crisis.
El fracaso del Plan Austral (1987); la hiperinflación (1989-90); el fin de la convertibilidad (2001) y el default de 2002 fueron resultado de aquellos extravíos. Durante la nefasta gestión de Julio de Vido en el Ministerio de Planificación Federal (2003-2015) todo se agravó, al usarse al Estado en provecho de una banda criminal durante 12 años. Ese desastre tuvo un costo reputacional (además de material), que debe pagarse ahora.
La gran diferencia con los países que tomamos como ejemplos, es que la Argentina carece de moneda y, aún ahora, la menor inflación no implica que aquella resucite. Desde 1970 hemos quitado 13 ceros al peso, sufrido dos hiperinflaciones, incurrido en nueve defaults y recurrido 24 veces al FMI. Durante aquellos funestos 12 años se terminó de arruinar la autoridad moral del Estado como organizador de la vida colectiva y el plan “platita” de Sergio Massa le dio el último tiro de gracia. Sin moneda, crédito ni reputación, la economía tardará en recuperarse. “El que se quemó con leche, ve una vaca y llora”, dicen los argentinos y repiten los extranjeros esperando ser convencidos.
La tasa que mide el riesgo país pondera la capacidad de un Estado para cumplir con los servicios de su deuda y tiene un sesgo financiero. La tasa que mide los signos vitales de la moneda para determinar si es mal pasajero, catalepsia o muerte irreversible, pertenece al mundo de las instituciones. Estas son las vigas maestras de toda sociedad ordenada y reflejan sus valores compartidos, estableciendo las reglas de juego para su funcionamiento. En las democracias liberales rige la ley (rule of law) bajo la forma del Estado de Derecho, cuya hija dilecta es la seguridad jurídica, madre del trabajo productivo, la inversión fecunda y la prosperidad colectiva. El apego a la ley, la eficacia judicial y la sanción a los desvíos hacen predecible el futuro.
La moneda es una institución fundamental como la división de poderes, la independencia de la Justicia, el respeto a los contratos, la propiedad privada, el régimen de la familia, el federalismo o la educación pública, gratuita y obligatoria. Es como la entretela del traje común que da estructura, cuerpo y forma a las demás.
La República Argentina construyó su arquitectura republicana colocando ladrillo tras ladrillo con enorme esfuerzo. Sobre el cimiento de la Constitución de 1853/60 se creó la Corte Suprema de Justicia en 1863; se aprobó el Código Civil en 1869 y el de Comercio en 1889; la ley de educación pública se dictó en 1884 y la de matrimonio civil en 1888, entre otras. Fue Julio A. Roca, quien después de lograr la unidad territorial con la Campaña del Desierto (1879), unificó la proliferación de billetes y metálico con el peso moneda nacional (1881). Hasta que el “peso ley” lo reemplazó casi un siglo más tarde (1970), resellando sus ceros vergonzantes y abriendo camino a la inflación.
En un sistema capitalista, basado en la división del trabajo e intercambio de bienes y servicios, la moneda es la institución que hace posible la vigencia del resto. Sin moneda, los docentes no cobran por sus horas de cátedra, los jueces no son retribuidos por su dedicación, los jubilados deben mendigar, las fábricas se paralizan y los comercios cierran sus puertas. Sin moneda, los derechos son letra muerta y prevalece la mayúscula del más fuerte o la letra “viva” del más corrupto.
Lo sabía bien Vladimir Illich Ulianov (Lenin) quien intentó destruirla mediante la inflación intencional del rublo en 1919 hasta que el desabastecimiento y la hambruna lo obligaron a dar marcha atrás reintroduciendo mecanismos de mercado para incentivar la producción de los odiados campesinos (kulaks).
De las tres funciones de la moneda, la reserva de valor es la que mejor sirve para verificar su vitalidad o su extinción. Es la que posibilita el ahorro, el crédito y la inversión, motores del mayor empleo, mayor consumo y mayor solvencia fiscal. Cuando el público no ahorra en pesos, cuando los inversores se resisten a enterrar divisas en nuestro suelo o cuando el menor parpadeo político provoca dolarización de carteras, se comprueba que ha dejado de existir como tal, aunque la consagre una ley. Esta es la realidad argentina, bien diferente de la de los países vecinos, y lo que motiva la reticencia ministerial a flotar sin el resguardo de las bandas cambiarias.
Aunque la inflación esté muerta, no resucitará por sus propios medios. Cualquier atisbo de tolerancia social al desequilibrio fiscal, por buenas o malas razones, la mantendrá difunta, en su non sancto sepulcro. Y mientras no haya moneda, no podrá darse rápida satisfacción a las demandas que requieren empleo, ahorro, crédito e inversión.
Sin dolarización, la recuperación del peso exigirá reconstruir una confianza ya perdida; no en este gobierno en particular, sino en la volátil sociedad argentina, reflejada en sus consensos políticos, en las actitudes de sus representantes y en las opiniones de sus dirigentes. No está al alcance de Javier Milei ordenar, disponer o decretar que la moneda vuelva a ser aceptada como reserva de valor mientras unos y otros no asuman como propio ese desafío. Solo podrá consolidar su liderazgo para que, a través de los votos, aquellos se vean forzados a aceptar el dictum popular.
El ejemplo de Claudio “Chiqui” Tapia, con sus nexos políticos, judiciales y deportivos supera cualquier límite moral y simboliza, en una sola persona, todo lo que está podrido en la base de nuestra convivencia. Si los billetes en curso tuvieran su imagen, entenderíamos mejor por qué carecemos de moneda
Recuperar la moneda requiere el esfuerzo de legisladores, jueces, empresarios, sindicalistas, gobernadores, dirigentes sociales y de todos quienes gravitan sobre el funcionamiento de nuestras
instituciones. De ello dependerá la firmeza de las reformas en curso y la sustentabilidad del equilibrio fiscal. Las agachadas, los desvíos, las picardías, los guiños, los acomodos, las trenzas, las pequeñas corruptelas y la gran corrupción, pueden dilatar su recomposición.
El ejemplo de Claudio “Chiqui” Tapia, con sus nexos políticos, judiciales y deportivos supera cualquier límite moral y simboliza, en una sola persona, todo lo que está podrido en la base de nuestra convivencia. Si los billetes en curso tuvieran su imagen, entenderíamos mejor por qué carecemos de moneda.
¿Tienen conciencia de que contribuyen a la corrosión institucional los legisladores que asumen con juramentos disparatados, los gobernadores que “coimean” a la oposición y se endeudan para no reducir gastos o los camaristas que desoyen los fallos de los tribunales superiores?
¿Qué convicciones tienen los legisladores que asumen sus bancas con actitudes impropias y juramentos disparatados? ¿Qué principios inspiran al gobernador que amplía el directorio de un banco oficial para “coimear” a la oposición y endeudarse en lugar de reducir gastos? ¿Saben que esos cargos no les pertenecen? ¿Desconocen la responsabilidad de sus investiduras y que carecen de libertad para hacer cualquier cosa, como si la Argentina fuera un país invertebrado? ¿Qué impulsa a un camarista laboral, en pleno debate de la reforma, a desconocer el fallo del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad, cuya competencia debe respetar? ¿Tienen conciencia, todos ellos, de que contribuyen a la corrosión institucional y a la extinción de la moneda?
Recomponer la vigencia de las instituciones y la aceptación de la moneda son condiciones necesarias para poner en marcha el país. Un compromiso fundacional, para que tantos reclamos y expectativas puedan hacerse realidad.









