Después de la marcha, hora de reflexiones
Las universidades públicas deben asumir la obligación impostergable de revisar políticas cuestionadas desde hace tiempo y afrontar el debate sobre la “gratuidad”
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La marcha del martes por la educación pública universitaria fue un éxito por su extraordinaria masividad, por el orden con el que se desplazaron los manifestantes y por el tino de las autoridades de aplicar con elasticidad criteriosa, según las circunstancias y la convocatoria alcanzada, las normas en vigor para sucesos callejeros de esa naturaleza.
Ahora bien, ¿contribuirá algo de lo ocurrido a asegurar que la educación pública universitaria esté mejor en adelante? Antes de la marcha del martes, el Gobierno había procurado, tardíamente, es cierto, acortar distancias en las discusiones sobre la merma por demás fuerte sobre los recursos financieros que se transfieren a las universidades en relación con los de los últimos años.
Sergio Massa estuvo entre quienes se sumaron a los manifestantes, pero con una presencia que solo sirvió para recordar que había podado drásticamente esos recursos aun en el festival de dilapidación de fondos públicos con el que recorrió la recta final de su fracasada campaña electoral. También estuvo presente el gobernador de Buenos Aires, tan cómplice del deterioro educativo en la provincia de Buenos Aires por su afinidad de fondo con el jerarca sindical, Roberto Baradel, que ha dejado por años y años a los chicos de las escuelas bonaerenses infinidad de días sin clases. Axel Kicillof se colocó muy cerca del palco desde el que hablaron varios oradores, pero no pudo acceder a él.
Esa sombría picaresca del acto trascendental del martes involucró a otros personajes y grupos no menos discutibles, y reactualizó las razones por las que la UCR es un partido sin más rumbo definido que el de sacar ventajas controvertidas sobre su predominio en la UBA y por qué Juntos por el Cambio logró el infausto milagro, en solo cuestión de meses, de volar por los aires. Fue no solo por culpa de sus principales asociados, sino también por la indescifrable vocación última de la ahora modesta comparsa que lo acompañó desde su gestación, en 2015.
El Gobierno se ha notificado de la repercusión callejera acuciada por su tratamiento de una de las áreas más sensibles en cualquier sociedad. No debe olvidarse que en otros países ese mundillo ha sido protagonista de hechos históricos, como el mayo francés de 1968 y, casi en coincidencia, las revueltas que en los Estados Unidos tuvieron hace más de cincuenta años por epicentro la Universidad de California, en Berkeley. Ha resuelto así el Gobierno que las relaciones con la comunidad universitaria sean asumidas directamente por el secretario de Educación, Carlos Torrendell, de notable prudencia para los estándares actuales en la administración pública, y se desplace la intervención en el tema del subsecretario de Políticas Universitarias, Alejandro Álvarez, de carrera experimentada entre albures de luchas internas peronistas.
Es insostenible, hasta por principio, la gratuidad de los estudios para quienes pueden pagarlos por sí mismos o la gratuidad para estudiantes que a veces provienen de países en mejor situación que el nuestro y representan el 4% de la matrícula total
Las universidades deberán resignarse, con todo, a algunos de los rigores mayúsculos de un Estado que el kirchnerismo dejó en la ruina y al accionar de un presidente dispuesto a cambiar el rumbo del país sin un programa más orgánico y estable que el de su tormentoso temperamento. Sin un verdadero presupuesto nacional en vigor, como lo ordena la Constitución nacional, no hay por ahora otro eje previsible, si cabe la expresión, que el carácter presidencial volcado con tenacidad a forzar que todas las áreas de gobierno se conviertan en subsidiarias de la dirección económica, su estricta obsesión.
Aquello de que “no hay plata” está lejos de constituir la vieja muletilla para sacarse menesterosos de encima o el taimado recurso para retacear a cada uno lo que corresponda. “No hay plata” porque el país ha quedado en la miseria y porque evitar el déficit es uno de los pocos objetivos que Javier Milei tiene realmente en claro.
Hay padecimientos que se mantienen fuera de la luz pública por un pudor que a breve plazo pesará menos que los efectos paradójicamente desbordantes de la inanición. Las academias nacionales, que funcionan por subsidios establecidos por ley de la Nación, se encuentran tan carentes de recursos que en algunos casos se han visto afectadas en servicios esenciales: luz, teléfono, Internet. En otros, subsisten a medias, y no se sabe hasta cuándo, por contribuciones de sus miembros de número, como si en lugar de academias consagradas como la más alta expresión cultural de las respectivas disciplinas del conocimiento, fueran clubes sociales. Salvo el caso excepcional de la Academia Nacional de Medicina, que depende del Ministerio de Salud, las restantes se hallan en penuria.
