El legado de Jane Goodall
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La muerte de Jane Goodall marca el final de una era en la ciencia, la conservación y la defensa del planeta. Su vida y obra constituyen uno de los capítulos más luminosos de la historia contemporánea, un ejemplo de cómo la pasión y la perseverancia pueden transformar no solo una disciplina académica, sino también la manera en que la humanidad se relaciona con la naturaleza.
Goodall inició, en 1960, un proyecto de investigación en el Parque Nacional Gombe, en Tanzania, que alteró para siempre la primatología y las ciencias del comportamiento. Fue allí donde observó a los chimpancés utilizando y fabricando herramientas, un hallazgo que derrumbó la creencia de que el ser humano era la única especie capaz de hacerlo. A partir de ese instante, la frontera entre nuestra especie y el resto del reino animal se volvió más difusa, más humana en el sentido profundo de la palabra. Como señaló su mentor Louis Leakey, había que redefinir lo que entendíamos por “hombre” o, de lo contrario, aceptar que los chimpancés eran también parte de nuestra condición.
Goodall no solo aportó datos científicos revolucionarios, sino que lo hizo rompiendo convenciones establecidas: convivió con los animales en su hábitat, les puso nombres en lugar de números, los trató como individuos con personalidad y emociones. Con esa mirada empática, inauguró un enfoque que trascendió la ciencia y se convirtió en filosofía de vida. Entender que los chimpancés —y por extensión, otras especies— sienten, aprenden y transmiten cultura, cambió radicalmente la percepción del ser humano respecto de su lugar en el planeta.
Pero el legado de Goodall no quedó confinado a los laboratorios ni a los artículos académicos. Desde fines de la década del 80, comprendió que la preservación de los grandes simios dependía de acciones más amplias, vinculadas al cuidado de los bosques, la gestión comunitaria y la educación. De allí nació el Jane Goodall Institute, que hoy desarrolla programas de conservación en África y proyectos educativos en diversos continentes. A través de él impulsó la iniciativa Roots & Shoots, que inspiró a miles de jóvenes en más de 100 países a emprender acciones concretas por la justicia ambiental, la paz y la biodiversidad.
En 2002, las Naciones Unidas la nombraron Mensajera de la Paz, un rol que asumió con la misma entrega que sus observaciones en la selva. Su voz se convirtió en referente moral en la lucha contra el cambio climático y la destrucción de la biodiversidad.
Aun cuando en sus últimos años se mostró cada vez más preocupada por el futuro del planeta, jamás perdió la convicción de que cada persona, con sus decisiones cotidianas, podía marcar una diferencia. Esa combinación de realismo y esperanza fue quizás su mayor don como comunicadora.
Hoy, cuando el planeta enfrenta desafíos ambientales sin precedentes, la figura de Goodall se agiganta. Su ejemplo interpela tanto a gobiernos como a ciudadanos. Nos recuerda que las soluciones requieren ciencia, pero también empatía; políticas públicas y compromisos individuales. Y que toda transformación comienza con la capacidad de observar, escuchar y aprender, tal como ella lo hizo hace más de seis décadas en las selvas de Tanzania.
La mejor manera de honrarla no es con palabras, sino con hechos: proteger la biodiversidad, reducir el impacto ambiental de nuestras decisiones y promover una convivencia más armónica con el resto de los seres vivos. Jane Goodall nos mostró que es posible hacerlo y que, en última instancia, de ello depende nuestra propia supervivencia.





