La necesaria autocrítica de la clase dirigente
Frente a dramas como el de la creciente pobreza, es lamentable nuestra incapacidad para aprender de los errores cometidos a lo largo de décadas
En los últimos días, el exvicejefe de Gabinete y actual asesor presidencial Mario Quintana sorprendió a quienes lo escuchaban en un seminario con una autocrítica que la dirigencia en general no acostumbra realizar: "Como clase dirigente, les tenemos que pedir perdón a nuestros pobres. Hay mucha gente que la está pasando muy mal, y yo asumo la responsabilidad que me toca, la culpa que me toca", afirmó.
Se trata de una actitud que debería ser imitada por muchos otros actores no solo del ámbito político, sino también de otros sectores de la vida nacional, que, en distintos momentos de la historia reciente y no tan reciente, han distado de estar a la altura de las circunstancias y de las exigencias de un país que atraviesa una prolongada crisis, consecuencia de equivocadas creencias, de concepciones populistas y de quienes se sirvieron del Estado con mezquinos intereses personales no exentos de actos de corrupción.
El pedido de perdón debería empezar por la expresidenta Cristina Kirchner, quien durante su último año de mandato, en 2015, provocó vergüenza al mentir descaradamente nada menos que al hablar en la sede de la Oficina de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) sobre la pobreza en la Argentina. Señaló en esa ocasión que nuestro país tenía un nivel de pobreza inferior al 5%, al tiempo que la indigencia era de apenas el 1,27%. No le fueron en zaga ni su entonces jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, quien llegó a decir que teníamos menos pobres que Alemania, ni su ministro de Economía y actual postulante a la gobernación bonaerense, Axel Kicillof, quien se negó a hablar de cifras sobre pobreza por entender que eso implicaba "estigmatizar a los pobres".
Esconder la realidad social por la vía de la manipulación de las estadísticas oficiales no solo constituye un clarísimo ejemplo de mal desempeño en la función pública, sino que también impide llevar a cabo diagnósticos eficaces sobre la situación social para planificar, adoptar e implementar políticas públicas que permitan superar problemas como el de la pobreza y distribuir de manera adecuada los recursos públicos disponibles. En tal sentido, podríamos preguntarnos qué fue de la ley del hambre más urgente, sancionada por el Congreso hacia fines de 2002 con apoyo prácticamente unánime de todos los sectores políticos y de la sociedad civil, y de qué manera la falta de índices confiables coartó su instrumentación.
Una autocrítica no menor le corresponde hacer al presidente Macri, por comprometerse, irresponsable e ingenuamente, a lograr un nivel de "pobreza cero". Sin reparar en la gravedad y complejidad de la cuestión, pidió que se lo juzgara, al término de su gestión, por su eficacia para reducir o no este problema.
Si bien se han registrado avances no menores en términos de mayor acceso a servicios de infraestructura, como mejores caminos y cloacas, la pobreza sigue midiéndose en términos de ingresos familiares y de acceso a canastas básicas, aspectos en los que el nivel de pobres en los conglomerados urbanos ha ascendido al término del segundo semestre de este año a más del 35%.
Un párrafo aparte merece la utilización política del pobre. Es el caso de no pocos caudillos provinciales y municipales que hoy se rasgan las vestiduras quejándose por la situación de los segmentos más sumergidos de la sociedad, pero que no reparan en usar a los pobres como carne de cañón para sus objetivos políticos.
La autocrítica de la clase dirigente no puede limitarse exclusivamente a la incapacidad para resolver el problema que representan los elevados niveles de pobreza. Por el contrario, debería extenderse a la insólita pretensión de que el Estado puede gastar mucho más de lo que recauda por los siglos de los siglos; a la eterna idea de financiar el déficit público mediante un impuesto inflacionario que, inevitablemente, terminará castigando en mayor medida a los sectores más vulnerables de la población; a la práctica de fogonear la inseguridad jurídica y de despreciar en público a quienes tarde o temprano estaremos condenados a mendigar un préstamo internacional para dejar atrás temporariamente el fruto de nuestros desaciertos.
En definitiva, nuestra mayor autocrítica debería pasar por la falta de voluntad para aprender de los errores cometidos a lo largo de décadas, por cuanto, como advirtió hace mucho Albert Einstein, no se puede hacer una y otra vez lo mismo esperando obtener resultados diferentes.