El gran desafío de Milei y de la Argentina
Más que la inflación o la economía, el país y el presidente deben luchar contra su propia historia
Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly. El autor es su editor general y vicepresidente de la Americas Society and Council of the Americas
WASHINGTON.- En el transcurso de mi vida, he pasado, sin exagerar, al menos 1000 horas tomando café en Buenos Aires y escuchando a la gente explicar su propia teoría de por qué la Argentina perdió el rumbo.
Y en esas conversaciones, escuché a amigos y políticos echarle la culpa a toda clase de personas: a Juan Perón, Eva Perón e Isabel Perón, al Perón “anciano” -según algunos, poco lúcido por el peso de los años-, a los “gorilas” antiperonistas, a los milicos, a los mercados, los sindicatos y los productores rurales, al neoliberalismo, el comunismo, el fascismo y el capitalismo, a Néstor y Cristina Kirchner, a Cristina sí pero a Néstor no, a los antikirchneristas y a los fondos buitres, al “gobierno mundial”, al Foro de San Pablo, a los servicios de inteligencia de Cuba, a los de Estados Unidos, y al consenso de Washington. Y esa es solo una lista parcial…
Finalmente llegué a la conclusión de que fueron todas esas cosas, y ninguna de esas cosas. De hecho, el mayor desafío actual de la Argentina probablemente sea la historia en sí misma.
Me explico: cuando llegué a Buenos Aires como periodista, en 2000, el país se estaba hundiendo en otra de sus crisis, la que sería, de hecho, la peor de su historia. Durante los siguientes cuatro años, fui testigo del mayor default de deuda soberana de la historia mundial, una devaluación del 70% y un levantamiento social que hizo que el país tuviera cinco presidentes distintos en sólo dos semanas.
Todo eso me resultaba absolutamente impactante, pero eran pocos los argentinos que parecían estar tan sorprendidos. Al fin y al cabo, a esa altura el relato ya estaba bien instalado: Argentina era un país que estaba en triste decadencia desde hacía... bueno, la cantidad exacta de años también era una cuestión muy política. Decir que los problemas habían empezado en 1930, 1946, 1955, 1976 o 1989 era más esclarecedor sobre la postura personal de cada uno que expresar una afiliación partidaria. En lo único en lo que todos estaban de acuerdo era en que la Argentina, que en fecha tan reciente como la década de 1930 era uno de los 10 países más ricos del mundo -una frase que, al parecer, siempre debe repetirse oportunamente en cada conversación o discurso político de este tipo-, hacía tiempo que había perdido el rumbo.
Pasé años investigando en libros de historia, tratando seriamente de descubrir quién tenía razón. Allí no faltaban la violencia y las horribles traiciones, y de pronto, todo había empezado a sangrar al mismo tiempo. Me preguntaba -sin ánimo de ofender, dada la situación actual- si la Argentina no se parecía un poco a Medio Oriente, donde la cuestión de quién empezó y quién fue el principal culpable ya no era el tema más importante, o siquiera desentrañable. Lo que importaba ahora era la lucha en sí misma, y la forma en que había llevado a los argentinos a destrozar esa cosa hermosa pero delicada que alguna vez tuvieron. Lo que presencié a principios de la década de 2000, por dramático que fuera, no parecía ser la crisis en sí misma, sino sus consecuencias…
De hecho, la caída en desgracia de la Argentina, única en la historia económica mundial moderna, ha producido una lógica propia que se refuerza a sí misma. Los argentinos tienden a creer que el ayer fue un paraíso, el hoy es un infierno y mañana será aún peor. Este pesimismo confunde a los líderes políticos: un ministro de economía llegó a atribuir la crisis a un “bajón anímico”. Pero ese comportamiento no era irracional, sino todo lo contrario. A lo largo de sus vidas, todos los argentinos, salvo alguna que otra persona centenaria, han sido básicamente testigos de estancamiento y decadencia. A la primera señal de problemas, dejan de invertir, sacan su dinero de los bancos y lo guardan debajo del colchón o en cuentas en el extranjero. Por algo los argentinos tienen unos 246.000 millones de dólares depositados fuera del país, una cantidad superior a la mitad del PBI de la Argentina. Lamentablemente, con el tiempo, los pesimistas casi siempre terminaron teniendo razón.
