Pesca ilegal: falta decisión política
La administración eficiente y estratégica de nuestros recursos marítimos es un tema de gobierno del que nos hemos ocupado reiteradamente desde estas columnas. Todo ciudadano argentino bien puede preguntarse cómo es que la industria pesquera no resulta una de las actividades más relevantes para un país que posee miles de kilómetros de costa, con extensas plataformas continentales, que hacen de su territorio una ventajosa "pampa marítima".
Un sistema axiológico subyace debajo de las regulaciones y políticas de cada Estado. Recientemente, las noticias dieron cuenta de la captura consecutiva de tres buques de procedencia asiática pescando sin permiso dentro de la Zona Económica Exclusiva (ZEE) del Mar Territorial Argentino. Desde Ushuaia, la Armada reforzó los controles en combinación con la Prefectura, atendiendo los reclamos de las intercámaras de la industria pesquera nacional, las más perjudicadas. Las estimaciones hablan de unos 400 buques factoría extranjeros que vienen en busca de calamar y merluza a nuestro Mar Argentino; una verdadera ciudad iluminada cuando el sol cae, luces que además sirven para atraer al calamar, valiosa carga que muchos descargarán en Montevideo para continuar las tropelías. Principalmente coreanos y chinos, pero también rusos, españoles, ingleses y sudafricanos. Cada vez son más los que pescan sin bandera, sin reportar ni informar, contraviniendo normas y depredando los ecosistemas marinos con prácticas como el arrastre indiscriminado de redes, infringiendo un daño económico que se estima en 1000 millones de dólares al año.
Hoy un barco pesquero puede operar durante meses en alta mar sin necesidad de reabastecerse en puerto, hasta dos años se calcula. Los buques denominados transbordadores, con enormes y fortísimas vallas de goma que les permiten amortiguar el efecto de las olas, realizan operaciones de provisión e intercambio con otras naves. Este tipo de desarrollos permite a un barco pesquero navegar durante largas temporadas en mares que no forman parte de una jurisdicción ribereña; seguir a un cardumen que se mueve a su antojo, sin necesidad de autolimitarse, o respetar abstractas líneas divisorias cuando un gobierno como el nuestro carece de capacidad de patrullaje y control sobre la vasta geografía marítima. Con apenas cinco buques asignados a tal fin y multas de valores irrisorios a la hora de desalentar el millonario negocio de la pesca ilegal, desactivarla con mayor fuerza supondría modificar el Protocolo de Captura de Buques infractores de las fuerzas argentinas.
Esta realidad, que lleva décadas pero que tiende a agravarse, nos conduce al modelo que entendemos debería inspirar hoy nuestra política pesquera: los acuerdos entre países para administrar, en negociaciones específicas y ad hoc, el aprovechamiento y la explotación sustentable del recurso pesquero. Claramente, el Estado ribereño debe ser uno de los actores principales, aunque la explotación se inicie fuera de aguas jurisdiccionales. Una de las alternativas sería crear una organización regional de Estados ribereños (Argentina, Brasil, Uruguay), que fije reglas a los que pescan afuera y que comprometa protocolos de actuación conjunta que impidan, por ejemplo, que Montevideo sea, como es, centro de aprovisionamiento y logística de muchos buques extranjeros.
Cuando lo que entra en juego es algo tan valioso para la humanidad como un recurso alimenticio, la responsabilidad global debe arbitrar inteligente y coordinadamente los alcances de otros derechos como el del libre comercio o de la propiedad. Las mesas de diálogo para acordar pautas de funcionamiento, que garanticen sustentabilidad, son el eje sobre el cual deben darse estas negociaciones. Para el caso particular de nuestro Atlántico Sur, el desafío es aún mayor porque esa necesidad de coordinación y negociación del intercambio nos pone delante de uno de los temas más sensibles y delicados que afectan a nuestras relaciones exteriores y diplomáticas: el reclamo por nuestra soberanía sobre las islas Malvinas.
Ejercer un liderazgo político coherente, claro y sostenido para lograr este objetivo presupone una visión y una grandeza capaz de resguardar no solo un compromiso histórico con la identidad de nuestra nación, sino también con lo que constituye un recurso alimenticio cuya sustentabilidad urge preservar.