El exorbitante costo de la política
Tras la debacle electoral posterior a las PASO y el tembladeral de vertiginosas situaciones que le vienen sucediendo, el Presidente y su vicepresidenta se aprestan a profundizar el ya asfixiante gasto público para intentar congraciarse con aquellos que el domingo último les retacearon el voto.
Hasta aquí, no solo reniegan de obturar una de las principales heridas por las que el país se desbarranca hacia profundidades de consecuencias impredecibles, sino que se muestran decididos a acelerar a fondo en ese rumbo suicida. Prometen incrementar los montos de planes de ayuda destinados a la población de menores recursos, el aumento del 46% en el salario mínimo antes de fin de año, inventando subsidios, manteniendo el congelamiento de tarifas de servicios públicos con impacto sobre el déficit fiscal, creando e incrementando aún más impuestos para financiar un festival asistencialista que ya venía escalando aceleradamente, la contracara de los desaguisados de un gobierno sin plan económico y sin interés por resolver la enorme deuda que deberemos una vez más afrontar todos para pagar con el futuro semejante dispendio. La explosiva estrategia estaba en marcha desde antes de las PASO.
Los anuncios ya habían incluido el otorgamiento de préstamos para monotributistas a tasa cero; aportes para compras de computadoras estudiantiles; bonos adicionales para jubilados y pensionados que cobren hasta dos haberes mínimos; refuerzos de la AUH y extensión de la Tarjeta Alimentar; reconocimiento a las madres de un año de aporte jubilatorio por hijo, y la ampliación del presupuesto 2021 para llegar hasta fin de año cubriendo el brutal desfase creado por la propia impericia gubernamental. Se avanzó por el camino fácil de dilapidar recursos ficticios, que es también el más peligroso.
Sabedores de que seguir incrementando el gasto público no hará más que agravar la ya ruinosa situación en la que se encuentra el país, numerosos dirigentes de la oposición política han dado a conocer algunas saludables propuestas que impulsarían en el Congreso en caso de acceder a una banca y que todos deberían apoyar más allá del resultado en las urnas.
Por ejemplo, María Eugenia Vidal se ha pronunciado por que los sueldos de los legisladores nacionales queden atados a los aumentos que reciban los jubilados y no a discreción de las cámaras. Sergio Massa y Cristina Kirchner habían dispuesto un aumento cercano al 47% cuando las paritarias promediaban poco más del 30, precisamente abusando de su control sobre ambas cámaras y lejos de dar el ejemplo que los argentinos, víctimas de penurias económicas, habrían valorado. Ya como gobernadora de la provincia de Buenos Aires, Vidal había impulsado la eliminación del régimen especial de jubilaciones para los cargos de gobernador y vicegobernador, y de legisladores, obligando a estos últimos a presentar declaraciones juradas.
Ricardo López Murphy recoge un largo reclamo ciudadano: eliminar las listas sábana reemplazándolas por la boleta única de papel. Además de bajar el enorme gasto asociado a infinidad de boletas partidarias, los comicios simplificados ganarían transparencia. Entre sus iniciativas también figuran reducir el número de asesores de la política y bancarizar todos los pagos del Estado evitando, entre otras cuestiones, que haya organizaciones que reciban subsidios no registrados, de los que sacan provecho punteros políticos alimentándose de las necesidades de los más vulnerables.
Javier Milei propone achicar el gasto mediante la eliminación de la obra pública, yendo hacia un sistema de iniciativa privada, recortar las transferencias discrecionales –tanto de la Nación a las provincias como de las provincias a los municipios–, y la eliminación de subsidios económicos.
Y José Luis Espert prioriza la reducción de ministerios; condicionar los envíos de coparticipación a las provincias a los gastos federales que se hagan en cada distrito; declarar a la Argentina como país de cielos abiertos para que muchas aerolíneas vuelvan a generar trabajo aquí, y auditar la nómina de beneficiarios de planes sociales para que alcancen solo a quienes puedan comprobar que han quedado fuera del sistema.
Más allá de si se acuerda o no con las propuestas de los candidatos, queda claro que la reducción del gasto público es una necesidad imperiosa e impostergable que solo el Gobierno y sus aliados prefieren no atender, anclados en un populismo acérrimo, intervencionista, discrecional y corrupto.
Está claro que poner plata en los bolsillos de los ciudadanos, haciendo gala de un funesto cortoplacismo, no garantizará necesariamente el éxito electoral del oficialismo, como ya se vio. La profundidad de la crisis económica y sobre todo moral ha quedado expuesta ante los ojos de millones de personas que interpretan, con tanta claridad como dolor, los efectos devastadores de una pésima gestión de gobierno sobre su salud, su educación, su trabajo, su seguridad y, en particular, sobre su futuro y el de sus hijos.
LA NACION