En este cuadro de situaciones nacionales y provinciales sin precedentes, con hombres e instituciones paralizados muchas veces a raíz del estupor por los acontecimientos en curso, las universidades públicas deben asumir la obligación impostergable de revisar políticas administrativas y académicas cuestionadas desde hace tiempo. Es insostenible, hasta por principio, la gratuidad de los estudios para quienes pueden pagarlos por sí mismos o la gratuidad para estudiantes que a veces provienen, para colmo, de países en mejor situación que el nuestro y representan el 4 % de la matrícula total, o cerca de la mitad de los inscriptos en Medicina, en la Universidad Nacional de La Plata. Está claro que la financiación indirecta, mal llamada gratuidad, termina garantizando el privilegiado acceso a los claustros para algunos, pagado por una enorme mayoría que jamás llegará a ellos. Gratuito no hay nada.
Ya en 2019 Alieto Guadagni, reconocido economista y miembro de número de la Academia Nacional de Educación, denunciaba que la Argentina era uno de los países de América latina con más estudiantes y menor porcentaje de graduados: apenas el 25% de los inscriptos en las universidades públicas y el 40% en las universidades privadas, frente al 60 o 70% en otros países de la región, y más del 80% en Japón. ¿Nada dice a las autoridades del área que la retención excesiva de estudiantes crónicos resulta más onerosa que una carrera razonablemente realizada en instituciones privadas que cobran aranceles?
La Argentina es uno de los países de América Latina con más estudiantes y menor porcentaje de graduados
Si las pancartas con los rostros barbudos del viejo Marx y el “Che” Guevara pudieron haber prestado alguna contribución positiva en las manifestaciones del martes seguro que refiere, no precisamente a la lucha eterna por las libertades públicas, sino porque los supuestos ideales de ambos se tradujeron en Cuba y otros países atraídos por el comunismo en políticas severísimas, e incluso selectivas, para el ingreso en las universidades. ¿Qué aportes, que interés doctrinario en favor de los altos intereses de la Nación han hecho aquí, entretanto, quienes conducen nuestras universidades nacionales? En un año reciente ingresaron en sus aulas 19.000 estudiantes de abogacía, pero menos de 50 para ingeniería en petróleo y 10 para ingeniería nuclear.
Esta semana esas autoridades han recibido el reaseguro de cuánto importa a los argentinos la educación pública, evidenciando el error de no haber incluido aún esa cuestión en el Pacto de Mayo. Bien podrían aprovecharlo para insertarse en debates que conciernan a los cambios que urgen. Cómo no trasmitir mensajes de advertencia y propuestas concretas respecto del escándalo de escuelas sometidas a las garras de un sindicalismo que se coló con su hipocresía en la marcha multitudinaria del martes, pero que es principalísimo responsable de indicadores que deberían llenar de vergüenza a todos los argentinos.
En diciembre último, se conocieron los resultados de las pruebas PISA, realizadas en 2022, bajo la supervisión de una entidad internacional intachable como la OCDE. Sobre 81 países participantes de la competencia, los alumnos argentinos ocuparon las posiciones 66 en matemáticas, 60 en ciencias y 58 en comprensión de lectura. Son los chicos que en un par de décadas serán parte de la generación que conducirá las instituciones argentinas.
La universidad de ingresos al voleo había sido cuestionada desde el pasado hasta por jóvenes con ideales socialistas. En 1940, un muchacho que llegaría ser juez eminente, en calidad de jurista y hombre probo según deben serlo sin excepción los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, publicaba un libro al que tituló Por una nueva Argentina. Lo dedicó a su madre, Sara Pérez de Fayt.
Carlos Fayt escribió en ese libro que el Estado, mediante métodos científicos a cargo de pedagogos especializados, debe ir marcando el camino que seguirá el niño cuando egrese de la escuela, “y ordenará que al estudio de las profesiones liberales, de las artes, de los oficios, de la agricultura y ganadería, de las nuevas industrias a crear, sólo ingresen merced a sus condiciones luego de haber pasado por el tamiz selectivo del trabajo de orientación profesional de la escuela”.
Manos a la obra, pues, en favor de la educación pública hoy empobrecida en términos financieros igual que tantos otros sectores claves para el desarrollo social e institucional. Una sociedad capaz de defender tan masivamente un valor como la educación pública debe ralear del amasijo a quienes buscan apropiarse de sus consignas para rearmarse. Su responsabilidad por el actual estado de cosas es absoluta, aun cuando pretendan seguir dando cátedra colándose en actos que no les pertenecen. Son los mismos que todavía exaltan en calles y canales de televisión a las dictaduras fracasadas en el mundo a lo largo de estos dos últimos siglos.
LA NACION