¿Para qué sirve el poder?
Días atrás, el presidente Néstor Kirchner sostuvo públicamente que los comicios legislativos previstos para octubre próximo deberían ser vistos como un plebiscito en favor o en contra de su gestión gubernamental. Fue incluso más allá y afirmó que este año "no va a haber elecciones de partidos o de ideologías", sino que se deberá optar entre "los que aman al país", como él, y "los que quieren volver atrás".
El primer mandatario pareció restarle así toda importancia al acto electoral como corolario de un debate de ideas que dé la posibilidad de arribar a consensos políticos amplios, al tiempo que minimizó y menospreció el papel de los partidos políticos como eje de la democracia representativa.
Algunos datos de nuestra realidad política actual, como esas declaraciones presidenciales, resultan preocupantes. Y obligan a que nos formulemos, de tanto en tanto, dos preguntas esenciales: ¿para qué sirve la política y para qué los hombres públicos aspiran a ejercer el poder?
Cuando analizamos el actual escenario político argentino, experimentamos la necesidad de preguntarnos, por ejemplo, qué sentido tiene que un hombre como Eduardo Duhalde, que fue gobernador de la provincia de Buenos Aires y más tarde presidente de la República, aparezca tan a menudo enredado en pulseadas partidarias que están más cerca del juego de naipes que de la verdadera política.
Nos hacemos también otras preguntas. Por ejemplo: ¿a quién le sirve que el presidente Kirchner se manifieste con exabruptos y actitudes provocativas antes que con gestos pacíficos y racionales? ¿Por qué razón el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires emplea sus magras energías en defender lo indefendible? ¿Por qué desde las más altas esferas del poder se insiste en llevar a la sociedad a divisiones o conflictos innecesarios? ¿Por qué en el gobierno nacional nadie parece trabajar orgánicamente con el pensamiento puesto en el mediano y el largo plazos? ¿Por qué nadie tiene interés en diseñar políticas de Estado en materia de educación, energía, comercio exterior o seguridad jurídica? ¿Por qué esas áreas y otras igualmente decisivas no son objeto de la atención prioritaria de quienes conducen el Estado?
Es comprensible que los hombres públicos se esfuercen por alcanzar determinadas cuotas de poder. En definitiva, pensar la política sin afán de poder sería no pensarla. Pero hay un momento en que debemos formularnos seriamente la pregunta ineludible: ¿poder para qué? Se supone que el político aspira a tener poder para servir al bien común. El paso siguiente, entonces, sería preguntarnos cuál es el concepto que cada uno de nosotros tiene del bien común.
Cuando sólo se piensa en gobernar para la próxima elección -o, peor aún, para la próxima reelección- no se está pensando en el bien común. Quienes gobiernan con esa obsesión no están pensando en gobernar sino en lo contrario: están pensando en no gobernar o están pensando en usar el poder para lo peor.
Cambiar las leyes en función de las apetencias personales de quienes militan en la política es, en definitiva, avasallar el espíritu republicano; es vivir al margen de lo que la Constitución pretende o retrotraer la vida en sociedad a la vida en la selva.
Por otra parte, suponer sin más que la gobernabilidad exige la perenne continuidad de un candidato o partido único, que no contempla otras alternativas en el ejercicio del poder, es apostar a un nivel muy bajo de vida político-institucional. Sin embargo, ése es el horizonte que se nos propone hoy en casi todo el país. En efecto, salvo excepciones gratificantes, en buena parte de las provincias argentinas el panorama exhibe un desolador caudillismo clientelista.
El peligro del populismo está de nuevo entre nosotros. Un populismo que, por definición, pretende una sociedad sin contradicciones, sin disenso y sin pluralidad. Un populismo donde todo debe confluir en un poder que anhela la hegemonía y se resiste a la competencia y la crítica.
En algunos momentos el bien común exige renuncias y abnegaciones. Y el bien común -ya lo hemos dicho- es el objetivo que debe movernos si realmente abrigamos un genuino sentimiento de patria. Todos sabemos cuánto les ha costado a la Nación y a las provincias forzar cambios constitucionales para introducir apetencias reeleccionistas.
Con un Poder Judicial en gran medida dependiente del poder político, ineficiente y corporativo; con un Poder Legislativo abúlico o sumiso al extremo, ¿quién pondrá controles y asegurará la calidad del poder que ejerce el Ejecutivo?
Amar al país supone pensar la política con grandeza. Y esa actitud moral no abunda hoy, por cierto, en la clase dirigente.
Si la prudencia, como querían los clásicos, es la gran virtud del gobernante, tenemos mucho por modificar y mejorar. Siempre se está a tiempo de lograrlo, pero es indispensable una firme voluntad política de marchar en esa saludable dirección. No se avanza hacia esa meta cuando se desdeña la prudencia y se la sustituye con los arrebatos y las provocaciones innecesarias. Tampoco se va en esa dirección cuando se vive la política como una carrera para acumular más y más poder.
Es hora de que se encare la vida pública como un gran esfuerzo estratégico dirigido hacia el porvenir y enfrentado con grandeza de ánimo. Es decir, con la auténtica y sincera determinación de construir una Argentina mejor.