Hoy, Javier Milei es el político que vuelve a prometer que romperá con este ciclo de decadencia aparentemente interminable. “Hoy damos por terminada una larga y triste historia de declive en la Argentina”, prometió Milei en su discurso inaugural de diciembre. Pero a pesar de todas las novedades que ofrece Milei -el pelo, sus perros-, resulta mucho más familiar de lo que algunos parecen notar. Su llamado a los argentinos a hacer sacrificios ahora, a cambio de tiempos mejores en el futuro -”No podemos revertir cien años de decadencia de un día para otro”- suena como la garantía de “Estamos mal, pero vamos bien” que daba Carlos Menem en la década de 1990, como ya lo han señalado algunos comentaristas argentinos. La agenda de recortes de gasto y terapia de shock de Milei recuerda el llamado Rodrigazo de 1975 bajo el gobierno de Isabel Perón, la “cirugía sin anestesia” de Menem, o los tímidos esfuerzos de Mauricio Macri a mediados de la década de 2010. Quienes creen que esos planes fracasaron porque la ideología subyacente era incorrecta o porque no se implementaron a fondo vuelven a equivocarse en la cuestión central. Lo importante es que fracasaron, y que Milei debe luchar contra esa historia.
Y eso implica un desafío adicional, que atormenta a todos los liberales argentinos desde hace medio siglo. Milei dice que actualmente el principal problema del país es de orden fiscal, que el largo deterioro de la Argentina ha llevado al país a gastar más allá de sus posibilidades, para luego financiarse con endeudamiento o, cuando las fuentes externas de financiamiento se agotan, como inevitablemente sucede, con emisión de dinero, razón por la cual hoy la inflación en la Argentina supera el 270% anual. Casi todos los economistas tradicionales están de acuerdo y dicen que la única solución es la austeridad. Pero en el corto plazo, eso sólo profundiza la negatividad prevalente: hace que los salarios caigan y el desempleo aumente. Hace que los pesimistas digan: “Oh, no, acá vamos de nuevo.” La paciencia se acaba y la gente sale a la calle porque la historia les ha enseñado que la recompensa prometida no llegará, o al menos no durará. Ese fue el punto del ciclo que Fernando de la Rúa no pudo superar, y es el punto que Milei deberá tener en cuenta ahora.
¿Puede hacerlo? ¿Será Javier Milei el líder que tenga éxito donde otros no pudieron, ganándole a casi un siglo de profecías autocumplidas? Aunque todavía es pronto para decirlo, lo está haciendo mejor de lo que algunos esperaban. Ha impulsado cambios en la economía y aparentemente mantiene la mayor parte de su popularidad. Y allí puede haber una contradicción. La base de apoyo de Milei es joven y al parecer menos interesada en la historia que las generaciones anteriores de argentinos. Al mismo tiempo, de todos los presidentes argentinos que vi pasar a lo largo de mi vida, Milei es el que más se parece a esas personas con las que pasé 1000 horas tomando café mientras hablábamos de Argentina. Milei, el economista, claramente disfruta de hacer referencias discursivas a conceptos teóricos y capítulos oscuros de la historia como los que alimentan las conversaciones de los argentinos en las confiterías y cafés de la belle époque de Buenos Aires. Solo el tiempo dirá si conocer la historia hará que Milei sea todavía más prisionero de ella, o si de alguna manera logrará derrotarla.
Traducción de Jaime Arrambide
Más leídas de El Mundo
"La parca viene con la guadaña". Con un anuncio fiel a su estilo, Mujica conmocionó a todo el arco político uruguayo
“Es la vida”. Shock y conmoción en el partido de Pepe Mujica tras su diagnóstico: cómo reaccionó su mujer
Murió la diseñadora Yumi Katsura, pionera de los vestidos nupciales en Japón
Guerra en Medio Oriente. EE.UU. asegura que soldados israelíes violaron derechos humanos en Cisjordania