
Las sanciones en el deporte
La virtual ausencia de condenas ejemplares alienta la reincidencia de faltas graves y aumenta la impunidad
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En todos los órdenes de la vida resultan de vital importancia los premios y los castigos, pues sirven para potenciar el rendimiento de las personas y mejorar su conducta. Pero en la sociedad actual muchas de las infracciones que se cometen no acarrean sanciones proporcionales a la magnitud de los daños producidos. Un caso elocuente es el del fútbol argentino: allí se ha perdido la noción de la sanción ejemplar, que provoca la real conciencia de que no se debe incurrir en nuevas violaciones del reglamento.
Puntapiés alevosos al rival, protestas ampulosas y hasta agresiones a árbitros se repiten en cada fecha de cualquiera de los torneos de fútbol. Eso deriva, sin embargo, en penas que asombran por su liviandad ridícula, llaman a risa por no convocar a lágrimas y estimulan la comisión de más infracciones y de que haya más espectáculos de barbarie, tanto dentro como fuera de los estadios. Muchos futbolistas profesionales se escudan en el nivel de sus pulsaciones para minimizar las agresiones que perpetran. Se convierten así en todo lo contrario del modelo que deberían ser para miles o millones de personas, espectadores de tales fenómenos de masas.
Cuando cualquier tropelía se justifica, el mensaje social es nocivo. Actos que se saben sancionables, como sacarse la camiseta en un festejo, vuelven a realizarse de continuo ante las penas insignificantes que se aplican. El jugador percibe así que tiene licencia para el descontrol, pues ninguna falta desacelerará su carrera deportiva. Siempre se encuentra el atajo de apelar o impugnar la medida para que se reduzca, por razones ajenas al reglamento, la pena justa a su mínima expresión.
El hecho de que siempre haya segundas, terceras o cuartas oportunidades para los jugadores ante faltas que ameritan la expulsión directa desvirtúa la función punitiva. La ausencia de debidas sanciones es un claro desaliento a cumplir rigurosamente con el reglamento y la ley, y ello se extiende también al ámbito siniestro de los barrabravas, que cometen ilícitos con total impunidad. Actúan, en este mundo al revés, con la certeza de que es más probable que termine en la cárcel el agente policial que los detenga en la acción in fraganti que ellos mismos.
En el Reino Unido una política de tolerancia cero, con penas efectivas de prisión, redujo sensiblemente la violencia en los estadios y terminó con los alambrados perimetrales, más propios para contener fieras de circo que a la gente reunida en espectáculos deportivos ofrecidos por personas.
En otros deportes también se viene percibiendo aquella laxitud en la aplicación de penas. Han desaparecido prácticamente las sanciones de 99 años, frecuentes en el rugby en el pasado y que aseguraban la honorabilidad y el fair play en el deporte. En el tenis, las rabietas de los jugadores se expresan con asiduidad en destrozos de raquetas, que sólo acarrean multas en dólares de magnitud insignificante para los protagonistas. Otro tanto ocurre en el polo, donde la peligrosidad del juego debería llevar a las autoridades a intentar con más énfasis que se termine con los gritos insultantes y las faltas que ponen en riesgo la integridad física de los protagonistas.
El deporte no es una isla en la sociedad, sino que constituye una de las manifestaciones más certeras de lo que puede esperarse de sus gentes. La ausencia de la debida reprobación por parte de los padres, cada vez menos propensos a poner límites en la conducta de los hijos por miedo a ser tildados de autoritarios y arcaicos, es la base sobre la que prosperan hechos que muchas veces tienen secuelas de verdadera gravedad. Lo mismo sucede en las escuelas, con maestros atemorizados o renuentes a que se cumplan reglas sin las cuales es imposible la convivencia armoniosa y, menos todavía, inculcarla para el resto de la vida. Peor aún: los maestros y profesores dispuestos a actuar en la dirección correcta corren el riesgo de ser sancionados por los criterios políticos que devienen de la demagogia populista que está de moda.
Contemplar en la escena pública hechos gravísimos de corrupción que no reciben condenas firmes y de cumplimiento efectivo es una tentación a evadir en todos los terrenos el cumplimiento de la ley.
Sin dudas, se requerirá un largo camino para recuperar mucho de lo perdido por los argentinos en medio del desorden social creciente en estos años y de cuya magnitud dan una medida irrebatible los índices de inseguridad física y jurídica o el desafuero de insolencia inverosímil con el que se maneja, como si nada, el secretario de Comercio Interior.
El deporte, debemos lamentarlo, ha sido tributario de tan nefastas experiencias.



