La protección del arte
Es necesario que nuestro país aplique las leyes existentes y que cumplan su parte los organismos destinados a preservar el patrimonio nacional, público o privado
LA NACIONNunca faltan conflictos y debates acerca de las políticas de promoción del arte argentino, como los más recientes referidos al abrupto cambio de autoridades del Fondo Nacional de las Artes o a los cuestionables resultados del sistema de mecenazgo de la ciudad de Buenos Aires . Sin embargo, no deben estas cuestiones distraernos de otras importantes que las autoridades parecen ignorar, tales como la protección de las obras de arte que integran el patrimonio nacional, público o privado.
Con inusitada frecuencia los medios internacionales hacen referencia a reclamos y cuestionamientos ante operaciones más o menos clandestinas que involucran importantes obras de arte sustraídas al patrimonio público o privado de distintos países.
En la Argentina, por ley, se intenta preservar y proteger, entre otros, aquellos bienes muebles como las obras de arte que integran nuestro patrimonio cultural. Otra ley confiere a la Comisión de Monumentos, Lugares y Bienes Históricos, entre otras obligaciones, las de establecer, revisar y actualizar criterios y pautas de selección para determinar qué bienes histórico-artísticos merecen protección estatal, así como la de llevar un registro público de los bienes así protegidos, para poder intervenir en toda transacción o modificación de su estatus jurídico.
Ninguna de esas leyes se cumple de manera adecuada ni ninguna de las obligaciones que los legisladores han impuesto al Ejecutivo se lleva adelante de manera sistemática o de acuerdo con parámetros conocidos. Lo mejor que puede decirse de la conducta estatal sobre estas cuestiones es que es errática e inconsistente.
Aun cuando los propósitos enunciados en esos textos legales son, en algunos casos, de inusitada vaguedad y generalidad, esas normas suministran herramientas suficientes para poner en vigor medidas de protección razonables y objetivas dirigidas a identificar las obras de arte que, por su importancia, merecen un tratamiento particular, no para bloquear su libre circulación, sino para evitar su desaparición, destrucción o sustracción.
La existencia de registros adecuados permitiría a las autoridades y residentes de nuestro país incluso plantear recursos fundados ante la aparición injustificada o ilegal de piezas de origen argentino en el mercado internacional.
La cuestión tiene innumerables aristas, no exentas de polémicos ribetes. Si bien la identificación y el registro de las obras de arte debería perseguir el exclusivo y saludable propósito de evitar su tráfico ilícito o su sustracción del mercado local, un Estado ávido de recursos fiscales no debería caer en el aprovechamiento de una medida semejante para engrosar sus arcas, por lo que sería necesaria una reglamentación apropiada de las normas en cuestión, a fin de vencer el rechazo natural de los interesados ante cualquier política estatal que pueda convertirse en una amenaza para la propiedad privada.
Por fortuna, la Argentina ha sido ajena a los innumerables procesos de restitución de arte robado durante la Segunda Guerra Mundial.
Nuestros museos no han enriquecido sus colecciones con donaciones de origen turbio o adquirido obras en circunstancias sospechosas; antes bien, han perdido cientos, si no miles, de oportunidades de enriquecer sus colecciones en virtud de una endémica y absoluta escasez de recursos. Por su parte, por ejemplo, varios residentes argentinos han debido hacer ingentes esfuerzos individuales para demostrar que ciertas obras de arte virreinal no debían ser "devueltas" a algún país vecino que se considera propietario automático de cualquier pieza de determinada época que aparezca en el mercado, por ser supuestamente originarias de allí.
En este asunto, como en tantos otros, no es necesario que el Congreso dicte normas adicionales. Bastaría con las que ya están vigentes, sumadas a los organismos que también ya existen, para adoptar una política inteligente en esta materia.
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